El fascismo hoy: engañado e imberbe
La ultraderecha lo tiene fácil para manipular a tantos jóvenes varones: les proporciona a alguien débil a quien odiar


Como me da mucha curiosidad la gente que cae en circuitos cerebrales raros, hace unas semanas acudí a una manifestación de falangistas y neonazis por el centro de Madrid. Lo que me encontré: unos pocos cientos de convocados de los cuales un alto porcentaje, sobre todo al frente, eran jovencitos, algunos casi niños, muchos imberbes, pastoreados por esos típicos ultraderechistas con gafas de sol que, en las películas y en la realidad, trufan de odio las mentes en construcción.
“No os salgáis del recorrido”, les decían, “y no cantéis ninguna consigna que nosotros no hayamos cantado antes por el megáfono”. Eran instrucciones para la mani, pero también servían para la vida. En la pancarta, el término fascista de moda: “Remigración”.
La ultraderecha la tiene tomada con los niños: si son extranjeros los llaman menas y les hacen la vida imposible, si son hijos de migrantes los quieren deportar, si son blancos nacidos en España, etc, les lavan el cerebro. El recorrido de este desfile lleno de brazos en alto y aguiluchos iba de Callao a las puertas de Lavapiés. “Un barrio”, decían, “donde la gente normal ya no puede vivir”. Se ve que la gente normal son ellos. Por cierto, las mujeres, en aquel oleaje de testosterona patriota, se podían contar con los dedos de la mano.
Algunas semanas después, Rocío de Meer, diputada de Vox de apellido extranjero (una mujer, ahora sí, pero de genealogía fascista) proponía deportar a ocho millones de personas migrantes, incluidos sus descendientes nacidos en España. El motivo, la necesidad de conservar nuestros “usos y costumbres”: me pregunto si De Meer y yo compartimos usos y costumbres; si ella es gente normal, la vara de medir de la españolidad, y los demás no.

La táctica de la ultraderecha es clara: decir cada vez la burrada más grande para abrir la ventana de lo decible (llamada de Overton) y conseguir que lo que consideramos moderado pueda ser cada vez más extremo. Hacerse pasar por defensora de los trabajadores para luego ponerlos a los pies de los caballos de sus explotadores (por eso suelen votar en contra de los derechos laborales). Al final pasa lo que pasa: que grupos ultraderechistas se han desplazado a Torre Pacheco, en Murcia, para llevar a cabo una “cacería” de personas migrantes. Me pregunto si acudió alguno de los niños de la mani de Madrid. No creo, tendrían que pedir permiso a sus padres.
¿Ustedes no han culpado injustamente a algún ser cercano cuando las cosas no le salen bien? ¿No han sentido el alivio de descargar la culpa en alguien de carne y hueso? Yo sí. Es un instinto muy humano buscar culpables donde no se debe y de ese instinto, además de la desconfianza hacia el diferente, se nutre la ultraderecha para montar su circo. Es muy difícil luchar contra eso porque, además, los migrantes no le importan a casi nadie. Estos chavales, animados por la natural rebeldía juvenil (que no ha sabido canalizar la izquierda), lo tienen muy crudo en un futuro que nos resulta imposible imaginar y que, en cualquier caso, pinta muy chungo. Les dicen que es cosa de los migrantes. Y se lo creen.
Hay quien piensa que estas expresiones de neonazismo callejero y violencia silvestre no le vienen bien a la ultraderecha. De nada sirvió la violencia de los skinheads neonazis de los noventa, de tan poco que ese sector político trató de “desdiabolizarse” (como dicen en Francia) formando partidos aparentemente serios. Al final Vox, escisión del PP más cercana, llegó al Parlamento. La ultraderecha ha agitado el espantajo de la migración con argumentos confusos: unas veces nos roban el trabajo, otras veces no quieren trabajar y pretenden vivir de las paguitas. Primero hay que echarles por delincuentes, luego resulta, y quizás por fin sea esa la verdad, que de lo que se trata es de mantener la pureza de la Raza. Como dice De Meer: “Sobrevivir como pueblo”. Los nazis históricos lo llamaban lo völkisch.
El otro día, en la mani de Madrid, era evidente que esas expresiones de brutalidad no se entienden: los peatones, muy diversos, miraban a los pequeños falangistas y neonazis con verdadero horror. Hay cosas que ya no cuelan. Aquella tarde, ajena a todo esto, una drag queen de gran pelucón y notables tacones bajaba, muy resuelta, al teléfono por la calle Carretas. Un policía nacional, en acción heroica, le interrumpió y le explicó que, un poco más abajo, se iba a topar con unos cientos de ultraderechistas vociferantes. Probablemente poco acostumbrada a que la autoridad le trate así, la drag aceptó el consejo y se metió por una bocacalle. En esas estamos.
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