El amor ya no es lo que era
El periodista y escritor Martín Caparrós recuerda la mañana en que se dijo: “Qué carajo, a quién le importa, quién se va a enterar”


Querría saber cómo se llamaba. Digo saber, no tener dudas. Sospecho que era Sylvie o Julie o Mélanie u otro nombre bien francés, con la i final definitiva. No es importante; incluso podría elegir un nombre entre los probables y dejarme de pruritos puristas, pero mejor le diremos Yvonne, que seguro no era. Yvonne me acordaría.
Yvonne fue, como todo, el resultado de una cadena de casualidades. Corría julio de 1979, tiempos indecisos; yo acababa de cumplir 22 años y vivía en París: estudiaba Historia, trabajaba en un taller de tipografía para revistas izquierdistas, quería escribir una novela. Pero era verano y me había ido a pasar unos días a la casa de mis primos en la isla de Patmos, el mar Egeo, playas de cuento, vacaciones. Ya se acababan y debía volver. El viaje sería largo: el ferri desde Patmos a Atenas —una noche en cubierta—, después unas horas de tren hasta Patras, y allí otra noche de ferri hasta Brindisi, sur de Italia, donde debía tomar un tren que, en unas 20 horas, vía Venecia, me dejaría en París. No tenía un céntimo: ni siquiera para comer en el camino.
Iba cumpliendo cada etapa: leía, miraba, dormitaba, el tedio habitual de la aventura. Mientras subía al ferri de Patras vi a uno de mi edad que mostró un pasaporte argentino, y oculté el mío: no quería una noche de charla melancólica. Pero, ya zarpados, él se acercó a mi rincón bajo un bote salvavidas y me saludó con un acento tan porteño. Le pregunté cómo sabía y me señaló mi cinturón de cuero crudo. Me resigné, charlamos; al cabo de un rato descubrimos que habíamos ido al mismo colegio, encontramos amigos comunes. Él tenía dos o tres años más y algo de plata, y compró una botella; yo le conté mi pena de pasar por primera vez por Venecia y no poder parar. ¿Y por qué no vas a parar? Porque no tengo un mango, ni para comer un día ni para dormir una noche. Mi nuevo mejor amigo me ofreció 100 dólares: me dijo que no fuera boludo, que no me perdiera de conocer Venecia, que ya se los devolvería.
A las diez de la mañana siguiente estaba ante la puerta cerrada del Albergue de Juventud de la Giudecca, orilla pobre del Canal tan rico. Un cartel decía que abría a las doce; me senté en la vereda. Unos metros más allá había una muchacha de mi edad vestida de francesa de esos tiempos: el pelo rojo de henna, el vestido violeta de algodón arrugado, un pañolón al cuello, los ojos casi verdes, flaca, pies descalzos. Era obvio que ella también esperaba que se abriera el albergue. Yo imaginé la escena: me acercaría y le diría en francés si creía que tendrían lugar para nosotros. Con una frase conseguiría dos golpes importantes: le habría hablado en su idioma, le habría hablado de lo que pensaba. Yo entonces era así: ideaba con gran detalle situaciones en que hacía cosas tan astutas pero me daba mucha vergüenza hacerlas. Hasta que, esa mañana, me dije qué carajo, a quién le importa, quién se va a enterar.
Le pregunté en francés, me contestó en francés, seguimos charlando, confirmamos que ni ella ni yo teníamos techo y en algún momento nos dijimos que por qué no ir a buscarlo juntos. Todo parecía claro, sin más vueltas: necesitábamos un lugar, sería más fácil si lo compartíamos. También era evidente que un cuarto para los dos no suponía lo mismo que un dormitorio para diez o doce, pero de eso no dijimos nada. Caminábamos, nos hablábamos poco, preguntábamos por una habitación aquí o allá, las que no eran muy caras estaban ocupadas. Al cabo de un rato yo también me saqué las alpargatas: éramos dos jovencitos descalzos, las mochilas al hombro, divagando por calles en el agua. Esa modestia nos volvía cercanos: personas nos hablaban, tres albañiles nos dieron trozos de su almuerzo, un frutero dos duraznos maduros, el dependiente de una cuchillería nos dijo que también era acomodador del teatro Goldoni, maravilla del siglo XVII, que si queríamos esa noche podía hacernos entrar.
A las nueve fuimos al teatro, nos coló en un palco, los pies descalzos sobre terciopelo, y cuando salimos nos preguntó si teníamos dónde dormir; le dijimos que no, nos dijo que su casa. Nos llevó a un departamento muy chiquito, un sótano a la altura de un canal, tan húmedo; se durmió en un sillón en la salita y nos dejó su cama. Era grande; Yvonne se echó de un lado, yo del otro: antes de cerrar los ojos nos sonreímos casi tiernos.
Por la mañana seguimos caminando. Ella me dijo que todavía podía quedarse un día más; yo le dije que bueno, yo también. Hablábamos poco, de a ratos nos dábamos la mano. El silencio no parecía un problema. Caminamos y caminamos, caminamos; más personas nos dieron más cosas, pero a la noche no hubo sino un parque. Dormimos desparramados en el pasto, nos despertamos con el alba, caminamos hasta Santa Lucía, la estación de tren.
Allí, en las escaleras, nos dimos, para despedirnos, un beso leve muy cerca de los labios. Yvonne me sonrió y me dijo que cuando fuera a París iría a buscarme. Yo le pregunté muy amable para qué, ella sonrió otra vez, se sacó el pelo rojo de la cara y se dio media vuelta. Mientras se iba, su vestido violeta flameaba con el viento. Había sido, creo, una historia de amor.
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