Cementerio La Verbena
“Se mezclan en los osarios los restos de quienes no han sido nombrados con aquellos que ya deben desalojar el nicho, para evitar que el cementerio colapse”, escribe Larissa Rú

Entre los nichos de asfalto, cubiertos algunos de rosas y pintura en spray, un ramo de margaritas amarillas yace desflorado sobre el suelo. No parece haberlo movido el viento, parece recién cortado.
Mientras lo miro, un sobresalto: el sonido de una bala, al otro lado del camposanto. Quien paga respetos lo hace en un silencio, un silencio a punto de la fuga, a la espera de ser cortado, pienso. Un perro, acostumbrado al ruido, duerme sobre una tumba y no se inmuta. Es su turno de mantener vigilancia en el cementerio.
Vivian me contó que es necesario estar alerta en La Verbena, lugar de descanso que colinda con refugio, para muchos. Llama a estar en guardia por los incidentes que han surgido con el incremento de la población. Vivian vive en los alrededores y el cementerio es donde reposan algunos de sus familiares cercanos. En sus inicios, el camposanto —ubicado en la Ciudad de Guatemala— era un lugar de recreo: la gente recogía bellotas que caían de los árboles altos. Varios años después, se camina con el corazón en la mano: se teme a los vivos y se arman historias de brujería, mientras se escuchan llantos y quejidos entre los montículos de tierra, algunos marcados con cruces.

Aquí, el descanso y el miedo van de la mano, no sin razón: aquí, hay una búsqueda siempre pendiente: la de los nombres. La Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG) ha exhumado más de mil seiscientos cuerpos en este cementerio, con el propósito de identificar los restos, la mayoría de los cuales corresponden a víctimas del conflicto armado guatemalteco. Este conflicto, que se extendió entre 1960 y 1996, dejó más de 200 mil muertos y desaparecidos, en su mayoría indígenas mayas, en una de las guerras internas más prolongadas y crueles de América Latina.
Un nombre para dar paz, para dar cierre, es uno de los objetivos de la admirable labor de la FAFG, liderada por Fredy Peccerelli. Buscan dar voz a quienes fueron silenciados. Sin embargo, de los 16 mil 870 cuerpos exhumados, solo 19 han sido identificados. Se mezclan en los osarios los restos de quienes no han sido nombrados con aquellos que ya deben desalojar el nicho, para evitar que el cementerio colapse. Los nombres siguen en el aire, en las corrientes del viento del camposanto.
Más adelante, en el Laboratorio de Antropología Forense, se lleva a cabo la tarea de precisión milimétrica de identificación de los huesos. En una mesa de mantel azul yace una osamenta de poco menos de un metro. Y, a su lado, la ropa con la cual fue sepultado, en fosa común, un niño de aproximadamente seis años. Sus placas aún no habían llegado a la fusión natural del crecimiento, su ropa se encontraba en condiciones marginales. Con técnicas de testimonios físicos y reconocimientos de ADN, se espera algún día poder entregar sus restos. Por ahora, es etiquetado con un número serial, una placa que lo diferencia entre el resto de osamentas. El proceso de identificación es largo, las familias tocan la puerta del laboratorio de vez en cuando. “¿Algún avance?”. Nada, o quizá algo. Y, tras años, eventualmente, la placa podría convertirse en algo más. Se deshecha la placa numérica, reemplazada por una nueva, que contiene un nombre. Y la placa amarillenta llena de números se mantiene como recuerdo en el laboratorio.

La búsqueda del nombre responde al llamado social, pero también a los llamados del alma. Para Rainer Maria Rilke, en sus Sonetos a Orfeo, nombrar era el acto propio de crear. El nominalismo de Ockham nos absuelve de los universales; abrazada a la tradición taoísta, con Ursula K. Le Guin vemos que no es el nombre dado, sino el nombre encontrado, el que abre las vías de la magia y la verdad.
En el caso de La Verbena, hay una espera: una lista larga de corazones en pausa cuya búsqueda no da frutos. ¿Qué es el nombre para aquellos que no tienen quién lo pronuncie, quién lo redacte, quién lo talle en un epitafio? Si el nombre es la verdad, ¿entonces solo los nombres que salen de mi boca lo son? No creo que el resto se pierda en la oralidad.
¿Qué pasa el día en que nuestro nombre no es evocado de forma material y oral? ¿Se pierde por siempre? No para Le Guin, que en el universo del archipiélago de Terramar plantea que el verdadero poder está en conocer el nombre verdadero, ese que no es el que nos fue dado al nacer, sino el que descubrimos tras una travesía larga, en furiosos mares, que nos persigue como una sombra necia y nos elude con picardía. El primer nombre nos es otorgado apenas para efectos prácticos: para rima, para llamarnos la atención al portarnos mal de niños, para dirigir un “te amo”, un “te extraño”, un “vuelve a casa”, un “¿dónde estás?”. El nombre se pierde entre memorias; ya no es una rígida palabra. Es color, es calor, es el olor particular que despedimos al sonrojarnos y al correr.
La labor de la FAFG permite a los seres queridos de aquellos que han formado parte de una cifra de desaparecidos encontrarse con quienes fueron consumidos por las sangrientas uñas y pistolas del conflicto. Permite crear rituales de cierre, de liberación y despedida. En el centro se realiza un detallado trabajo que utiliza tanto ADN como testimonios físicos, ropa, artículos periodísticos e identificadores personales para fungir como un puente entre la vida y la muerte, entre el llanto y el silencio.

Hay, también, nombres que persiguen un rostro. Los afiches en las paredes que cercan el camposanto se titulan con un “¿Dónde estás?”, y se configuran en un mosaico de preguntas sin respuesta, de rostros en blanco y negro. Un rostro que no cede ante el tiempo, un nombre que busca lo material, lo orgánico. El tacto y el sonido ansían tocarse con la punta de los dedos. Es una convergencia de dos mundos, como sucede también en el espacio físico de La Verbena.
Vivian, mientras recorríamos los caminos del bosque sepulcral, me comentó que un fenómeno reciente ha sido la invasión del cementerio por parte de familias enteras que se asientan en los terrenos del camposanto. Los barrancos que rodeaban el lugar se han llenado de casas que se amontonan en los alrededores. Muchas familias incluso tienen granjas con animales dentro del complejo. Es la vida rodeando a la muerte. Y cuando se agita la violencia dentro del terreno, la muerte vuelve a asediar la vida, como uroboros. Parece que la única forma de sedarla es partirla, y dejar un lado para el mundo físico y otro para el mundo inmaterial.
Pero, ¿cómo se hace eso cuando hay tantas preguntas sin responder, tantos cabos por atar, tanto que los esfuerzos de los estudios realizados a través del reconocimiento por ADN no logran abarcar, por falta de fondos del Estado? Quizá hay que mirarlo con el mismo cristal de Le Guin. Quizá mi nombre no es más que esa rima, ese “La Ri” que se acomoda fácil en la boca para hacerme voltear. Llegará el día en que la persona que me dio mi nombre ya no podrá recordarlo, y “La Ri” no significará nada. Pero entonces —es entonces, quizá— cuando las flores cubran mi epitafio, o cuando cubran un lugar de reposo sin nombre y no dejen ver si alguien hizo algún garabato con pintura en spray. Mi nombre será flor, será pintura, será un color.
Caminar entre los nichos adornados, entre nombres y preguntas, nos susurra cariño y nos obliga a ver más allá de la fonética, de los nominalismos. Nos conmueve a escuchar el silencio.
Un nombre será una flor, y un “¿Dónde estás?” es un “te amo”.
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