Un amor de verano de... Leila Guerriero: ‘Las decisiones’
La periodista y escritora recuerda una de esas despedidas en las que se decía adiós con la sensación de no volver a ver a alguien. Sin internet ni teléfonos móviles, comunicarse era difícil


Yo no era muy impresionable, y no me impresionó. Acababa de llegar a un hotel del trópico después de un vuelo largo —había hecho algo que nunca volví a hacer: comprar un “paquete turístico” con una oferta imposible de rechazar para alguien que, como yo, tenía una asignación de estudiante universitaria—, y cuando se acercó, me dio fuego sin que yo se lo pidiera, me dijo con acento español: “Todos los fuegos el fuego”, e hizo las típicas preguntas —“¿Dónde vives, hasta cuándo te quedas?”—, pensé: “Qué pesado”. En verdad, no recuerdo exactamente qué pensé porque han transcurrido décadas desde entonces, pero debe haber sido algo de ese orden porque sí sé que me escurrí hacia la recepción, me registré, fui a mi cuarto —enorme, casi lujoso—, me puse el traje de baño y corrí a la playa rogando que aquel hombre no me encontrara.
Había pasado unos minutos tumbada en la arena cuando entendí que mi estrategia no había sido eficaz: con un pañuelo anudado a la cabeza, una toalla ridícula color verde furioso y la maquinaria de conquista funcionando a toda marcha, apareció otra vez. Extendió la toalla junto a mí, me ofreció la mitad. Yo fluctuaba entre “Este tipo me está arruinando las vacaciones” y “Qué gracioso es”. Porque me hacía reír. Mucho. No sé qué plan grupal había esa noche, pero lo abandoné para ir a una disco con él. Nos contamos las cosas que uno se cuenta en esas circunstancias. Yo: nacida en ciudad chica, mudada a ciudad enorme, estudiante, quería vivir para la escritura y no sabía cómo. Él: ladrón, contrabandista, viajero, ahora habitante de un país rico en el que no había nacido y donde había montado una empresa de equipamiento médico con la que ganaba una fortuna. Dudé de ese prontuario que dibujaba un tópico: un hombre que había conocido el bajo fondo, que ahora hablaba cinco idiomas y conocía los mejores restaurantes de Europa. Pero hubo evidencias de que al menos parte de ese prontuario era verdad. Nuestras hormonas empezaron a embestirse como meteoritos. Esa noche, y todas las que siguieron, casi no durmió: me miró dormir porque era insomne.
Días más tarde, mi grupo tenía que partir hacia otra ciudad. No se me ocurrió cambiar los planes para acoplarme a los de él, que eran otros. Nos despedimos como si no fuéramos a volver a vernos. Recuerdo cierto desgarro que enfrenté con rudeza, sin hacerme caso, y subí al bus. Habíamos avanzado unos kilómetros cuando escuché bocinazos insistentes. Un auto nos seguía. Él, asomado a la ventanilla del acompañante, gritaba mi nombre y agitaba la toalla verde como un predicamento: voy tras tus pasos. El auto aceleró y lo perdí de vista. Mientras desarmaba la maleta en el hotel, golpearon a la puerta. Y ahí estaba. Me dijo en francés: “Estoy enfermo”. Extendió un ramo de flores, se tocó el corazón: “Me duele acá”. Era melodramático, divertido, curioso, arriesgado. Abandoné el grupo. Nos fuimos a zonas remotas. Demoramos menos de una semana en decirnos palabras enormes. Éramos víctimas propicias para un descalabro total. Una tarde entró en el baño mientras me duchaba, abrió un estuche y sacó una pulsera de oro que no sé dónde pudo haber comprado en ese sitio donde la mejor cena que se podía conseguir consistía en pescado frito. Poco después sobrevolábamos el mar en una avioneta agónica cuando me preguntó: “¿Te casarías conmigo?”. Me quedé muda. Pasó delante de mí, como un calvario, la posibilidad de una vida en su país adoptivo. Una casa hermosa, atardeceres frente al lago, mucha calma. Y la evidencia de que la escritura perecería poco a poco en ese sitio en el que dependería completamente de él —para entender el idioma, para comprar tomates, para conocer gente— hasta que todo ese romanticismo se transformara en un infierno agrio que terminaría aniquilándonos. No dije nada o, si dije algo, no lo recuerdo.
Nos despedimos una semana más tarde en el aeropuerto. Creí que no iba a sobrevivir. Al dolor: que no iba a sobrevivir. Ya en Buenos Aires no hablé con nadie y me sumergí en un sueño comatoso. A la mañana siguiente tocaron el timbre: “Florería”. Era un ramo de rosas blancas, un número impar, imperfecto: una rosa por cada uno de los días que habíamos pasado juntos. Demoré un mes en desarmar la maleta, como si fuera un cofre capaz de retener lo que había sucedido. Sin internet, sin teléfonos móviles, comunicarse era difícil. Había que contactar a una operadora que dos horas más tarde, si había suerte, establecía la llamada. Las tarifas eran imposibles, había que hablar corto. Nos escribíamos cartas, telegramas. Él vino algunas veces al cono sur y cada vez fue como había sido, esa sensación indómita de estar viviendo algo más grande que la vida. Cada tanto me hacía la pregunta: “¿Sigues pensando lo mismo?”. Sí: quería escribir, me parecía imposible abrirme paso en un país como aquel al que quería llevarme (aunque no se me escapaba que quizás su insistencia se resguardara en el hecho de que sabía que yo no iba a ir). Un día llamó por teléfono. Tenía planeado ir a una isla. Me preguntó: “¿Puedes venir?”. Me quedé callada. Dijo: “Ya no hacemos esas cosas, ¿verdad?”. Le dije: “No”. Y eso fue todo. Siguió la vida, y fue una vida buena.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
