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RELATOS
Tribuna
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Un amor de verano de... Sara Torres: ‘Pan con aceite, siesta a las seis’

La escritora retrata a una pareja que se conoce lo suficiente para que el despertar de a dos resulte familiar, aunque no deje de ocurrir sin asombro

Amores de verano Sara Torres

Abrir la mano y tocar. Abrir la boca y llenarla. Que un sí, suave y firme, rodease la petición. Tener sueño y caer dormida. Despertar un instante y dormir de nuevo dentro de unos brazos, sobre un pecho, sábanas. Las voces de los adultos charlando durante la cena mientras la niña se acurruca en el sofá, su nariz escondida entre los cojines. Hundir los pies en la arena mojada caminando tras las huellas de gaviotas. Tras las huellas de un perro que salta brincos sin correa a una distancia prudencial de la espuma blanca que hacen las olas. Mover la mano y alcanzar. Acercar la boca y llenarla de dulce, de salado. De dulce, de fresquito, de burbujas. Ir con mamá a la playa. Mamá comiendo un bocadillo en bañador. Calor, arena y sal en la cara interior de los muslos que rozan entre sí caminando lentamente hacia mamá que come un bocadillo en bañador.

Una niña es llamada por su nombre. La llama una voz tranquila, sonriente: “Vamos, coge la toalla, ha salido el sol”.

Reposar justo a tu lado, un poco encima o un poco debajo, ésta es la arquitectura simple del calor. Se despliega un deseo tantos años cobijado, un anhelo. Estamos quedándonos aquí, cerca del agua. Pensé: un regalo demasiado bueno, como un milagro. Mover la boca y besar. La mano se mueve y acaricia la cintura morena. Las pecas sobre la nariz y hacia los pómulos. Un sí meloso y firme que rodea la petición sin que ésta llegue a ser formulada. Pan con aceite. Siesta a las seis. Azulejos de cerámica con la flor de loto. Los platos en el fregadero. Un lugar cerca de la alegría de un cuerpo hermoso.

Nada se perdió con la infancia, todo fue recuperado.

Es un martes 14 de julio, tomarán el desayuno en la azotea de una casa blanca, donde el sol calienta y ciega ya antes de mediodía. Sobre la mesa un café, una tostada, un libro frente a cada una de ellas. Hace unos minutos sonó el despertador y amanecieron de golpe a la presencia del cuerpo de la otra. Se conocen lo suficiente para que el despertar de a dos resulte familiar, pero no deja de ocurrir sin asombro. La luz entre las contraventanas de madera descubre la piel oscura del verano, y la mirada que se abre en el eje de entre almohadones encuentra en su camino ondas de pelo desparramado, la llanura de una frente, labios gruesos con un poco de saliva seca de la noche.

¿Cómo era amanecer de niña en verano? Nada distinto en esa suavidad que la vida de hoy consigue preservar, como si hacia la sensibilidad de la infancia guardase un profundo respeto. El espectro del olor, la blandura, la voracidad del tacto que insiste sobre las formas curvas que le dan placer. La sensibilidad es la de siempre, pero acompaña un sentido de realidad que recuerda a una victoria, un triunfo del presente sobre la posibilidad de una vida más triste, más sola, menos tierna. Ahí están los muslos, ahí una parcela de algodón con flores bordadas. Rueda los dedos desde la cumbre y caen con su peso rozando la piel de la amante, caen pesados dibujando el arco de una saeta que en su camino hacia el suelo encuentra la ruta de vuelta, y ella la toca, la acaricia, vuelve a insistir.

En la azotea ellas se besan frente al desayuno, es un beso de bocas lentas, demasiado material como para no revolver la atención a su alrededor. Nunca sabrán qué pensaron al verlas las dos madres con sus hijos adolescentes que se hospedaban en el mismo alojamiento. Qué sintió Cecilia mientras preparaba el café. A los sentidos de las otras, la mañana de aquellas dos chicas es distinta a una mañana “normal”. Tal vez no cause escándalo ni aversión, pero cómo decir que algo en ellas, en la realidad que traen al paisaje común, obliga a mirar o a quitar la mirada, carga el aire compartido y lo hace denso, propone sin hablar una pregunta sobre la vida, sobre el deseo.

“Una pareja de enamorados toma el desayuno en una casa de huéspedes”, esta es la fantasía, pero la escena adquiere matices distintos si las amantes son ellas. En la arquitectura secreta del relato antiguo, que reconocemos sin saber, la mañana de los amantes es un signo que contiene esencialmente la noche, que señala esencialmente el cuerpo, un cuerpo muy específico: sexual, relacional, anudado. Porque aquí y ahora la visibilidad está permitida sin mayor castigo, los cuerpos de ellas actúan en el escenario social sentidos antiguos abiertos a fugas nuevas, contradicciones, interrogantes. Ellas recrean la fantasía “una pareja de enamorados toma el desayuno”, pero sus gestos erosionan la historia antigua en una variación tan delicada e imponente que podría llamarse nacimiento.

En la hora última de los días de verano

el más dulce galán

es un galán de noche

es una dama

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