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LA CRÓNICA
Columna
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Hundirse con el ‘Titanic’, apoteosis de lo inmersivo

La exposición en Barcelona sobre el trasatlántico y su aciago destino permite vivir la tragedia en primera persona

Un aspecto de la exposición 'Titanic: the official exhibition'.
Jacinto Antón

He regresado al Titanic en formato VIP, lo que, es sabido, no constituyó en su día ninguna garantía para salvarse: hay que recordar que entre los que se ahogaron estaban John Jacob Astor IV —la persona más rica no solo a bordo sino de todo Estados Unidos—, el poderoso empresario de los ferrocarriles norteamericanos Charles Melville Hays, Benjamin Guggenheim, de elocuente apellido, o John Hugo Ross, el millonario de Winnipeg que soltó aquello de que “hará falta más que un iceberg para que me levante yo de la cama”.

Embarqué no en Southampton sino en el Poblenou de Barcelona, en el Espacio Inmersa, donde se encuentra la exposición Titanic: the oficial exhibition, apostillada con raro optimismo dados los acontecimientos como “el viaje continúa”. Entré con la acreditación VIP al cuello, lo que se explica porque mi visita, junto a Anna Puigboltas y Joan Bofill, era para grabar un programa de El balcó de Ràdio Barcelona sobre la singladura. Yo iba como especialista en naufragios y valga la polisemia, mientras que a la Puigboltas se la veía alarmantemente muy identificada con la Rose de Kate Winslet. Confié en que ello no supusiera que yo tenía que ser el Jack de Leonardo di Caprio, visto lo visto.

James Cameron da órdenes a Winslet y DiCaprio durante el rodaje de 'Titanic'.

En realidad, nada más acceder a la exposición nos proporcionaron nuevas identidades en forma de cartas de embarque (“White Star Line Boarding Pass”) aleatorias: la tómbola de la vida, y la muerte. Este es uno de los atractivos de la nueva muestra sobre el Titanic: todos los visitantes se convierten en alguno de los 2.208 pasajeros y tripulantes que viajaban en el trasatlántico en ruta de Southampton (Reino Unido) a Nueva York con última escala en Queenstone, hoy Cobh (Irlanda), cuando cerca de Terranova el barco chocó contra un iceberg a las once y cuarenta minutos de la noche del 14 de abril de 1912 (se hundiría a las dos y veinte de la madrugada del día siguiente, el 15). Al final del recorrido se desvela si eres uno de los 712 afortunados que se salvaron, con lo cual te debes marchar más contento a casa, o una de las 1.496 víctimas.

Para dar una idea del asunto, estadísticamente, lo peor aquella fría y húmeda noche fue ser un miembro masculino de la tripulación, categoría que incluye al capitán, oficiales, marineros, maquinistas, camareros, etcétera: murieron 676 (el 78 %). El porcentaje es más alto entre los hombres que viajaban en segunda clase (92 %) y tercera clase (86 %) pero en cifras absolutas murieron menos: 143 y 384 respectivamente. Resulta sorprendente el dato de que de tercera clase murieron el 54 % de las mujeres y niños (144: 53 de los 76 niños de tercera se ahogaron), mientras que solo lo hicieron el 3 % de primera clase (5). Ser hombre en primera clase te daba la mejor ratio de supervivencia de ese sexo: se salvaron el 33 % (solo el 13 % en tercera), y ser mujer o niño fue casi una bicoca en primera: 97 % salvados. En total se salvaron más hombres (338) que mujeres (316), pero, recordemos, ellas representaban solo el 25 % a bordo. Es curioso pensar que hoy en día todo el debate sobre lo de “las mujeres primero” (a los hombres que se salvaron se les afeó toda la vida que lo hubieran hecho cuando tantas de ellas se ahogaron) estaría probablemente enredado por lo permeable de las fronteras de género: ¿cómo determinar quién tenía derecho prioritario a bote?, ¿hubiera quedado tan señalado Bruce Ismay, el cobarde oficial, por hacerse sitio en las lanchas de salvamento si hubiera aducido que se sentía mujer?, ¿podría haberse justificado declarándose de identidad queer el hombre que se subió a otro bote disfrazado con ropa femenina?

Bernard Hill

Bien, fuera como fuera, a mí me tocó ser un pasajero masculino sin dudas: Mr. Engelhart Cornelius Ostby, un adinerado y viudo joyero noruego de Kristiania (la futura Oslo) de 65 años que viajaba a Rhode Island, donde vivía, con su hija Helen tras unas vacaciones por el sur de Europa y Egipto (!). Según los datos en mi carta de embarque, disponía de cabina de Primera Clase (¡yupi!). Tras asegurarme de que no había ningún Jack rondando mis alhajas (se me acreditaba como el mayor productor de anillos de oro del mundo) ni a mi hija (ni a la Puigboltas, ya que estábamos) me adentré en el Titanic buscando mi camarote.

