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CENTROAMÉRICA CUENTA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Kunāfa

La autora Lina Meruane aborda la guerra en Palestina a través de un poema escrito en el marco de Centroamérica Cuenta Guatemala

Centroamérica Cuenta Guatemala

En las primeras semanas las muertes habían sido efecto del incesante bombardeo,

y aunque el prolongado exterminio seguía siendo efecto

de detonaciones y derrumbes de edificios completos

en los que habían caído familias enteras,

y aunque ya no quedaban hospitales en pie,

ni escuelas ni refugios,

en pie,

ni mezquitas ni iglesias para proteger a nadie,

aunque los palestinos seguían muriendo a golpe de bombas

y de balazos a corta distancia a la cabeza misma de los niños, decían testigos,

y seguían muriendo mutilados

muriendo desangrados a veces

o infectados por la escasez de suministros,

de enfermedades causadas por las heridas,

por la falta de higiene,

agregaban testigos que no eran médicos

porque casi no quedaban ya trabajadores de la salud

en pie

ni periodistas

en pie,

porque tantos periodistas profesionales o meramente practicantes

habían sido asimismo asesinados,

ahora, hoy,

veinte meses después,

la población que todavía resistía estaba muriéndose de hambre.

No era posible ignorar ese hecho.

Era necesario seguir diciendo

que en las últimas semanas

de esa mal llamada “guerra”

que contaba

al menos

70 mil muertos entre masacrados y desaparecidos,

al menos

121 mil heridos que iban muriendo también,

solo que a otro ritmo;

que en las últimas semanas

de ese genocidio brutal

tan brutal

(si es posible comparar genocidios)

como el genocidio guatemalteco,

que había acabado con unos 200 mil mayas.

Era imperativo decir que la estrategia en Gaza era

ahora,

así decían los medios más atrevidos,

la de “agotar” a los civiles,

sumando a las bombas

la intencionada inanición,

es decir,

la hambruna más feroz,

el bloqueo total de alimentos,

que ya llevaba dos meses

(desde el 2 de marzo, para ser más precisos,

precisaba nada menos que la ONU)

lo cual quería decir

que en las próximas 48 horas podían morir

14 mil recién nacidos

y que peligraba

el 93% de los niños

es decir,

930 mil niños y niñas gazatíes morirían

asesinados por la escasez,

no por “causas naturales de muerte”,

como aseguraban los voceros del gobierno israelí.

Es decir, es decir, pero qué más

se puede decir,

murmuraba la escritora

sin necesidad de explicarle a sus acompañantes

que quienes sobrevivieran al hambre

vivirían con las repercusiones de la inanición,

no se lo explicaría a ellos,

esas eran cosas

que ya sabían ellos,

el editor y a la fotógrafa,

por ser guatemaltecos

ser ladinos

ser mestizos

por no ser tan jóvenes como para desconocer

las siniestras

prácticas de exterminio

contra la población maya.

Sabían,

la fotógrafa, el editor,

que el hambre metía sus balas en la carne civil

para deshacerla;

lo sabían pero no lo proclamaban

sentados a la mesa

de la pastelería palestina

recién inaugurada en su país.

La Kunafa olía a dulces suntuosos

de hojaldre crujiente

de almendras molidas y nueces,

de fosfóricos pistachos,

acaso de piñones,

puestos sobre un platito

rebosando de almíbar y de miel:

del dulce que es la forma del amor en Medio Oriente.

Ahí estaban esos dos chapines,

el editor, la fotógrafa,

con la escritora chilena o chilestina o medio palestina

por parte de padre,

medio palestina pero enteramente diabética,

mirando los baclavas que ella tenía prohibidos desde chica,

mirándolos amargamente mientras recordaba al viejito palestino

que había visto esa misma mañana

en las redes

llorando porque hacía días que no probaba bocado,

ese viejito que solo pedía un poquito de pan.

Alrededor de la mesa

en el segundo piso de la Kunafa

estaba también un historiador de la lengua,

un histórico compañero de la escritora,

un español, más bien,

un gallego crítico de los colonialismos,

que solía usar la camiseta chilena del deportivo Palestino

para ir a la feria a comprar fruta

y escuchar a los verduleros celebrarlo,

gritando,

brazo en alto,

“tino tino palestino”;

sí, ahí estaba él también,

probando el dulcísimo warbat y un mabrume,

devorando un par de baclavas,

degustando un azucarado café turco con cardamomo

que les había servido un camarero de origen palestino.

Ese café no es turco,

corrigió contrariado

Jamal Hadweh,

quien los había invitado a tomar café palestino

y pastelitos palestinos

en esa dulcería palestina de la zona 15

para hablarles de la palestinidad.

Jamal era un hombre venido de Beit Jala

hacía cuatro décadas,

era un migrante naturalizado

que no es lo mismo,

les dijo,

con el árabe enhebrado en su castellano chapín,

que no es lo mismo, en derechos,

que nacido en Guatemala.

Sin probar un solo dulce Jamal

dijo que aunque él no pudiera vivir en su patria,

su patria vivía en él;

como si la patria fuera un hueso,

pensó la escritora,

o todo un esqueleto que lo sostenía,

como si la patria fuera la sangre que corría,

roja, blanca, negra, verde,

por sus venas.

Para honrar a esa patria Jamal

se había vuelto cónsul honorario de su país

sin paz

sin fronteras

sin los derechos de otros países,

sin embajada en la Guatemala donde él vivía desde los 17,

porque Guatemala era un antiguo aliado de Israel.

Guatemala había sido

el primer país latinoamericano

en abrir su embajada ahí,

en 1949,

y en el 2017

contrariando el Derecho Internacional

había reconocido Jerusalén como capital israelí

y trasladado ahí su embajada anteriormente ubicada en Tel Aviv.

