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Una cámara oculta y una sospecha: así atrapó la Guardia Civil a los jóvenes que intentaron quemar a dos personas sin recursos en Madrid

EL PAÍS reconstruye la investigación de este delito de aporofobia en Torres de la Alameda, en el que los agentes actuaron de oficio porque las víctimas, que llevan años sufriéndolo, no denunciaron

El maltrecho callejón de Torres de la Alameda donde una familia fue atacada por dos jóvenes en su vivienda, la que tiene cartones en las ventanas, este domingo.Foto: JUAN BARBOSA
Victoria Torres Benayas

Una patrulla de la Guardia Civil acude, una noche de primeros de junio, a atender el aviso de un incendio en una casa vieja y de una planta de Torres de la Alameda, un pueblo de 7.700 habitantes en el este de la Comunidad de Madrid, a un paso de Alcalá de Henares. Como el municipio no tiene cuartel, se desplazan desde el de Villalbilla, a nueve kilómetros, y lo que les relatan sus habitantes, una madre y un hijo en situación de extrema vulnerabilidad y pobreza, y el propio estado cochambroso de la vivienda, les pone la piel de gallina: el fuego había sido provocado por terceras personas y no es un hecho aislado, sino que llevaban mucho tiempo sufriendo constantes ataques, todos al amparo cobarde de la noche y sin motivo aparente.

En la puerta metálica de la casa, llena de abolladuras y en la que este domingo de julio aún quedan cristales rotos y el color negruzco de las llamas en el marco, los bajos y el pavimento, hay una pegatina manuscrita en la que se lee, en mayúsculas: “Púa gordo, piojoso, hijodeputa”. Púa era el apodo del padre de familia, ya fallecido, “porque era bajito”, y Púa es el que heredó el hijo, Antonio A. H., de entre 30 a 40 años y sin profesión ni ocupación alguna, cuentan los vecinos.

La mujer, Carmen H. R., con “una discapacidad física” y de unos 80 años según la Guardia Civil, pero que “no llega ni a 60, lo que pasa es que está muy avejentá”, según sus conocidos, cuidó primero de su madre hasta la muerte y ahora, del hijo. Tampoco ha trabajado nunca y ninguno de los dos “tiene la cabeza muy allá”, sostienen en su entorno. Nadie da testimonio con nombre y apellidos, no quieren verse “implicados”. “No son okupas ni nada, es su casa, son del pueblo de toda la vida”, subrayan, al tiempo que condenan los hechos.

El callejón en el que está la casucha, con la corriente enganchada a una farola, cartones en lugar de cristales para proteger las ventanas y que emana un hedor insoportable, está dejado de la mano de Dios, con matojos de medio metro, basura, aceras del ancho de un pie y en el que no se puede circular excepto residentes. Hay apenas cuatro viviendas bajas de los sesenta y solo una está cuidada, con plantas, rejas y timbre. Oculta tras una cortina alpujarreña que precede a la puerta, atiende una mujer: “Hace mucho tiempo que los están molestando, pero yo no quiero hablar nada, lo siento”.

Restos del incendio en el quicio de la puerta, con una pegatina con insultos.

A la tercera vez que tocan a la puerta de la víctima la tarde de este domingo, Carmen responde con un chillido.

―Váyanse ustedes a joder a otra parte...

―Señora, no queremos molestar, venimos a escucharla y a ayudar...

―A mí ya me ha ayudado la Guardia Civil, el resto, todos a la mierda ya...

“Claro que conozco el caso, lleva años y años, lo que no sé es cómo no ha pasado algo más grave ya y cómo no le han puesto coto antes. Ellos no se meten con nadie. La mujer no puede más y, a veces, sale con un palo o un cuchillo y un día se va a caer o se lo va a clavar a alguien”, explica un vecino de la calle perpendicular. “Tengo 50 años y llevo viendo sufrir a esta familia desde los 20. Es una tradición absurda. Al principio eran niñatos, que se tomaban esto a cachondeo e iban a molestarlos, insultarlos y lanzarles huevos en verano, en las fiestas, en Halloween... Pero ahora ha ido escalando y son veinteañeros, los pobres ni duermen, se pasan la noche esperándolos. Hemos intentado detenerlos, pero salen corriendo y ¿qué haces?”, añade con mucho pesar.

En el bar de la esquina, hay quien todavía se permite culpar a las víctimas, pese a la crueldad de las imágenes. Este diario ha intentado, sin éxito, hablar por teléfono con el alcalde, José Antonio Blanco Heras (PP), para conocer la situación de la familia y si está recibiendo ayudas o apoyo de los servicios sociales.

