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Columna
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Tienen un 3,2 en TripAdvisor, pero son el futuro de la hostelería de este país

La media española de las calificaciones de restaurantes es de 4,24

Maria Nicolau
Maria Nicolau

Estoy apurando el café en un chiringuito cualquiera, en un pueblecito costero parecido a tantos otros de esos que en invierno se repliegan sobre sí mismos y en verano se abren como un cazo de berberechos al vapor.

No es éste un restaurante especialmente bonito. Está en la primera línea de mar, sí, pero es una de esas peceras de cristal y aluminio frías, construidas en los ochenta, a la que se llega a través de un paso subterráneo que huele a orín, y está tan pegado a las vías del tren que, cuando éste pasa, puedes sentirlo resoplar en la nuca mientras terminas la paella. Tampoco se puede decir que su comida sea algo memorable. La bandeja de morralla frita y la copa de vino blanco que me acabo de tomar no son ni más ni menos de lo que una espera cuando los pide, pero no le cambiarán la vida a nadie.

Cuando escribo estas líneas, tiene una puntuación de 3,2 en TripAdvisor y de 3,9 en Google Maps. El sentimiento imperante en los tiempos que corren es de considerar que un restaurante es bueno si tiene más de un 4,6 sobre 5. Para poner el dato en contexto, la media española de las calificaciones de restaurantes es de 4,24. Un país que valora la restauración que tenemos con un notable y da un 3,2 a este chiringuito es un país corto de vista al que se le escapan cuestiones importantes.

Me explico.

He entrado en este restaurante porque es el único que me quedaba a tiro, para comer algo decente y sencillo en la hora escasa que tengo disponible entre compromisos y, en este lapso de tiempo, no sólo ha cumplido, sino que he visto trabajar un jefe de sala que me ha devuelto la fe en el futuro del oficio.

Por lo que veo, el equipo de sala hoy lo forman cinco chavales, todos hombres ya hechos y derechos, de entre treinta y cuarenta y cinco años, uniformados con polo y pantalones negros más o menos largos, y me jugaría la mano izquierda, sin miedo a perderla, a que ninguno de ellos tiene demasiada experiencia como camarero, y a que ésta es su primera temporada en este chiringuito en concreto.

El jefe de sala es el único que no viste de negro. Desde la barra, que hace de centro de operaciones, él observa, concentradísimo. Toma decisiones serenas y firmes, da indicaciones concretas, resuelve dudas y responde “sí, esto es cosa mía de ayer. Lo siento”, cuando uno de los chavales le pregunta: “¿Por qué la catorce está reservada dos veces, jefe?”. Habla con voz muy suave, pero sólida, y frases cortas: “quédate con el rango que va de la 12 a la 20, y que éstos (señala con la mirada la pareja que acaba de llegar) se los quede Fer”. “Vale, voy”, le responde el chico. Y sale disparado al instante a hacer exactamente lo que le han dicho.

Los cinco están completamente inmersos en la vorágine de envolver tenedores y cuchillos con servilletas de papel, montar mesas, llevar bandejas y botellas de un lado para otro, repasar copas con trapos de algodón y decir “buenos días” y “bienvenidos” con una sonrisa. Titubean, se miran entre ellos cuando dudan, y acuden al jefe para confirmar cada paso. Todos hacen el esfuerzo de hablarme en catalán, porque es la lengua en la que yo me dirijo a ellos. Todos muestran, en los dientes, en el cuello y en las pantorrillas, las marcas propias de una vida con baches y una historia de amor con final más o menos feliz con las drogas, pero a todos les importa mucho el trabajo que están haciendo. No hay nada más fácil de detectar en el mundo que un camarero pasota. Ninguno de ellos lo es.

Desde la barra, el chaval que acaba de recibir instrucciones sobre las mesas que van de la 12 a la 20 pega un grito para alertar a su compañero, que en la otra punta del comedor está a punto de sentar a un grupo de clientes a la mesa equivocada. “Sssht. No grites”, le dice al momento el jefe, posándole la mano en el hombro. El chico baja la voz al instante y hace ademán de echar correr, sala a través. “No corras”, añade ahora, con suavidad, el jefe. Su paciencia es la de las madres leonas con sus cachorros. Tiene los huevos pelados de hacer lo que está haciendo. Lo ha hecho miles de veces, un año tras otro. Sabe. Le gusta. Respeta y lo respetan. Cuando los tenga enseñados, se marcharán, y le tocará volver a empezar con otros. Y así, cada temporada. Es un mastín del Pirineo.

Este restaurante de 3,2 en la escala de TripAdvisor forma con paciencia, oficio y sacrificio al mejor plantel de camareros de chiringuito del país. Como él, hay miles. Sus jefes cargan con la responsabilidad de levantar el negocio y, a la vez, han dado a medio mundo ese trabajillo extra de verano que te permite pagarte un viaje a Ibiza en septiembre o comprarte la moto. Es más: muchos de los que nos hemos dedicado a esto, en su día empezamos en sitios así, aunque en el currículum, al final, sólo consten nombres de restaurantes con más pompa.

Desde aquí, gracias. Que tengan una temporada fantástica.

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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.
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