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RELATOS
Tribuna
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Un amor de verano de... Gabriel Rufián: ‘Orgullo y mercurio’

El portavoz de ERC en el Congreso abre con un relato la serie ‘Amores de Verano’

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Cerró los ojos y por los tapices húmedos de sus párpados circularon recuerdos.

En el río. Ella con el pelo suelto, mojado y pegado a la espalda. Tan largo que se mece en un agua estancada como el plomo. Sale, se lo recoge y lo retuerce entre sus manos dejando una espiral de gotas a su alrededor. Omoplatos afilados como alas. Se estira con los ojos cerrados y el sol traza lingotes de luz en ella y la poza. A poniente, una docena de garzas surcan el cielo como bengalas disparadas contra montañas peladas. Firmamento mellado. Hay tanto silencio que él oye su corazón bombear sangre por todos los pasadizos de su cuerpo mientras la mira.

En el prado. Ellos sentados con las piernas formando tijeras. Agujas de pino en la tierra. Comen higos en cuencos de hojalata, chupándose los dedos y secándoselos en las piernas. Sobre sus cabezas el cielo cambia de violeta a ébano mientras esparce estrellas ya muertas como agujeros en un dibujo punzado. A lo lejos, una tormenta azul enciende y apaga relámpagos retorcidos en la orilla del mundo. El viento remueve su pelo y su ropa. Ella le habla de la Vía Láctea, de Casiopea y de la Osa Mayor como un día su abuelo le habló. Un trueno suena como la tos de un Dios. Él se sopla las manos. Ella extiende sus brazos al frente como si sostuviera una caja con un regalo invisible. Se abrazan. Se besan. Quietos como dos flores en una campana de cristal. Una cortina de lluvia cae sobre ellos. Embestidas de calor les percuten por dentro.

En el pueblo. Un llano interminable repleto de casas con rejas y huertas hechas a golpes alrededor de una Iglesia blanca y un castillo roto. Arcilla, sillas de esparto y polvo al sol del verano. Cepas muertas y olivos vivos. Franjas y franjas de olivos en fila como cristos colgados. Madera retorcida que sale de la tierra como las venas de un gigante viejo. Ellos pasean de la mano sin saber a quién le suda más. La tarde se sacude el sufrimiento del sol de mediodía y huele a tierra seca. Para entonces ya saben cuántos besos miden sus cuerpos. Se oyen liebres pataleando y perdices embuchando. Ella mira hacia el cielo limpio y él repasa su cara de lado a lado. Se paran frente a la iglesia. La luz del crepúsculo hace que parezca un horno encendido. Ella le pregunta que si ha leído la Biblia. Él le dice que no porque es mentira. Todos los libros lo son, contesta ella.

En el monte. Miran la proximidad de la noche en un cielo cada vez más rojo hasta que aparece Venus con un enjambre de estrellas detrás. Una hoguera repleta de jirones de fuego lanza chispas a una oscuridad que se las come. Hablan hasta que la última mondadura de la luna cuelga sobre las montañas. Asegúrate de que lo que quieres ahora es más grande que las decepciones que vendrán, le dice ella. Él bebe y se ríe mientras el agua le chorrea por la mandíbula y el gaznate. La mira. Te querré toda la vida, le dice. Sus ojos brillan como destellos de navajas. Se despiertan con un sol inclemente circundando la tierra. Todo está lleno de flores que se cierran con la luna y que se abren con el sol. Se restriegan la cara con las manos y se rascan los párpados con las puntas de los dedos aspirando el olor del otro.

En la casa. Ella en el salón termina de fumar y aplasta el cigarrillo como a un bicho. Una media luna cuelga de una ventana abierta. Parece un ojo enrabiado. Ella no quiere ser el rato que sobra. Él no sabe querer de otra forma. Están los dos despiertos porque todo cuanto soportan de día es todo cuanto no pueden soportar de noche. Suena la puerta. Millones de estrellas se escurren por los confines del mundo y en el centro los primeros dedos del alba asoman por el firmamento. La brisa menea telarañas del techo. Él la ve pasar por el portón del corral en el que deambulan una docena de gallinas. Centenares de gorriones pían ya como locos desde tejas melladas. Soñará casi todos los días hasta hoy con otro final. Las cosas podían haber sucedido de otra forma y sin embargo sucedieron así. El orgullo es un hueso invisible que mantiene la mirada erguida y el corazón helado. Un mundo con millones de años y millones de personas cometiendo el mismo error. Aquel día el sol comenzó a despedirse como una fragua se apaga. Ellos y el verano se escurrieron como mercurio entre las manos.

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