Jamal lamentaba no contar con una Embajada

como la que había en Chile,

y en otros diez países americanos;

no contar siquiera con una Dirección General.

Envuelto en su kufiya

Jamal quiso hablarles de la impasible,

acaso temerosa

comunidad chapinestina

que quizás sumara unos 25 mil descendientes

activos o de “fecha vencida”,

que era como llamaba Jamal a los palestinos

no practicantes,

a quienes él representaba pese a su indiferencia con la causa;

y los representaba porque presidía

la asociación que él mismo había creado,

diez años antes,

emulando a la poderosa y numerosa

comunidad palestina de Chile,

ese país donde Jamal decía tener tantos primos

que eran originariamente Hadweh

pero que en Chile,

adonde habían llegado hacía un siglo

huyendo del hambre,

se llamaban Jadue.

Son tantos los Jadue allá,

comentó Jamal Hadweh

en su castellano chapinestino,

¡púchica!, ¡como plaga somos nosotros!

Estaba diciendo esto cuando llegaron dos platos

de Kunafa o knafeh,

un flan de queso caliente

originario de Nablus

especialidad de la casa.

Coman, coman, esto se come caliente,

dijo Jamal cortando

con un cuchillo largo

la masa de fideitos finos

levantando un gran pedazo

chorreando queso derretido

de cabra o de oveja,

goteando almíbar

y verdísimos pistachos.

Coman, exigió,

pero la escritora solo iba a probar un trocito

y el editor y la fotógrafa probarían otro

mientras el historiador, sintiéndose conminado

a mostrarse agradecido,

se comería,

él solo,

un plato entero de ese amor palestino.

Era difícil comer

escuchando a Jamal explicar

que Israel había provisto de armas a Guatemala en su genocidio,

que por eso tanto maya apoyaba la causa palestina.

Difícil llenarse la boca de queso dulce oyendo al editor contar

que cada 14 de mayo las escuelas celebraban la “independencia” de Israel

en vez de conmemorar el inicio de la catástrofe palestina.

Difícil disfrutar viendo a la fotógrafa asentir y agregar

que en las escuelas se promovía el respeto por el sionismo.

Difícil tragar escuchando a Jamal decir

que incluso existía el Día Nacional de la Amistad con ese país.

Que las banderas de ambos coincidían

en el blanco y el celeste.

Que había muchas calles llamadas Jerusalén.

Que había mucho monumento público con la estrella azul de David.

Que hasta hacía poco las calles y carreteras se llenaban

de estrelladas banderas de Israel.

Si usted ha venido acá hace unos meses… lo veía, dijo Jamal.

Sí, certificó el editor, hasta en estos árboles ponían banderas…y propaganda.

Notable, susurró ahíto el historiador de la lengua.

Miren, tienen que comer todo, es falta de educación dejar la kunafa,

dijo Jamal

más en serio que en broma,

pero la escritora insistió en que ella no podía

con tanto amor

que les dijera, por favor,

qué implicaba presidir la Asociación Palestina

en medio de semejante atrocidad

de semejante asesinato colectivo.

Jamal se echó para atrás en su silla.

Masticó lentamente la palabra asesinato,

La palabra genocidio,

se tragó la palabra mortandad

antes de pronunciarla.

Yo no temo nada, dijo.

No temo morir.

Ya me quisieron matar, hace poco, en una emboscada.

Se produjo un silencio mortal.

Jamal levantó su brazo izquierdo y mostró

la larga y ancha cicatriz.

Les contó que tras la invasión de Gaza,

cuando cada día eran aniquilados unos 500 palestinos,

él estaba yendo a un foro en el centro histórico,

de la capital,

solo en su auto

sin su esposa palestina

sin sus hijos palestinos

solito, dijo, por la ruta de siempre.

Ellos sabían que yo voy a pasar por ahí, dijo

usando el tiempo presente.

Se detuvo en un semáforo, detrás de

dos autos,

bajó la ventana,

un poquito, diez centímetros, dijo,

y vio a un hombre caminando hacia él,

apuntándole con una pistola,

y pensó,

hasta aquí nomás llegué,

porque el hombre disparó,

disparó,

pero no pasó nada.

Escuche el trick pero estaba trabada la pistola,

dijo, y dijo

que desde atrás apareció un segundo hombre,

una segunda mano

con un cuchillo,

dijo que ese cuchillo milico iba dirigido a su yugular,

dijo que alcanzó a meter el antebrazo en el hueco de la ventana,

y ahí recibió las cuchilladas

como picando hielo, dijo.

Pero yo no sentía nada,

y tal vez no sintiera dolor porque el cuchillo

había rebanado nervios y músculo.

Jamal quiso bajarse del coche,

eso dijo,

defenderse como un paisano.

Y en efecto se bajó, pero ya los dos

atacantes habían huido.

A su alrededor había un charco de sangre

más roja que

blanca, negra, verde,

y detrás de sí bajó otro conductor,

le quitó el cinturón,

le hizo un torniquete

se lo llevó a urgencias.

¿Tú crees que te querían matar?, preguntó

tontamente la escritora.

, me querían matar, pero no el gobierno,

dijo Jamal,

porque si ellos me quisieran muerto eso ya estaba hecho.

Este gobierno me protegió,

me dio vigilancia las 24 horas.

Hasta´orita yo tengo una patrulla frente de mi casa.

¿Ninguna organización reivindicó?,

preguntó el historiador de la lengua con la boca llena.

No, dijo Jamal

y mirando los platos

con apenas pedacitos de pistacho flotando

en el almíbar,

dijo.

ninguna reivindicación,

no hace falta eso,

dijo en presente,

contento de ver ya vacíos los platos

de haber satisfecho el hambre de la mesa.

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