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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La prima Raquel

Más de medio siglo después, un reencuentro sirve para revivir un inolvidable verano de la infancia

He vuelto a ver a mi prima Raquel, lo que no es un inicio de crónica muy prometedor a no ser que se tenga en cuenta que no nos veíamos desde hace más de medio siglo. A Raquel la recuerdo sobre todo como parte indisociable de uno de los veranos más importantes de mi vida, el largo -entonces las vacaciones duraban tres meses- verano de 1969. Aquel verano sus padres dejaron una buena temporada a Raquel, que tenía 12 años como yo, en nuestra casa de vacaciones (segunda residencia se diría hoy) en Castelldefels. Era una casa muy bonita con un gran jardín, piscina y pista de tenis y que estaba en la montaña, algo lejos de la playa, a la que no íbamos casi nunca. El lugar era bastante aislado, en una época en que el pueblo de Castelldefels era muy pequeño, las casas de veraneo estaban separadas por pinedas y muchos de los caminos eran todavía de tierra.

El ciclo de la vida en aquella villeggiatura de ensueño lo determinaban actos como colgar las toallas mojadas y los bañadores en el tendedero, dormir largas siestas mientras el sol permanecía en lo alto del cielo como si no fuera a marcharse nunca, leer algún libro de Enid Blyton acodados en el césped junto a la piscina (que tenía un tobogán para zambullirse en ella, una virguería) o esperar encaramados en el muro de piedra del jardín a que pasara el heladero para reclamar con alborozo que entrara con su carga de camyjets, esquimales, camycrems y vasitos. Los adultos eran parte del decorado e interrelacionaban poco con nosotros, los niños, que vivíamos una existencia muy libre y en buena medida salvaje.

Aquel verano pasaron muchas cosas importantísimas en el mundo, el Apolo XI llegó a la luna, Edward Kennedy acabó con su carrera en Chappaquiddick, la familia Manson asesinó a Sharon Tate, y se celebró el festival de Woodstock, la apoteosis hippy. Pero nosotros apenas nos enteramos de algo: lo de la luna. Yo lo que recuerdo sobre todo es de lo bien que nos lo pasábamos tomándole el pelo a Carlos Enrique, otro primo (el verano en casa se nos llenaba de primos) de una manera que hoy sería considerada bullying; de las horas dedicadas a observar la gran araña (seguramente una araña de jardín o de la cruz, Araneus diadematus) que había tejido su tela entre las hojas de un agave y de la sensación de que todo aquello iba a durar para siempre.

En los recuerdos, mezclada con mis hermanos y los suyos (Max, Ruth), con los que compartimos otros veranos, siempre aparece Raquel. Era pequeña, delgada, de cabello negro y muy rizado; había un destello entusiasta y travieso perennemente en sus ojos oscuros y tenía una forma contagiosa de reír en la que de manera invariable aparecían unos graciosos incisivos de ardilla algo separados. Solo años después supe que Raquel era medio judía y desde entonces la imaginaba como miembro de la Haganá, la organización de autodefensa hebrea durante el mandato británico en Palestina. Le puse sus facciones a las bravas y románticas combatientes de Mila 18 y Éxodo, las novelas de León Uris que leí compulsivamente de adolescente. Pero entonces, aquel verano éramos solo colegas, compañeros de aventuras y cómplices de correrías. Yo no la veía como una niña sino como un alegre camarada, fiel y fiero, valiente y hasta temerario.

Hasta que un día, por casualidad, la vi quitándose el bañador en la penumbra del garaje que usábamos como vestuario de la piscina. Recuerdo la sorpresa, la estupefacción, seguida de una sensación de culpa no muy distinta de la de aquel momento en que Adán y Eva se hicieron conscientes en el Paraíso de que estaban desnudos. Hoy pienso en aquel precioso pasaje de Annie Dillard de Una infancia americana en el que recuerda cómo los chicos de su entorno cambiaban (“nunca te cansabas de recorrer con tu asombrada mirada el misterio de su construcción, de su abultamiento, de su piel”). Nos miramos a los ojos como nunca nos habíamos mirado. A partir de entonces todo siguió igual pero ya era distinto. Había entre nosotros —o yo lo creía así— algo nuevo, un apego diferente. Un día asistimos juntos al momento en que en la tela de la araña de la pita un bulto de seda reventó y de él brotaron decenas de minúsculas arañitas. Fue por entonces cuando yo empecé a soñar con una bella desconocida, que irrumpía en mis sueños con un fulgor que me inundaba de un anhelo incomprensible. Llegó el día en que Raquel se marchó. La vi subir al coche de mi padre y nos dijimos adiós con la falta de intensidad y hasta el desapego con que suelen despedirse entre ellos los niños; pero luego yo corrí al extremo del jardín y destruí a pedradas la tela de la araña.

