Morir enamorados en verano
Dos octogenarios se ahogaron juntos: a él le dio un infarto y ella solo trataba de salvarlo. La periodista y escritora Margaryta Yakovenko recrea un diálogo al hilo de un artículo sobre la pareja


El acristalado comedor donde se servía el desayuno cada mañana tenía todos los ventanales empañados de un rocío doméstico. Vapores de café caliente y sartenes sobre los que burbujeaba la mantequilla. Entré y barrí las mesas con la mirada. Él estaba sentado al fondo, cerca del ventanal por el que se veía el patio del hotel que emulaba un vergel, una selva de palmeras cocoteras y arbustos exóticos de los que asomaban flores coloridas como avestruces. Pasaba las páginas de un periódico sobre la mesa.
—No sabía que te gustasen los deportes, dije al acercarme.
—¿Qué?
—Que has empezado el periódico por atrás.
—Ah —dijo—, no quería empezar el día con la guerra.
—¿Con cuál?
—No lo sé. Afganistán o Palestina o Somalia. Siempre hay una.
El café humeaba en la taza.
—Oye, ¿viste la mariposa de la puerta?
—¿Qué mariposa?
—No lo sé, una mariposa grande, negra, rígida en el suelo.
—¿Muerta?
—Eso creo.
—¿No lo has comprobado?
—Tampoco sabría hacerle la reanimación cardiopulmonar.
Se rio.
—No, en serio, era muy grande. ¿No la viste al salir de la habitación?
—Cuando salí no había nada.
Llamé al camarero, pedí café. El comedor estaba comenzando a llenarse con grupos de turistas noreuropeos jubilados que se sorprendían ante el menor exotismo caribeño. El poncho del camarero les parecía increíble, que hubiera maracuyá para desayunar al lado del beicon con huevos, también.
—Escucha esto —dijo, y empezó a leer en voz alta—: “Muere una pareja de octogenarios en una playa, tras sufrir él un infarto y tratar ella de rescatarlo del agua”.
—Qué dices, dije demasiado alto.
Él siguió leyendo:
—“Un hombre de 87 años se encontraba dentro del agua con problemas y su mujer, de 85, había entrado a rescatarlo y tampoco podía salir”. Bla, bla, bla.
—El último baño, la película, dije intentando hacer una broma.
—No los separó ni la muerte, dijo él sonriendo.
—¿Cuántos años llevaban casados?, pregunté.
—¿Importa?
—Hombre, no sé, le da puntos al asunto.
—Pon que llevaban juntos más de 50 años, se van a veranear al sitio en el que pasaron su luna de miel y de pronto se mueren los dos ante los ojos de sus nietos.
—Ella parece que no lo dudó ni un poco a la hora de ir a sacarlo del agua.
—Se estaba viendo que se iba a quedar sola y no le pareció nada bien.
—¿Tú crees?
—Hombre, no sé, si yo llevara casada 50 años, lo mismo preferiría morir primero.
—Y al marido que le den.
—Se habría muerto de pena.
—O no, a lo mejor habría dicho: esta es la mía.
Me reí.
—En mi edificio se murió el presidente de la comunidad y su mujer tardó un mes en aparecer con otro hombre.
—Vaya, estaba en la reserva.
—Eso pensamos todos los vecinos.
—Mientras haya vida, habrá felicidad.
—¿Qué?
—Guerra y paz.
—De todas formas, no me parece una mala forma de morir, lo del ahogamiento en la playa digo.
—¿Tú sabes el pánico que tiene que dar que tus pulmones se llenen de agua lentamente?
Ya en el barco que habíamos reservado para ir a una isla caribeña a bañarnos, volví a acordarme de la mariposa negra. ¿Sería un aviso de algo? ¿Un augurio trágico? Después pensé en los octogenarios ahogados. Le miré a él. Observaba por la borda el mar que removíamos al navegar. El agua lanzaba destellos de colores mientras el vaivén y el sol me sumían en un estado de somnolencia estival. Mi cuerpo se sentía pesado como un abrigo mojado. Los pensamientos, densos. Y en medio de esa sopa letárgica, una idea se materializó hasta convertirse en certeza. Tampoco estaba mal morir, pensé, al menos mientras sigamos enamorados.
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