Me acojo al secreto profesional
No estoy seguro de que sea buena idea regular por ley la protección de las fuentes de los periodistas


Varias veces en mi vida profesional he sido llamado a un juzgado para que revelara mis fuentes. Recuerdo sobre todo dos. El juez Javier Gómez de Liaño, que investigaba el caso Lasa y Zabala ―dos etarras que fueron torturados, asesinados y desaparecidos por guardias civiles en 1983― me interrogó para averiguar cómo había conseguido un papel del servicio secreto sobre la guerra sucia contra ETA. Estaba irritado porque el documento formaba parte del sumario que él instruía y quería saber quién lo había filtrado. Le contesté que no podía revelar la fuente pero que no faltaba a mi compromiso profesional si le decía que no me lo había dado nadie del Ministerio de Defensa. El papel llevaba un sello de dicho departamento y el juez tenía enfilado al entonces ministro, Eduardo Serra. No le gustó mi respuesta, pero le dije la verdad.
La segunda vez me llamó la comandante Patricia Moncada, una juez militar incisiva y rigurosa que investigaba un vídeo publicado en EL PAÍS en el que se veía como varios soldados daban una paliza a unos prisioneros en la base española de Irak. Los rostros y las insignias estaban pixelados y Su Señoría trataba de identificar a los autores de los malos tratos. Nada deseaba más que ayudarla a castigar a los maltratadores, pero el secreto profesional me lo impedía. Con frecuencia se olvida que este no es un derecho sino, sobre todo, un deber de los periodistas.
Hasta ahora, nos hemos amparado en el artículo 20 de la Constitución para proteger nuestras fuentes. No sin algún percance. A unos colegas de Palma de Mallorca les incautó el juez sus móviles en 2018 para descubrir el origen de la filtración de un documento económico sobre un caso de presunta corrupción. Y varios redactores, incluida una compañera de EL PAÍS, han sido recientemente imputados por publicar un informe de la UCO (Unidad Central Operativa) sobre el fiscal General del Estado.
El Consejo de Ministros aprobó este martes un anteproyecto de ley que regula por primera vez el secreto profesional de los periodistas. No estoy seguro de que sea una buena idea, aunque esa ley esté prevista en la Constitución ―junto a la cláusula de conciencia, ya regulada― y el texto gubernamental trasponga el Reglamento Europeo sobre la Libertad de los Medios de Comunicación (Directiva 2020/13/UE). La directiva europea es una norma de mínimos, en algún aspecto peor que el anteproyecto del Gobierno, ya que debe armonizar culturas políticas muy diferentes. Regular un derecho o una libertad siempre es ponerle límites.
Es cierto que el texto amplía el secreto profesional a los prestadores de servicios de medios de comunicación y a su personal editorial, así como a las personas que, por su relación profesional o personal con el informador, puedan conocer sus fuentes. También prohíbe la instalación de programas informáticos de vigilancia intrusiva en cualquier dispositivo o herramienta de un periodista, salvo si se trata de investigar alguno de los más de 30 delitos incluidos en la orden europea de detención, que van desde la corrupción al terrorismo, así como cualquier otro con una pena de cárcel de cinco años o más. El delito de revelación de secretos se castiga con cuatro años de cárcel, pero en algún supuesto puede llegar a ese límite de cinco.
El anteproyecto modifica las leyes de Enjuiciamiento Criminal y Civil para dejar claro que, cuando un periodista sea interrogado como testigo, “podrá ampararse” en el secreto profesional para no revelar sus fuentes, pero se le podrá interrogar en relación con hechos que afecten a la identidad de las mismas “con las limitaciones reguladas” en la nueva ley. Es decir, “cuando la revelación de las fuentes sea el único medio para evitar un daño grave e inminente que afecte a la vida, integridad física o seguridad de las personas” o “para evitar un riesgo grave e inminente para la seguridad nacional o [que] afecte gravemente a los elementos esenciales del sistema constitucional”. En teoría, todo documento clasificado como alto secreto afecta gravemente a la seguridad nacional o al sistema constitucional, pero numerosos ejemplos ilustran que no siempre es así.
En mi opinión personal, el periodista está obligado a guardar la identidad de sus fuentes aunque ello le suponga ser acusado de desobediencia o falta de colaboración con la Justicia. Ninguna autoridad externa debe decidir por él “si existe un interés público que pueda justificar el levantamiento del secreto profesional”, como dice el preámbulo del proyecto. Es el propio informador quien, si existe riesgo para la vida o integridad física de las personas, tiene que romper su compromiso profesional. Y, a continuación, cambiar de oficio. Puede parecer duro, pero peor es ser periodista en Gaza.
Posdata. El anteproyecto de ley de Información Clasificada prevé la posibilidad de que una autoridad administrativa tome medidas para evitar la publicación de documentos secretos por razones de “urgencia inaplazable para la protección provisional” de la seguridad y defensa nacional. El artículo 20 de la Constitución prohíbe la censura previa y afirma taxativamente que el secuestro de publicaciones solo es posible por resolución judicial.
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