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RELATOS
Tribuna
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Un amor de verano de... Juan Diego Botto: ‘Despedidas de película’

El actor y director recuerda la primera vez que sintió la certeza de haber encontrado a la mujer más hermosa del mundo

AMOR Juan Diego Botto

El sabor del verano se dejaba sentir en la sierra de Madrid donde Jaime Chávarri rodaba su película El río de oro.

Yo tenía 10 años y me hospedaba en el Parador. Por aquella época amanecer todos los días en un hotel y desayunar en la cafetería unas tostadas que recuerdo gigantescas era para mí algo absolutamente extraordinario. Aún hoy al pensar en un desayuno perfecto me asalta el recuerdo de aquellas rebanadas inmensas de pan con mantequilla y mermelada. El patio central del hotel llevaba a una mesa de pin pon que había cerca de la piscina. La mezcla de protector solar, cloro y el plástico barato de los balones hinchables sigue siendo el aroma definitivo del verano.

Me es imposible decir si por aquella época los rodajes se prolongaban durante mucho más tiempo que ahora. Quizá, como decía la abuela de Aureliano Buendía, sea simplemente que “Ahora los días los hacen más cortos”. Sea como fuere, en mi recuerdo aquella película duró un pedazo de infancia.

En el centro de la trama había una historia de amor que estaba protagonizada por Ángela Molina y Bruno Ganz. Quizá dos de los mejores intérpretes europeos de todos los tiempos. Mi personaje era uno de los tres hijos de Ángela Molina. No habían transcurrido ni dos semanas de filmación cuando yo ya tenía una certeza rotunda, una certeza como las que solo se tienen a los 10 años: Ángela Molina era la mujer más hermosa que existía y había existido en la tierra y yo estaba absolutamente enamorado de ella.

Sin duda era perfectamente consciente del pequeño inconveniente que debía atravesar mi amor: Ella tenía 30 años y yo 10. Durante semanas di vueltas a aquella cuestión como quien trata de resolver un profundo dilema filosófico o una encrucijada matemática; “Sí, es cierto, sabios que me precedieron no pudieron resolver este problema, pero quizá, si lo pienso mucho llegaré a encontrar una solución”.

Supongo que la fantasía era crecer unos pocos años y presentarme ante ella para dar curso a nuestro amor. Realmente no estaba muy dibujado el futuro, no tenía un plan ni una expectativa clara. Todo se emborronaba por el deseo de ser mirado por aquella mujer extremadamente bella y extremadamente sensible.

Pero en honor a la verdad Ángela no fue mi única fuente de admiración aquel verano. Uno de los últimos días de rodaje anunciaron que Bruno Ganz terminaba la película. El equipo rompió en aplausos y le felicitaron por el trabajo. Yo me acerqué a él para decirle adiós y sin saber por qué me puse a llorar. Bruno me cogió en brazos, me sentó a su lado y me contó una preciosa historia sobre el cine y las despedidas. Una historia llena de baches y huecos provocados por mi pobre inglés y su acento alemán. Pero yo completé y rellené los huecos y los baches con lo que pensaba que me quería decir y así se ha mantenido la historia en mi mente hasta el día de hoy. Bruno Ganz era un actor metódico, profundo, de mirada herida y talento infinito. Me regaló el sombrero que llevaba y alguien sacó una foto. Foto y sombrero están aún hoy en una estantería en el salón de mi casa.

Supongo que algún psicoanalista podría decir que no hace falta ser un genio para analizar la historia de un niño de diez años que se enamora de la actriz que hace de su madre y se fascina por la figura masculina central de la película. Máxime si ese mismo niño arrastra la ausencia de un padre que quedó en las sombras de la dictadura argentina.

Sin embargo se equivocarían porque más allá de lo maravillosos que son y fueron Ángela y Bruno hace poco caí en la cuenta de que mi verdadero enamoramiento aquel verano fue otro: el cine.

Mi historia de amor fue con ese espacio mágico donde los roles son cambiantes y uno puede encarnar muchas almas y muchas vidas. Donde la magia existe, el tiempo se dilata y podemos narrar secretos ocultos del corazón humano y del mundo en que vivimos. Esa historia de amor se mantiene viva hasta el día de hoy con la misma intensidad que el aroma perfecto de las tostadas del desayuno de aquella infancia.

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