Y más de cincuenta años después volvíamos a encontrarnos. Decir que la vida nos ha llevado por caminos separados es quedarse corto. Raquel regresó a Venezuela con su familia, una familia muy cosmopolita, los Topel Capriles, y de tanto en tanto recibíamos noticias de ellos. Supe que Raquel era ingeniera, que se había convertido en campeona internacional de Scrabble, que tenía una nieta en Suecia y que —salió en las noticias— había cubierto el recorrido Malmo-Santiago de Compostela en bicicleta, 1.700 kilómetros en 60 días. Bueno, no son cosas que te hagan formarte una idea muy concreta de alguien. Documentándome para el encuentro, a fin de llevar algo más que mis recuerdos, me enteré de que la familia Capriles, la de la madre de Raquel, Lala, Maria Adelaida Capriles Ayala (Puerto Cabello, Venezuela, 1920-Arlington, Virginia, 1988), proviene de un médico veneciano que en 1759 se instaló en Curazao no sin antes haber sido capturado por corsarios turcos que lo llevaron a Estambul donde tuvo la suerte de poder sanar a la esposa (la hija según otras fuentes) del sultán, que lo dejó en libertad regalándole una preciosa cimitarra, cosa que hizo que a ese antepasado se lo conociera como “el doctor de la espada”. Probablemente la información no me iba a servir de mucho pero era interesante.

Quedé con Raquel por WhatsApp en un bar de l’Illa y acudí acompañado (no hubo forma de librarse de ellos) por mis hermanos Carlos y Graziella que habían vivido aquellos veranos. La sorpresa inicial fue muy grande. Mi prima se había convertido en el vivo retrato de su madre. Una mujer rubia de sonrisa alegre y con una divertida vena irónica. Hablamos de la situación en Venezuela —Raquel reniega tanto de Maduro como de Trump— y, dando un salto geográfico, del Bután (ella acababa de regresar de allí en un viaje de corte turístico-budista), y de la familia. Me enteré de la muerte de dos de sus hermanos, de que otro vive en Israel y de que Max está en Costa Rica y Ruth en Houston. Raquel nos contó que tiene pasaporte venezolano, español (al haber acreditado linaje sefardí) y polaco. Yo no sabía que su padre León Topel (Leyzer Wolf Topel Wortman) había nacido en Polonia (en 1913). El abuelo lo envió a Venezuela en 1933 viendo la que se avecinaba. Allí la familia, por lo que nos contaban, tenía pozos de petróleo. El caso es que León, nacionalizado venezolano en 1939, se convirtió en un empresario de éxito y hoy hasta existe un colegio en San Juan de los Morros que lleva su nombre. Raquel me confirmó que su padre era primo de Chaim Topol, el célebre actor israelí que protagonizó El violinista en el tejado, además de hacer de Galileo, y de doctor Zarkov en Flash Gordon. Topol trabajó para el Mossad, y durante años yo fantaseé con que también lo hacía Raquel, mi joven camarada con aspecto de sabra.

El encuentro fue muy agradable. A Raquel le sorprendió que mi hermano Carlos fuera hoy independentista, de izquierdas y vehementemente antiisraelí. Pero la verdad es que pese a sus diferencias ideológicas no pudo evitar mirarlo con admiración, como suele pasar, por lo bien que se conserva. Tener un hermano mayor guapo ha sido siempre una maldición, pero pensar que Raquel pudiera preferirlo a mí me encendió unos deplorables celos, con efecto retroactivo. ¡Si mi hermano ni siquiera sabe lo que es una Araneus diadematus, ni un agave y no digamos la Haganá! Desolado, no le pude preguntar a mi prima por sus recuerdos de aquel lejano verano que compartimos, aunque el corazón me pedía a gritos que lo hiciera. El pasado, me dije, no es sino un saco viejo cargado de piedras que intentamos convertir en estrellas. Pero cuando Raquel se marchaba la vi titubear un momento. Se giró lentamente y con un brillo en la mirada y una sonrisa volvió a ser aquella niña traviesa del verano, y pude leer en su ojos y en sus labios que mi pequeña amiga nunca me había olvidado.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.
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