Que sea eterno mientras dure
La novelista y poeta Gioconda Belli traza una historia que comienza con el veraniego sonido del aire acondicionado


Leonora se pasea por la habitación asignada para ella en la residencia de escritores y ve, por segunda vez en su vida, el artefacto redondo, gris, colocado en una esquina. Lo toma del suelo y lee la etiqueta: “Sleep Sound Machine”. Sonríe. Recuerda su desconcierto en Nueva York, en el apartamento del hijo ausente de su amiga Kitty frente a Central Park. Las ventanas del piso miraban al mar verde que era el parque. Leonora curioseó el moderno mobiliario, la cama blanca, los estantes con revistas. Allí fue que encontró aquella máquina del sueño cuyo nombre le intrigó, hasta que la encendió y escuchó el sonido sordo y continuo de un aparato de aire acondicionado. Le costó creer que alguien diseñara y, peor aún, comprara ese artefacto, pero en Estados Unidos la sociedad de consumo era experta en crear necesidades.
De seguro la máquina llegaría a la residencia en el equipaje de algún huésped neoyorquino. La enciende divertida. Se sienta en el mullido sofá en el balcón. Mira el Mediterráneo azul, los pinos altos con sus copas antiguas. Se siente feliz. ¿Cómo podía un sonido tan poco imaginativo despertar la sensación de desafío y placer de aquella noche en Nueva York? ¿Qué había sido de la persona que fue entonces? Se pregunta. No cree que ahora, en sus sesentas, tendría el desenfado, ni tampoco aquel deseo desbocado con que se atrevió a seducir a Philip. Rememora la tarde de verano cuando llegó al campus de Amherst College en Massachusetts para asistir al simposio sobre literatura latinoamericana. Imágenes del campus arbolado, de la casita de típica construcción de Nueva Inglaterra, Bailey Brown House, la habitación muy femenina, con un cubrecama artesanal de cuadrículas pasan como diapositivas ante sus ojos. Siente nostalgia por la vida universitaria, tan distinta a la vida académica y sus tensiones. Recuerda cambiarse a una ropa más formal para el cóctel acostumbrado. En el espejo de ese tiempo, ama sus 35 años, su cuerpo bien proporcionado, el inmenso placer de ser guapa y exótica. El cóctel está poblado de los mismos seres que pueblan las academias norteamericanas: hombres de pantalones caquis, camisas manga larga de colores pastel, mocasines de cuero; mujeres con trajes de chaqueta o vestidos amplios de estampados florales. Se siente mirada al entrar. “Las flores tienen el aspecto de saberse miradas” decía T.S. Eliot en los Cuatro Cuartetos. Philip va vestido como los demás, pero la juventud lo separa de ellos. La juventud y los ojos con que la mira reconociéndola sin que aún se hubiesen conocido.
Philip ha vivido en México y Perú y tiene un acento muy controlado y un español sin tropiezos. Desde esa noche y los dos días del simposio, sus miradas se encuentran y desencuentran con la avidez y el temor de que se les note la atracción del uno por el otro. Sonríen en sintonía. A la hora del café comparan notas y comparten la ironía con que consideran las opiniones de algunos académicos y profesores imbuidos de sus juicios terminales. En las sesiones, ambos evitan el magnetismo entre ellos temiendo que el imán de sus cuerpos atraiga los metales de la sala.
Viendo las olas azul profundo lamer las rocas de la orilla, Leonora recuerda con nostalgia el instinto abriendo la llave de su intimidad. La noche de la fiesta de despedida se sentaron ambos a conversar sobre las gradas de la terraza de la casa donde la música y el vino despojaban a los participantes de sus máscaras habituales. Al día siguiente, ella y los demás seguirían a Nueva York. Philip dijo que no olvidaría esos días. Le había hecho feliz sólo verla, sentirse conectado con ella sin que mediara nada más que la mirada. Ella se inclinó, se le acurrucó en los brazos. Se besaron. Apenas se inundaban el uno del otro cuando debieron separarse. Se anunciaba que los visitantes debían abordar los vehículos para volver al hotel. Al día siguiente los vuelos salían muy temprano hacia Manhattan.
Con el cuerpo insomne, incapaz de sobreponerse a la súbita interrupción, Leonora voló en una pequeña avioneta ese día claro rebelándose ante la idea de no volver a ver a Philip. No podía con su cuerpo reviviendo el beso de la noche anterior, el instante truncado, el pálpito mojado en los labios. No lograba apaciguarse.
Esa noche apostó consigo misma. Tenía el número de Philip. Lo llamó. “El vuelo es muy corto —le dijo—, en menos de media hora estarías aquí. Estoy sola en un apartamento frente a Central Park. No me puedo marchar sin verte”. Rieron. Ella por atreverse. Él por su atrevimiento. Le habría encantado, le dijo Philip. También rehusaba pensar que no se verían más, pero le era imposible. “Carlos Fuentes viene a mi clase. No puedo declararme enfermo”. Leonora trató de restarle importancia al invitado. “Él lo entendería, Philip” —se oyó decirle—, pero él tenía razón. Pensó de prisa. Llegaría justa, pero lograría dar su ponencia en México. “¿Vienes si me quedo un día más en Nueva York?”, preguntó. “Corro el riesgo de no dar mi ponencia, pero porque vale la pena, creo en mi suerte”.
Al otro día recibió a Philip al atardecer, sobre la Sexta Avenida. Se cruzaron al parque, anduvieron abrazados como novios, subieron al ruidoso metro, cenaron en Greenwich Village, caminaron por la 5ª Avenida, perdidos en la multitud. Rieron juntos en el apartamento por la excéntrica máquina del sueño, durmieron en la misma cama, piel con piel. Al día siguiente se dijeron adiós. Él tomó el taxi. Eso fue todo.
Ella recuerda la frase de Vinicius de Moraes sobre el amor: “Que no sea inmortal puesto que es llama, pero que sea eterno mientras dure”. Cruza las manos sobre el pecho. El sonido del mar la adormece.
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