Las víctimas nunca han denunciado. Sin embargo, los agentes de la noche del incendio decidieron abrir una investigación de oficio porque sospechaban que había mucho más. “Con los datos que recogen los compañeros de Villalbilla, pasa al equipo de Policía Judicial de Arganda del Rey, que son los que han llevado el caso, porque las primeras manifestaciones que recogen los agentes ponen de manifiesto que estas personas pudieran estar sometidas a hostigamiento y acoso por la vulnerabilidad que presentan”, explica una portavoz, que desgrana la investigación para EL PAÍS.

Así, un pequeño incendio sin heridos en un pueblo de Madrid, “en el que nunca pasa nada y, cuando pasa, es malo”, dicen por allí, se convierte en una investigación por aporofobia. Este neologismo, acuñado por la filósofa Adela Cortina en 1995 y admitido por la RAE en 2017, aúna el odio, miedo y rechazo hacia los pobres o sin hogar. En España, fue reconocida como agravante en los delitos de odio en 2021 y se produce, por ejemplo, en agresiones a sin techo por el simple hecho de serlo.

“Yo no tenía ni idea de lo que era, la palabra la aprendí ayer [por el sábado, cuando la Guardia Civil dio a conocer el caso], pero lo que les están haciendo no tiene nombre, una cosa es llamar a la puerta y molestar y otra, esta salvajada”, confiesa otro vecino, que defiende que “esto no es Torre Pacheco, no hay problemas de convivencia, es un caso aislado”

Aunque muy desconocida, la aporofobia es un mal cada vez más extendido. Según el informe anual del Ministerio del Interior, publicado hace una semana, los delitos por odio al pobre aumentaron más de un 33% en 2024. El documento contabiliza 24 casos pero, según los expertos, hay muchos más que nunca llegan a salir a la luz, porque estas víctimas son muy reticentes a denunciar, entre otras razones, por percibir los ataques como normales. De hecho, según Hogar Sí-Fundación Rais, el 47% de las personas sin hogar ha sufrido esta lacra y el 87% no van a comisaría. Interior tratará de revertir esta situación potenciando que los agentes recojan las denuncias in situ.

La Guardia Civil fue más allá en el caso de Torres de la Alameda: actuaron sin denuncia. “Con autorización judicial, los agentes instalaron cámaras frente a la vivienda para intentar identificar a los autores y, a partir de ahí, es cuando las grabaciones recogen unas imágenes de una crudeza que hablan por sí solas”, lamenta, espeluznada y escandalizada, la portavoz.

En un vídeo publicado por la Guardia Civil, se suceden tres ataques. “En uno, los dos individuos armados con palos y botellas de lejía rocían la casa; en otro, arrancan los cartones y arrojan botellas dentro y, por último, se ve cómo persiguen a la mujer por toda la calle lanzándole botellas de cristal y haciéndole que tenga que correr con su discapacidad”, relata la portavoz, que aprovecha para pedir una reflexión sobre “qué valores estamos transmitiendo a los jóvenes para que actúen de esta forma totalmente reprobable y con esta falta de empatía”. En una de sus noches de furia contra el pobre, llegaron a lanzar lejía a la cara a la anciana, lo que le causó lesiones en un ojo.

Gracias a las grabaciones, la Guardia Civil identificó a los autores, dos veinteañeros españoles y del pueblo. “Antecedentes no tienen y denuncias no hay. Tampoco hay relación entre ellos y las víctimas”, detalla la portavoz, para concretar que se los detuvo la semana pasada y se los puso a disposición judicial por un delito de odio por aporofobia, tres de lesiones y otro más de daños a la casa. El magistrado los puso en libertad a la espera de juicio, pero decretó una orden de alejamiento: no se pueden acercar a la casa ni comunicarse con ellos.

Ahora, se enfrentan a una pena que puede oscilar, de ser hallados culpables de todos los cargos, de cinco a 12 años de cárcel. El delito de odio está castigado con de uno a cuatro años y se les podría aplicar agravantes como motivación discriminatoria (aporofobia), uso de medios peligrosos (lejía y fuego) y alevosía (ataque nocturno), mientras que el de lesiones contempla penas de tres meses a tres años y el de daños, de uno a tres. También les podrían añadir un delito de incendio en vivienda habitada: de 10 a 20 años más. “A ver si sirve de lección, porque hace cinco o seis años pillaron a unos chavales, pero no les pasó nada por ser menores”, esperan los vecinos.

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Sobre la firma

Victoria Torres Benayas
Redactora de la sección de Madrid, también cubre la información meteorológica. Licenciada en Periodismo por la Universidad de Navarra, cursó el máster Relaciones Internacionales y los países del Sur en la UCM. En EL PAÍS desde el año 2000, donde ha pasado por portada web, última hora y redes, además de ser profesora de su escuela entre 2007 y 2014.
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