Cosas que recordar de las vacaciones sin hacer nada
El músico y productor Frank T. se remonta a los estíos sin salir del barrio, con los ‘flax’ a cinco pesetas y las canciones de los ochenta

Aún sigo preguntándome por qué el verano de 1984 fue tan especial, ¡si no hice nada! Ni siquiera salí de Torrejón de Ardoz. Es más, apenas salí de mi barrio. Mi madre, que en estos momentos disfruta de su tan merecida jubilación, había empezado a trabajar en una modesta empresa de limpieza y hacía malabarismos con el sueldo. Le llegaba para dar de comer a sus seis hijos —yo soy el mayor— pero no para que pudiéramos irnos de vacaciones aunque fuera un fin de semana de pícnic a cualquier sitio cercano. Tampoco le llegaba para que todos pudiéramos comernos algún helado de los que salían en los carteles que decoraban los quioscos y bares. Aquel fue el primer verano en el que salió a la venta el Calippo, pero bastante teníamos con el Burmar Flax, que costaba cinco pesetas y bien ricos y fresquitos que estaban. Pero lo más importante es que a mi madre apenas le llegaba para pagar las cuotas mensuales de un piso del que, meses después, nos acabarían desahuciando.
Volvamos a cuando aún era verano. Tenía 11 años y ya había pegado un buen estirón, aparentaba tener al menos 13 o 14 años. Mi quinto de E.G.B. había sido el punto de inflexión en mi fracaso escolar: me quedaba la asignatura de Ciencias Sociales para examinarme en septiembre, por lo que parte de julio y agosto me los iba a pasar estudiando aquel libro de portada azul entre cuatro paredes. Sin embargo, la perspectiva de lo que ofrecen las vacaciones escolares a esa edad es tan especial que ante un panorama relativamente desolador todo podía parecer maravilloso. Porque, además, yo ya tenía conmigo la música.
A diferencia de mis amigos de entonces, me acompañó en aquellos días una prematura obsesión por el cuarto arte. Todavía no notaba la ambición por aprender a tocar algún instrumento o por componer pero sentía las canciones que escuchaba, aún sin entender la letra. Entraban en mi mente y ya no salían. Las disfrutaba tanto que me acompañan cada segundo de mi vida desde aquel verano del 84. Radio Ga Ga, de Queen, y Wouldn’t It Be Good, de Nik Kershaw, fueron las canciones de los últimos días del curso. Las que ahora me recuerdan a la final de la liga de fútbol sala de alevines, que jugué con el equipo del colegio, Gabriel y Galán. All Night Long, de Lionel Richie, me lleva a mi madre recogiendo la casa cantando el pegadizo estribillo de la canción. The Reflex, de Duran Duran; Boys Do Fall in Love, de Robin Gibb; You Take Me Up, de Thompson Twins… Era un niño descubriendo un universo musical con horas y horas para disfrutarlo.
Las canciones iban a empezar a grabarse como banda sonora de momentos especiales de mi vida. Aquel verano estaba también el fútbol. Veníamos de celebrar dos años antes el Mundial y andábamos obsesionados con álbumes con las historias y fotos de cada selección y con cromos de Panini. Aquel verano conseguí tener el álbum de la Eurocopa, celebrada en Francia, y que para mí son recuerdos de partidos en una tele en blanco y negro mientras escuchaba To France, de Mike Oldfield, y 99 Luftballons, de Nena.
Estaban la música y el fútbol, y estaban las chicas. Una chica. Meses antes de la llegada del verano la había visto correr para llegar a otro colegio cercano y experimenté ese sentimiento universal de tener la certeza de que acabas de encontrar a la persona más guapa del mundo. Llegó el flechazo, su cara quedó grabada en mi mente como me ocurría con las canciones que me fascinaban. La máxima ilusión a esas alturas era poder encontrarme con ella solo para mirarla. Decirle algo era un paso inimaginable.
No volví a cruzarme con ella hasta que llegaron las vacaciones y Cupido —o la causalidad— hicieron que aquella chica rubia de pelo largo resultara ser prima hermana de una niña del barrio, a la que visitaba de vez en cuando. No sé cómo me acerqué ni qué le dije, pero su respuesta la recuerdo perfectamente: “Pues yo tengo 12 y sigo jugando con prima pequeña”. Fue la única frase que me dirigió, siguió jugando e ignorándome por completo, pero yo me fui contento porque me dijo… algo. Nuestro siguiente encuentro sería un año después, con algún acercamiento más por mi parte y rechazo total por suya. Ahí se acabó el amor, aunque la vida nos haría tiempo después amigos.
El único amor que sí fue correspondido fue el de los días alargados hasta el anochecer jugando con mis amigos, al fútbol, a correr o simplemente haciendo nada, con canciones que no dejaban de sonar en mi mente. Eran los veranos escolares de no hacer nada, tan repletos de todo. Y con la música ya conmigo, para siempre.
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