Carpi, Abel, Mauricio, Antonio: los otros miradores de Madrid
El colectivo Zuloark proyecta este jueves y este viernes en la Plaza de Cibeles un documental sobre los que se dedican a mirar Madrid


Los miradores están de moda. En Madrid los llaman rooftops: espacios diáfanos en lo alto de los edificios reconvertidos en lounges con muebles de tonos claros y luces de colores donde te sirven gin tonics a precio de un lomo de salmón. En el kilómetro y poco que ocupa la Gran Vía hay 26 áticos como estos. Algunos se llaman terrazas, otros más ambiciosos se dicen sky bar.
Cuando el Ayuntamiento de Madrid le propuso al colectivo Zuloark hacer algo sobre los miradores con motivo de la celebración del 25º aniversario del Convenio Europeo del Paisaje, uno de sus miembros, Jacobo Cayetano, estuvo varios meses pensando en cómo deconstruir el concepto de mirador. Dedicó el verano a pasear la ciudad, a charlar con las vecinas, a entender cómo se construía un mirador. Después de varias propuestas llegó a la idea que hoy se materializa: “¿Y si en vez de preguntarnos qué son los miradores de Madrid, nos preguntamos quiénes son los que miran Madrid?”.
Zuloark encontró a algunos de esos que miran Madrid desde diferentes perspectivas. Con ellos han creado un documental de 25 horas, Miradores, que cuenta sus historias y que se proyectará de forma gratuita y prácticamente ininterrumpida este jueves y este viernes en la Plaza de Cibeles de Madrid.

Carpi es el primero en mirar. José de la Peña Pérez (48 años) se levanta a las cinco de la mañana en Ávila, se prepara su bocadillo de mortadela, llega a la garita de control de Casa de Campo, sube la torre del Cerro Garabitas y coloca su silla en la cara Este de la atalaya: “No porque sea mi favorita, sino porque es la más conflictiva”, dice.
Carpi, es, desde hace 16 años, vigilante de incendios forestales en la Torre Garabitas de la Casa de Campo de Madrid. Y, aunque es octubre, tiene la cara y el cuello rojos, quemados por el sol. Su trabajo consiste en detectar los incendios que puedan surgir en el parque. No lo hace solo, existe una torre pareja ―Torre Rodajos― en diagonal a la suya con la que se coordina. “Tenemos un mapa partido en cuadrículas en el que cruzamos los grados que hay al foco del incendio y así calculamos dónde está”, explica.
Carpi observa desde las alturas a los milanos, a los buitres, a las perdices, al zorro que se acercan a echarse la siesta. Dice que su torre “mola más” que la de Rodajos porque está más alejada de la ciudad, que es capaz de detectar un incendio con el rabillo del ojo y si este es de pasto o de madera. “Son muchos años y mucha chasca”, añade.

