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Estar sin estar
Columna
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El acento en la í

En el caso de Jeffrey Epstein y la urgencia por descalificar el tema, a mí se me ocurre intentar calmar la desolación y desahucio poniéndole acento a la í

Jorge f
Jorge F. Hernández

En el inglés de Inglaterra, el apellido Epstein se pronuncia como si llevase acento invisible en una letra á igualmente invisible: Epstáin. A contrapelo, en el inglés de Norteamérica el mentado apellido parece llevar un acento en la í: Epsteín. Más que diferencia vocálica, la tilde señala abismos, pues hace medio siglo Brian Epstáin murió en circunstancias trágicas, no exentas de murmullos potencialmente escandalosos, dejando huérfanos a John, Paul, George y Ringo. Sucede que Epstáin no solo fue el descubridor e impulsor de The Beatles, sino una suerte de luminoso guía que logró ponerles corbata y trajes sastre a un inquietísimo cuarteto de encuerados (chamarras y pantalones en piel negra) y al pedirles que agradecieran aplausos con inclinación de música clásica los elevó literalmente de la Caverna a las estrellas. Epstáin también estuvo locamente enamorado de John Lennon y aunque hay constancia de una escapada de ambos a las playas de España, sin acompañarse de los otros apóstoles, también consta que el intento pasional de Epstáin fue nublado por la vocación desmelenada de John por las mujeres (aunque hay muchas referencias en biografías que intrigan sobre la posible curiosidad insaciable de Lennon por todos los géneros posibles), pero el homosexualismo de Brain Epstáin en épocas donde aún no imperaba la palabra Gay se manejó siempre con una elegantísima discreción y un respeto diríase “británico”, si no fuera un reino donde la preferencia sexual seguía sujeta al código penal e incluso penalizada con soga.

Medio siglo después de aquel verano psicodélico, ronda en todos los medios el apellido Epstín con el nombre de Jeffrey, suicida encarcelado por su infinita culpa no solo como agente habilitador de una gran red de prostitución, sino comprobado pedófilo incandescente. El magnate Epstín amasó una fortuna con enlodadas redes de complicidad financiera y compró una isla para su desmadre desenfrenado a donde llegaron en jets privados no pocos nombres de célebres empresarios, políticos, cantantes y deportistas que daban rienda suelta a la juerga siniestra de violación de niñas o niños, enervantes y estupefacientes y mucho-mucho alcohol. Las fotografías no mienten: entre los sonrientes beneficiarios del Infierno de Epstín aparece un príncipe de Inglaterra, el presidente Clinton y el sinónimo de estiércol, Donald J. Trump.

Infatuado con su propia hija, no es ninguna novedad la sensación de que al Donald le gustan las niñitas como objetos asequibles (obsesión quizá relacionada con su reconocido micropene). Mentiroso incurable, millonario por sucesivas bancarrotas, no solamente ignorante sino silábicamente ignaro, Don Trump llegó a la presidencia de los Estados Unidos fardando que a las Misses las agarraba por abajo y toqueteaba como tomates; ahora que ha vuelto a la otrora Casa Blanca el nefando veneno no ha podido acallar el enojo y escándalo en torno a su antigua íntima amistad con Jeffrey Epstín… y el rollo va de que hubo una lista de clientes que ahora declara inexistente la sicofanta dizque fiscal general de U.S.A. la urgencia por descalificar el tema ante una afición oficial por inventar distracciones interminables… y a mí se me ocurre intentar calmar la desolación y desahucio poniéndole acento a la í.

Información e inferencias indican innegable involucramiento. Inmenso idiota intenta irrigar incoherencias inconsistentes. Irascible e impune, irriga inmerecida inmunidad incluida íntegramente (a) imbecilidad irrefrenable. Insostenible, insiste intrigar irradiando idioteces, incluso internacionales. Ingente inculpado, inquisidor de inmigrantes, individuo intolerable e imperdonable, ínclito instalador de inmundicia infinita… intuyese invencible, intocable e inmune.

Iniciemos índice (irrisorio) e incluyamos individuos (¿e individuas?) inclinados incesantemente a la inviolable inclinación impertérrita, ilegal, inmoral e intransigente por incordiar, insultar, inhabilitar e invisibilizar (para que tarde o temprano les caiga la tilde en lo más íntimo).

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Sobre la firma

Jorge F. Hernández
Autor de libros de cuentos y de las novelas 'La Emperatriz de Lavapiés', 'Réquiem para un Ángel', 'Un bosque flotante', 'Cochabamba' y 'Alicia nunca miente'. Ha publicado artículos sobre la historia de México y ha sido colaborador de las revistas 'Vuelta' de Octavio Paz y 'Cambio' de Gabriel García Márquez. Es columnista de EL PAÍS desde 2013.
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