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restaurantes
Crónica
Texto informativo con interpretación

La última croqueta del Rober

Nadie sabe cuántas quedan en el frigorífico del asador Zubikoetxea, pero sí que cuando se terminen no habrá más, pues Roberto, quien las hacía, murió a principios de verano durante un trayecto en moto

Asador Zubikoetxea de Lekeitio en Bizkaia

Nadie sabe cuántas croquetas quedan en la cámara frigorífica del asador Zubikoetxea porque Japitxi, el dueño del establecimiento, se niega a decirlo. Lo que sí se sabe es que cuando se terminen no habrá más, pues el que las hacía murió repentinamente a principios de verano durante un trayecto en moto. “Hay las que hay, y ya veremos a quién se las ponemos y qué hacemos con la última”, dice Japitxi con ojos vidriosos, en una rara exhibición de sentimientos por estas tierras tan poco dadas a la lágrima. Desde que murió Roberto, Japitxi no atiende ya a peticiones de croquetas, sino que las concede caprichosamente a quien le parezca digno de ellas. Si cae una en la mesa del cliente es por sorpresa, y créanme, impresiona comer algo preparado por las manos de un muerto, con la certeza de que el bocado que uno saborea es fruto de una receta que muere con él.

El Zubikoetxea —casa del puente en euskera— es un pequeño local de bancos corridos y mesas sin mantel, junto al viejo puente que cruza la bocana de la ría Lea y une los municipios vizcaínos de Mendexa y Lekeitio. Cuando era niño, el sitio no parecía tener nombre, sencillamente lo llamábamos el bar del puente. Al pasar por delante se escuchaba la Polla Records y se olía una densa nube de hachís, nuestras madres aceleraban el paso y nos agarraban fuertemente de la mano, evitando un cruce de miradas con ninguno de los melenudos que asomaban por la puerta de aquel antro que resultaba aterrador para el ya casi extinto veraneante burgués de Lekeitio, villa pintoresca que con sus elegantes palacetes blasonados fue otrora refugio de Isabel II y de la última emperatriz austrohúngara.

Aquel temido bar del puente cerró en algún momento de mi niñez, no se sabe si por combustión espontánea de sus parroquianos, por agotamiento de sus dueños o por una orden de Sanidad. Después pasó a ser casa okupada, orinada y grafiteada, y finalmente un edificio abandonado con ventanas cegadas, destino que compartió con otros edificios del pueblo que hoy experimentan una resurrección en un tiempo en que la juventud ha dejado de escuchar aquel Rock Radical Vasco que incitaba a la insurrección, para pasarse en masa a géneros culturalmente más peligrosos como el trap y el reguetón, que sustituyen las ganas de quemar cajeros con las de darse un revolcón en la playa. Es en esta nueva era amable en la que el bar del puente recibió una mano de pintura, se puso guapo y abrió sus puertas transformado en asador que perfuma con aroma de chuleta un rincón idílico sobre la ría.

Vista del puente de Isuntza, Lekeitio.

El menú del Zubi permanece inalterado desde su apertura, es parco en su oferta y observa con rigor la más estricta ortodoxia del asador vasco. Aquí no hay aperitivos creativos de la casa, ni se producen el tipo de sorpresas que en otros lugares anuncian precedidos por la fórmula “fuera-de-carta-hoy-tenemos”. Todo en el Zubi es reconfortantemente predecible, invariable y exacto en su ejecución. No hay más carta que la que está escrita en una tabla sobre la pared exterior: ensalada de tomate, chipirones a la brasa, alcachofa, croqueta, rape y chuleta. La vida es poco más. De postre una tarta de queso arcaica, último vestigio de lo que durante años entendimos por tarta de queso en esa edad de la inocencia donde aún la gente no fotografiaba postres con su móvil. Aquí la tarta es ese entrañable mazacote de queso filadelfia, base de galleta y cubierta de mermelada de fresa, al que basta con dar un bocado para viajar supersónicamente por la proustiana vía del recuerdo a una fiesta de cumpleaños de los años ochenta.