A las siete de la mañana amanece en el rostro rojizo de Carpi. Justo en frente, el Faro de Moncloa. Allí hay un hombre que se parece a él, otro mirador: Abel Cañueto, de 55 años, que nació en León, aunque lleva toda la vida viviendo en Madrid y media trabajando como vigilante de seguridad. Es, desde hace dos años, el farero de un faro sin mar. Desde el Faro de Moncloa no avista barcos, pero Abel sabe detectar si será un día bueno o uno malo por el color de “la boina”, la famosa capa de contaminación que recubre la atmósfera de Madrid.
El día es tranquilo y hay poca gente: un equipo de rodaje de una serie, una pareja de suecos, una madre y una hija llegadas de México. “Estas vistas compiten con las del Hotel RIU de Plaza España, no hay gin tonics, pero subir son solo cuatro euros, es mucho más barato, claro”, asegura.
Desde lo alto se pueden apreciar las vistas de Ciudad Universitaria, la Casa de Campo, el Palacio Real y de un Madrid de techos de color rojo y blanco. “A mí lo que me gusta de estas vistas son los dos halcones peregrinos que viven en el Museo de América”, dice Abel sin dudarlo.
A pesar de las vistas 360º que ofrece el faro, hay algo que Abel no puede ver y es lo que ocurre bajo el suelo de la capital. En Madrid hay ojos en todas partes, también en los túneles. El Centro de Control Madrid M-30, ubicado cerca de la estación de Méndez Álvaro, es un espacio luminoso y repleto de silencio. 18 pantallas muestran las 1.850 cámaras que vigilan lo ocurre en conductos que conforman las entrañas de la M-30: coches, motos, ambulancias, camiones de policía y bomberos, pero también caminantes y ciclistas despistados, perros, gatos, patos, gente con incontinencia urinaria, partos de mujeres que no logran llegar al hospital.
“Una vez se coló una cabra, aunque se ve que no le gustó lo que vio y salió ella sola”, recuerda Mauricio Andrieu (52 años), uno de los miradores más longevos de los túneles y jefe de sala del Centro de Control. Mauricio lleva 11 años con los ojos puestos en la M-30 y en comunicación directa con Emergencias 112 para casos graves, incluidos una cabra que pueda causar un accidente o una grave retención. Enseña sus cámaras favoritas: “la que está en el Puente de Vallecas nos dice mucho sobre cómo está la M-30”. En el puente de Legazpi, en un lateral, hay una persona sin hogar que lleva años viviendo allí y que “se sienta en el murete, se tumba al sol”, señala. “Le veo casi todos los días”.
Justo en la otra esquina, hay otra entrada, mucho más humilde, conocida como La Casa Quemada, Portillera Alta o Portillo de Aravaca. Está clausurada, pero da uno de los espacios más especiales de la ciudad. Allí está el Club de Golf Pozuelo, más conocido como El Rústico. Desde uno de sus 18 hoyos, el que está fuera de Pozuelo y entra en territorio del Ayuntamiento de Madrid, se ve la estación de la Bola del Mundo y el horizonte urbano. “Para mí son las mejores vistas de Madrid”, dice uno de los socios del club.

Otro de los socios, desde 1997, es Antonio Alcántara (65 años), que forma parte de la directiva del club. “La cuota es de 12 euros al mes, mucho más asequible que la de un club de golf al uso”, dice él. Pero el golf y el descampado están a punto de desaparecer. “Tenemos una alcaldesa que está empeñada en hacer un palacio de congresos y un hotel”, explica Antonio con resignación. El torneo de domingo termina y los jugadores se sientan a tomar una cerveza y unas aceitunas. Desde allí no se escucha el ruido de la ciudad: ni el bullicio, ni los coches, ni tampoco el sonido de las campanas de San Isidro.
Allí están tocando Pablo Delgado (20 años), Iván Sánchez (18 años) y Luis Baldó (28), los tres jóvenes que han vuelto a recuperar el oficio de campanero. “Intentamos darle a la campana el valor que le corresponde y mantener los toques tradicionales” explica Luis. “Los tejados de las ciudades cambian mucho según el campanario en el que estés”, añade Pablo. “Es una forma de entender la ciudad desde otro punto de vista y aquí no tenemos mucha competencia a nivel de altura”. Los tres tañen de forma altruista: Luis es transportista, Iván estudia fotografía en la URJC y Pablo arquitectura y paisajismo, también en la URJC.
Hace dos años sonó en San Isidro el toque de fuego porque coincidió con un domingo de misa en el que los campaneros vieron, desde las alturas, cómo se prendía uno de los edificios de Lavapiés. “Nosotros somos los únicos de Madrid que tenemos estas vistas increíbles”, dice Luis.

Carpi, a Abel, a Mauricio, a Antonio, a Valentín, a Luis, a Iván y a Pablo, ―junto a los spotters del aeropuerto o los bailarines de K-Pop de Azca, entre otros― serán los protagonistas que se verán en la pantalla de Cibeles los días 24 y 25 de octubre, en las que los espectadores podrán mirar a través de otros ojos con Miradores.
El jueves 24 por la noche, además, se podrá jugar, de la mano de Sebastián Paudano, “Padu”, a GeoGuessr, el juego en línea que muestra imágenes de Google Street View y en el que los jugadores deben adivinar en qué lugar del mundo fueron tomadas esas fotografías.
El viernes se retomará desde las ocho de la mañana la proyección de la pieza documental para que los que quieran mirar cómo miran los que miran Madrid, se pregunten: ¿qué tiene la ciudad que yo no haya visto antes?
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