He de decir que no era la primera vez que estaba en el Titanic. En 2017 visité la exposición que se presentó en el Museo Marítimo y al año siguiente la despampanante que se hizo sobre la edad de oro de los trasatlánticos en el Victoria & Albert Museum de Londres y que dedicaba un amplio espacio al Titanic (entonces pude estirarme clandestinamente en una tumbona del barco que se exhibía, rescatada del naufragio). Con la veteranía que da la experiencia, conduje a mis acompañantes hasta el centro neurálgico (social) del legendario buque, la gran escalera. Está muy bien reproducida y es el lugar estelar para los selfies, pero la miras de otra manera si recuerdas que el enorme agujero que quedó ahí tras el hundimiento es por donde acceden hoy los rover submarinos al pecio para investigarlo.

La exposición que puede visitarse en Inmersa es la de la firma RMS Titanic Inc, que se presenta como la “recuperadora legal del barco hundido” con los derechos exclusivos de recuperación y exhibición de objetos procedentes del pecio, que se encuentra a 3.800 metros de profundidad. Se le ha criticado (lo ha hecho Robert Ballard, el descubridor de los restos en 1985, que es partidario de no tocarlos al considerarlos una tumba) la explotación comercial del pecio, pero la empresa considera que ofrece un beneficio cultural y educacional y que mantiene viva la memoria del Titanic, aduciendo además que allá abajo todo se está deteriorando muy rápidamente así que tiene sentido sacarlo.

Pasillo de camarotes del 'Titanic' reproducido en la exposición.

Se exhiben más de 200 objetos originales recuperados del naufragio que cuentan cada uno una historia, entre ellos el farol de cabecera del palo de proa, un telégrafo del barco, una botella de champán, unas cartas de póker de un pasajero, un anillo de diamantes, unos binoculares (que de haber llevado la guardia esa noche quizá hubieran impedido la tragedia), y una tetera de plata del restaurante de primera clase. El recorrido, en una penumbra que encoje el corazón, va alternando zonas de exposición con escenografías que reconstruyen áreas del barco como pasillos, camarotes o salas de máquinas. Se muestra también un gran trozo de hielo, que alude al iceberg asesino y al que la gente se arrima con delectación con la que está cayendo.

Pero lo más impactante son los dos espacios inmersivos. En el primero, una película que te rodea muestra el hundimiento progresivamente desde la superficie mientras el suelo se convierte en agua que va subiendo de nivel. Y el segundo, en formato metaverso, por el que discurres encasquetado en un aparato de realidad virtual, te arroja literalmente en el interior de la catástrofe y te lleva, en un viaje alucinante y eventualmente aterrador, a hundirte con el Titanic y acabar visitando el pecio en el fondo abisal. De la acongojante experiencia retengo flashes: ver la gorra del capitán flotando en el puente de mando inundado, tratar de agarrar las cabillas del timón en el chapuzón final, observar cómo se inundan pasillos y compartimentos, la caída estrepitosa de las cuberterías, el descenso vertiginoso hacia la oscuridad, de donde ya no saldremos nunca. Es como ahogarte, y aun resulta más traumático si, mientras discurres por el entorno de virtualidad, te sales de lo acotado y te das como yo con la cabeza contra una pared donde solo debía haber agua. En el tramo final del recorrido espeluznante por el fantasmagórico pecio, partido en dos, no es aconsejable recordar la implosión del minisubmarino turístico Titan de Ocean Gate Expeditions el 18 de junio de 2023… En fin, una aventura escalofriante ideal para redondearla yendo por la tarde a ver Sirat (“¡dale, haz que pete!”), que por lo menos es en seco.

Binoculares recuperados de los restos del Titanic

A todas estas, descubrí con el comprensible pesar que yo era uno de los muertos en el Titanic. Efectivamente, Mr. Ostby, mi avatar, se ahogó (o más probablemente murió de hipotermia en el agua) en la catástrofe y su cuerpo fue recuperado por el barco CS Mackay-Bennet, contratado al efecto por la White Star. Fue uno de los 306 cuerpos que encontró el buque, que iba aprovisionado con líquido de embalsamar y hielo. Fue enterrado en el cementerio de Swan Point, en Providence, lo que le da una interesante conexión con H. P. Lovecraft. No es el momento para recordar qué espantosa tarea fue la recuperación de cadáveres del Titanic (un mes después aún se encontró un bote con tres muertos, uno de esmoquin): 116 de los que izó a bordo el Mackay-Bennet fueron enterrados en el mar dado su mal estado. Los cuerpos de los pasajeros de primera (como el mío) fueron tratados con más cuidados que los de los demás, lo que en el fondo te ha de importar poco.

La proa del casco del 'Titanic' hundido a 3.800 metros.

Después de pasar por la tienda, en la que, para resarcirme de mi muerte, adquirí un montón de bonitos recuerdos, entre ellos el mapa de referencia del Titanic, una gorra con el nombre del trasatlántico (ideal para embarcarme con mi cuñado), y dos silbatos que les regalé a Anna y Joan (yo nunca viajo ni visito exposiciones sin el mío), salí a la calle a pisar tierra firme. Mientras me marchaba encontré en el suelo otra tarjeta de embarque, desechada por alguien tras la visita. La vida me daba una nueva oportunidad. Miss Jane Carr, de Sligo, Irlanda. ¡Una mujer! Tendría derecho a bote y seguro que esta vez me salvaba…

[Jane Carr, de 47 años, y que viajaba sola en tercera clase con el billete número 368364 falleció en el naufragio del Titanic y su cuerpo, en caso de haber sido recuperado, nunca fue identificado]

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.
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