Menú del asador Zubikoetxea.

La carta de vino es binaria: el tinto es Luis Cañas o Villa Real —es decir, Rioja o Rioja—, hay un Rueda correcto, un txakoli estándar y un único vermú, Martini, el más común de todos para escarnio de los hipsters que van por el mundo pidiendo recetas locales de autor y vinos biológicos.

Se puede por tanto proclamar que el Zubi no tiene ni media gilipollez, logro insólito que hoy en día merecería algún tipo de reconocimiento en forma de placa. La única extravagancia que se permitió el Zubi fue la legendaria croqueta del difunto Roberto, que para ser exactos debiera tener otro nombre: croquetón sería más descriptivo, pues una unidad vale por tres croquetas estándar, y dado el carácter netamente euskaldun de la comarca, el uso de la k parecería mandatorio y hasta le confiere a este producto una contundencia que la c no tiene. Kroketon pues (en euskera no hay tilde), que podría también ser el nombre de un saurio gigantesco que amenaza a la humanidad, primo de Godzilla o titán escapado del Averno.

Este Kroketon era lo suficientemente denso y compacto para que al pasar por la freidora conservara sus ejes de simetría y tuviera una forma perfecta. La corteza exterior era de un ocre claro y cálido, tostado, con una superficie áspera, hecha de pan rallado de miga gruesa y crujiente. El interior tenía un color grisáceo de chuleta, y es una besamel que se hace con falda de ternera mechada. “Tener una croqueta tan llamativa es un reclamo para el cliente, hay gente que iba al Erkiaga o al Zubi por la croqueta, por eso yo le encargué tres mil para mis restaurantes y me mandó a la mierda, Roberto tampoco quería trabajar demasiado”, me explicó Ziki, un conocido hostelero de Bilbao al que le gusta escaparse a Lekeitio en verano. El Erkiaga es el otro bar de Lekeitio para el que Roberto, alma libre que no era empleado de nadie, hacía sus codiciados kroketones. A sus setenta y cinco años, y con la salud ya algo tocada, Roberto no ambicionaba expandirse, ser descubierto y celebrado por los foodies del mundo ni mucho menos escalar su producción en un obrador para hacer un imperio croquetero. Era vividor, fumaba y bebía vino con mayor disciplina de la que empleaba para tomarse las pastillas que le recetaban para sus achaques. No le hacía demasiado caso a su edad, cuando quería sentir el viento de la libertad en la cara se subía a su scooter y escapaba solo a los confines de la vascosfera, a veces hasta el lejano Goierri, recorriendo decenas de kilómetros por los retorcidos meandros de las carreteras comarcales. Cuando no hacía kroketones ni estaba recorriendo caminos, se sentaba en el banco de piedra del Zubi a contemplar la vida y a conversar con el personal. “Cuando le preguntabas qué tal, él respondía siempre distinto, decía ‘estupendamente mal’ o ‘fundamentalmente indiferente’ y cosas así. Hablaba muy bien, pero escribía mejor el cabrón del Rober, estaba todo el día escribiendo en ese rincón, nos dejó varios cuentos eróticos”, cuenta Japitxi.

Altar conmemorativo del Rober con sus escritos y su mechero, en el asador Zubikoetxea.

Muchos de sus manuscritos están dispersos en retazos de papeles que ha ido recopilando Txaber, el joven parrillero elorriarra del Zubi, para confeccionar con ellos un collage enmarcado a modo de altar conmemorativo. En el centro de este collage la foto del Rober, sentado en el banco de piedra a la puerta del asador con su bigotón y acariciando a la pitbull del Txaber, alrededor de la foto una maraña de escritos sobre papeles de diferentes colores, y sobre el marco del cuadro un mechero pegado junto a una nota que dice:

“Me cago en lo más profundo de las miserias del género humano.

¿Sería poco pedirles que se quemaran en el fuego eterno?

-Para los ladrones de mecheros.”

