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RELATOS
Tribuna
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Un amor de verano... del futbolista Héctor Bellerín: ‘Tu ropa mojada’

El jugador escribe sobre el eco de la ausencia y un baño en la playa de otros veranos. Con el mar no se pueden tener secretos

Héctor Bellerín relatos de amor

He llegado con las ruedas vacías y una roca en el pecho por no haberlo visto venir. He subido y bajado carreteras interminables con un tráfico infinito, accidentes en cadena y baches como edificios. Pero ya estoy aquí. En mi casa. A la que siempre vuelvo.

La nuestra la dejé atrás; en esa sartén ardiendo que trae el mes de junio. La que fue nuestra casa seguía llena de nuestras cosas y también de las tuyas y de un calor tan húmedo que lo inundaba todo de pena. La ropa —tu ropa— se ensuciaba en lo que dura un estornudo, un pestañeo o un enfado de aquellos tontos. La sacaba de la lavadora y la tendía y el agua no se evaporaba por mucho que pasaran los días. Ni este sol que está a diez metros ni ningún viento sin dirección evitaban que lo empapara todo. Así que la volví a dejar en todos aquellos lugares donde tú la ponías y donde, de algún modo, pertenecía. Tus bragas en nuestro baño, tu sudadera en nuestra barandilla, tu camiseta colgada de la manija de nuestra puerta, tus calcetines en nuestro suelo. Mi ropa vivía en el armario, nosotros vivíamos en tu ropa.

Aquí en mi casa no hay bragas en el baño ni calcetines en el suelo. Aquí solo hay agua, tanta que no se acaba. También hay arena, esa que se parece al azúcar, tan tuyo como tus dedos, pero es insulsa en comparación y no se deshace como tú. Aquí en mi casa nada es como tú.

Necesitaba volver y dejar de sentir en mi piel las ronchas que me provocaban los mosquitos y las lágrimas que me ataban a la cama como un preso, con miedo a salir, y que me vieran, y que me preguntaran qué me pasa. No soportaba las preguntas. Y menos aún mis respuestas a este acertijo que no las tiene.

He llegado a la hora de siempre: la que más me gusta. La hora en la que los mosquitos aprovechan para asaltarme porque no hace ni frío ni calor y huele a intermedio y a caja vacía. Pero aquí los mosquitos pasan a través de mí como si fuera un fantasma. Respetuosos. He mojado los pies en la orilla y la arena seca que me mantenía erguido se ha esfumado, y he empezado a derretirme por los ojos, con el agua salada brotándome y besándome las comisuras de los labios. Sabe a mí y a mi casa; sabe a ceniza y un poco a ti. Cuánto tiempo, escucho. Cuánto tiempo. Cuánto tiempo llevaba el agua estancada.

He metido las rodillas, luego la cadera, el ombligo, el pecho y finalmente los hombros. He dejado la cabeza fuera para poder ver el sol que no dejaba de gritar su despedida. Me ha parecido demasiado grande, como si no fuera el mismo de hacía unas horas. Y en ese instante, mientras se equilibraba sobre el agua, nos hemos mirado de verdad.

Se lo he contado todo.

Todo. Hasta el más mínimo detalle. Y mientras pronunciaba cada palabra, las ha ido recogiendo. Una a una. Entendiéndolo todo, como los caballos y el viento. Y se ha llevado también tu ropa, hundiéndola consigo cada vez más al fondo. El agua fría ha empezado a calentarse, he dejado de tiritar y he podido flotar en la calma, sostenido por la memoria compartida del agua, ahora casi sólida. He nadado por aquella noche en la que hicimos el amor en un barco que no era nuestro; por las orillas en las que te tumbabas a que te acariciaran las olas, por el pendiente que perdiste en el fondo del mar y por los crucigramas que nunca completabas mientras se te quemaba la espalda. He sentido todo eso tocar mi cuerpo y perderse despacio con las olas, llevándoselo a un lugar más seguro, allí donde nada se olvida.

Y cuando ya no quedaba nada ni nadie, cuando ni la luz era valiente para alargar el día, he sumergido la cabeza. Mis pulmones se han dormido. El corazón se ha agitado. He cerrado los ojos y he empezado a ver más claro todo lo que queda por delante. Han empezado a formarse montañas y ríos en el fondo. Han entrado en erupción volcanes y han llovido miedos a lo lejos, mientras ahí fuera, por fin, tu ropa ya está en su sitio. En su sitio que no es nuestra casa. En su sitio que es tu nuevo hogar. Tus bragas en tu baño, tu sudadera en tu barandilla, tu camiseta colgada de la manija de tu puerta, tus calcetines en tu suelo. Mi ropa en mi armario y yo en mi casa: a la que siempre vuelvo.

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