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UN AMOR DE VERANO
Tribuna
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Querer a un segundo hijo

El guionista Eduard Sola plantea la sensación de haber agotado con la primogénita todas las reservas de afecto

Un amor de verano de... Eduard Sola: ‘Querer a un segundo hijo’

Nació un día de primavera. Era un martes. Pesó poco más de dos kilos. La ginecóloga dijo que era pequeñito pero estaba sano y fuerte. Tenía los ojos claros, una capa de vello fino le cubría el cuerpo y se movía de una manera que emanaba toda la paz del mundo. Le pusieron Martí.

Los primeros días dormía mucho, muchísimo. Siempre pasa con los bebés. Nacen cansados de nacer, agotados tras el esfuerzo de entregarse a la vida. Luego, ya con energías renovadas, olvidan cómo dormir. Y luego, más tarde, años más tarde incluso, lo aprenden de nuevo. Aprenden a dormir como aprenden a comer, a andar, a hablar y la tabla del siete (la más difícil sin lugar a dudas). Al final, lo aprenden todo. Pero al principio es siempre una sorpresa que no sepan de nada.

Para Pablo y Berta esa sorpresa, sin embargo, no era mayúscula. No podían entregarse a ella del todo porque antes de Martí ya habían tenido una hija. A ella la habían llamado Alba. Cuando Martí llegó al mundo, Alba sabía dormir, comer, andar y hablar. Lo de la tabla del siete lo tenía pendiente. Con o sin tabla alguna, el caso es que cuando Pablo y Berta observaban a Martí dormir mucho en esos primeros días no cayeron en la trampa de pensar que era dormilón. Porque sabían que no tardaría en despertarse para, después, arruinar sus noches venideras. Sabían también otras muchas cosas. Sabían que para calmar un llanto basta con mirar por la ventana. Sabían que si algo cae al suelo y se recoge rápido sigue siendo comestible. Sabían que el mejor regalo es un túper con comida de abuela y el segundo mejor, un paquete de pañales. Sabían tantas cosas que olvidaron estar en shock ante la presencia de una nueva criatura en casa.

Con Alba el shock había sido mayúsculo. A Pablo le resuena todavía en las orejas el estallido del impacto a su llegada. Recuerda sentir que su vida había cambiado y que lo había hecho para siempre. Alba representó el fin del yo. Supuso, sin duda, el fin de un modo de vida, de una mirada para con la existencia, de una relación para con el mundo. Pablo se enamoró de Alba justo al verla. Las comadronas la pusieron sobre el pecho de su madre todavía con el cordón umbilical latiendo. Esa cría de humano se movía sobre el cuerpo de Berta como lo hacían el resto de crías de humano sobre sus respectivas madres, pero a Pablo le pareció que esa cría en concreto, esa que era la suya, era la mejor. La más guapa, la más lista, la más todo. Un escándalo.

Pero cuando llegó el segundo no hubo escándalo alguno. Martí fue recibido en casa con fiestas y vítores, con ilusión y alegría, pero ningún estallido resonó en ninguna oreja. Martí llegó un día de primavera y la vida continuó al día siguiente. Continuaron los juegos, las bañeras, los cuentos y las historias. Los cuidados hacia Martí fueron rutina desde el primer momento. Fueron cambiados sus pañales, fue alimentado debidamente, fue lavado con cariño. A pesar de la intachable entrega a esa diminuta persona hubo un día en el que Pablo se sintió el peor padre del mundo.

Acostó a Martí y mirándolo respirar calmadamente encima de la cama le invadió una inmensa sensación de culpabilidad. Pensó que no quería a esa cría de humano; que no la quería, al menos, como quería a Alba. Pensó entonces que podía disimular algunas semanas más, quizás unos meses, pero al final la gente se iba a dar cuenta de la farsa. O aún peor: Martí la notaría. Pablo se sentía fatal. Se sentía sucio, un impostor. ¡Una criaturita le pedía amor y él era incapaz de dárselo! ¿Acaso había agotado sus reservas de afecto con su hija mayor? ¿Acaso se había equivocado al decidir activa y conscientemente tener un segundo hijo? El horror invadió los pensamientos de Pablo. Tenía ganas de llorar, pero detuvo el llanto en los ojos. No podía permitirse ese lamento y bloqueó todo sentir. A falta del amor que él quería estar sintiendo se convirtió en un autómata de los cuidados.

Pasaron los días. Se sucedieron los pañales, las comidas y los lavados de Martí. Pablo perfeccionó su performance de buen padre. Disimulaba ante Berta. Mandaba fotos de la criatura a sus grupos de WhatsApp como si no pasara nada. Hablaba del bebé por doquier como si hacerlo no fuera parte del teatrillo que tenía montado. Le daba besos en sus diminutos pies como si de un padre al uso se tratara.

Y así, todavía sin saber cómo ni cuándo exactamente, Pablo empezó a enamorarse. No fue un clic, pasó lentamente, sin que ni nadie ni él mismo se diera cuenta. Dejó el personaje que se había creado poco a poco. El día que Martí se cayó de la cama Pablo se quitó los guantes del disfraz. Cuando el niño chapoteó en la piscina se le cayó el traje. Aquel día que rio por vez primera Pablo se deshizo de la máscara. Y resulta que debajo de ese disfraz de padre que quiere a su hijo, casualmente, había un padre que quería a su hijo.

Y entonces lloró. Lloró viendo a Martí dormido en su regazo. Lloró de amor, como ningún autómata podría. Habían pasado algunos meses desde que su segundo hijo llegó al mundo. La primavera había quedado atrás. Los días eran más largos, hacía más calor, las tormentas de media tarde eran ahora bienvenidas. Era verano. Pablo recuerda todavía ese verano en el que se enamoró de su hijo. Fue en ese verano en el que supo que esa cría de humano llamada Martí, esa cría en concreto, esa que era la suya, era la mejor. La más guapa, la más lista, la más todo. La más todo igual y exactamente como su hermana. Igual y distinta a su vez. Fue un día de camino a la playa cuando Pablo descubrió que el querer que tenía para dar no se había agotado, que tenía muchísimo más por regalar, que sus hijos no gastaban el amor que tenía sino que lo creaban. Lo generaban a capazos. A kilos. A toneladas.

Con esas toneladas de afectos encima Pablo continuó con más juegos, bañeras, cuentos e historias. Tiempo después, entre esas historias que explicaba, contó la de aquel verano a Berta y sus dos hijos. Las criaturas eran todavía criaturas pero sabían ya la tabla del siete de memoria. Al acabar, Pablo esperaba una sentencia, un juicio moral. Le pidieron otra historia. Aquella les había parecido una auténtica chorrada.

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