“Siempre se los robábamos”, me explica Txaber, que ha colgado este cuadro en la pared de la que sale la pequeña barra del asador y me lo muestra orgulloso mientras fuma un cigarrillo prácticamente desnudo, enfundado en unos mínimos shorts y exhibiendo múltiples tatuajes de princesas guerreras, yelmos medievales, naipes y pitbulls. Él y sus compañeros hacen la mise en place con el torso al aire y a ritmo de un atronador tecno maquinero, que me devuelve al recuerdo de un lejano amanecer en el parking de una macrodiscoteca de extrarradio. “Esta es la música que hay que poner para arrancar, hay que empezar muy arriba que el día es largo”, dice el parrillero. Cuando llegan los clientes suelen poner una lista de clásicos del rock español de los ochenta y los noventa, Loquillo, Los Secretos, Nacha Pop. Suena incluso aquel hit de Los Nikis que años después resignificó lo más chusco de la derecha española, El imperio contraataca, himno que jamás creí escuchar por megafonía en la comarca de Lea-Artibai sin que nadie pestañee. “Es que la música de esa época era la buena”, aclara Japitxi cuando le pregunto por la playlist. Hace años, algún guardián de las esencias habría promulgado una fatwa para quien pinchara algo así, pero hoy en día en Lekeitio hasta han abierto con gran éxito una taberna que se llama Triana, donde se sirve salmorejo y hay retratos de Manolete en la pared. El sitio tiene para los autóctonos el encanto exótico y lejano que pueda tener un restaurante georgiano en Madrid. Algo ha cambiado en todos estos años. Txaber me aclaró una noche, después de vapulearme al mus por enésima vez, que él no se siente español y que es cien por cien independentista como la mayoría de jóvenes de la comarca, pero la prueba de que estamos en otro momento de la historia, es que alguien como él y alguien como yo —cuya familia tuvo que dejar de veranear aquí por amenazas— se sientan a cenar, ríen jugando a cartas y se bajan juntos un whisky hablando de lo que de verdad nos une: la cría de jilgueros para el canto, los lances del mus, la pesca del chicharro con aparejo y el destino de las croquetas del Rober que esconden en la cámara.

“Cuando nos tomemos las últimas, sacaremos la croqueta de la carta y por respeto al Rober nunca más se volverán a hacer: esta croqueta se muere con él… y ojo que aún queda relleno para hacer unas cuantas", declara con solemnidad mientras me sirve el Macallan que esconden para cuando los clientes se han marchado.

Cuando le conté a mi abuela de 91 años, natural de Lekeitio y clienta asidua del asador, la idea de Txaber de borrar para siempre la croqueta del menú, dio un golpe en la mesa y dijo que eso era una auténtica mamarrachada: “Lo que tenían que hacer es cambiar el menú y donde dice kroketa, que diga ‘la kroketa de Roberto’. Ese sería el homenaje más bonito”.

En la última partida de mus, que Txaber volvió a ganarme inmisericordemente, le trasladé la opinión de mi abuela, y Txaber se mantuvo firme: “Los cojones voy a tener yo allí escrito en la pared ‘la croqueta del Rober’ todos los días, para que me dé la llorera cada vez que vea su nombre ahí… y luego encima tener que explicar a todo el mundo quién era el Rober cuando lean ‘la croqueta del Rober’, que es como la horterada esa de poner ‘las croquetas de la abuela’, y qué hostias van a saber ellos jamás cómo era el Rober… no, yo por ahí no paso, la croqueta se va", contesta mientras aprieta a su pitbull contra su torso tatuado.

Japitxi, que jugaba de pareja mía, termina de servir lo que queda de Macallan después de la derrota y revela por fin lo que harán con la última croqueta: “La vamos a sacar en una cajita, como si fuera el entierro de la sardina, y nos vamos a ir de poteo con ella por el pueblo, la vamos a llevar a todos los bares, empezando por el Erkiaga y hasta el Talako, y cuando lleguemos a la Atala, la tiraremos al mar con un funeral digno de ella”.

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