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Elena Kostyuchenko: “Si en tu país crece el autoritarismo y el fascismo, tienes que luchar contra ello”

En 2022, esta periodista rusa que había cubierto la guerra en Ucrania huyó a Alemania tras recibir amenazas. Allí fue envenenada y casi muere. Ahora da clases en una universidad de EE UU y publica el libro ‘Amo a Rusia’.

Margaryta Yakovenko

Cuando Elena Kostyuchenko (Yaroslavl, Rusia, 38 años) llegó a Berlín, después de cubrir el comienzo de la guerra de Ucrania y de conocer que de ningún modo podría volver a Rusia porque habían puesto precio a su cabeza, pensó que estaba a salvo. Sin embargo, unos meses más tarde fue envenenada en Alemania con una sustancia desconocida que aún hoy sigue causando estragos en su cuerpo. “Al menos ya puedo trabajar más de tres horas al día”, dice sentada en un café de París, lugar de la entrevista, horas antes de embarcar en un vuelo que la llevará a Carolina del Norte, donde impartirá dos cursos en la Universidad de Duke: uno sobre periodismo y otro sobre literatura en tiempos oscuros. Antes, en Rusia, trabajó 17 años en Nóvaya Gazeta, el periódico que tiene el terrible honor de contar con el mayor número de periodistas asesinados por ejercer su trabajo y defender la libertad de expresión. Fue precisamente Anna Politkovskaya, reportera del mismo medio asesinada en 2006, la que inspiró la carrera periodística de Kostyuchenko. Ahora, lejos de su redacción (cerrada por el Gobierno en Rusia en 2022, después del comienzo de la guerra contra Ucrania, y reabierta en Riga, Letonia), la periodista ha reunido en el libro Amo a Rusia (Capitán Swing, 2025) los reportajes y crónicas que escribió en el periódico y que anticipaban lo que todo el mundo intuía hasta que se volvió una realidad sin vuelta atrás: la deriva fascista de Vladímir Putin y, en consecuencia, de Rusia.

Se fue de Rusia para acabar en Estados Unidos en un momento de máxima crispación. ¿Qué tienen en común Trump y Putin? ¿Le asusta lo que ve?

Entiendo que lo que está pasando es muy malo, pero no tengo miedo. Es decir, si no le tenía miedo a Putin, no temeré a Trump. EE UU es ahora mismo como Moscú en 2012. Las mismas reacciones, desde el “vamos a salir con carteles graciosos y a demostrar lo numerosos y divertidos que somos para asustar a los regímenes” hasta los que cogen a sus familias y se van a Canadá o aprenden a hablar con eufemismos.

No es una situación idílica.

No, no, no. En Estados Unidos todo se está desarrollando bastante rápido ahora. Pero, al mismo tiempo, el país y los estadounidenses se encuentran en una situación mejor ahora que nosotros en 2012. Porque las instituciones, de alguna manera, funcionan. Me refiero al sistema electoral. Me refiero a la prensa independiente. Me refiero a los tribunales, al Parlamento. Es decir, no es como el páramo en el que estaba nuestro país en 2012.

¿2012 es el año en el que empezó el autoritarismo en Rusia?

No, creo que empezó antes. Pero en 2012 es cuando hubo protestas masivas en Moscú, San Petersburgo y otras ciudades. Por eso digo que fue en 2012. Mi formación es muy modesta y no soy analista política, pero me parece que hubo varios puntos de inflexión en toda la historia de Rusia. Uno de ellos fue Beslán, el atentado terrorista en la escuela, después del cual se dio la orden de asaltar el edificio y muchos rehenes murieron. Y me parece que fue entonces cuando Putin comprendió que, en principio, podía hacer con la gente lo que quisiera y no le pasaría nada por ello. Poco después canceló la elección de gobernadores. Dejó de jugar a la democracia.

Fue un proceso lento.

Y persistente. Otra cosa es que pocos de nosotros entendíamos adónde podía llevar ese proceso. Yo, por ejemplo, no esperaba en absoluto lo que trajo consigo 2022.

¿La guerra contra Ucrania?

Sí.

Pero la guerra ya existía desde 2014.

Sí, pero era una guerra híbrida. En ella participaron, entre otros, las fuerzas locales de autodefensa. Pero en 2015 yo misma comprobé que también había soldados rusos sobre el terreno. Ese conflicto fue muy complicado y por eso cuando, gracias al acuerdo de Minsk, se redujo drásticamente la intensidad de los combates, pensé que Putin dejaría las cosas así. Porque ya había conseguido su objetivo: crear un foco de inestabilidad en Ucrania que no permitiría que se unieran a la Unión Europea. Ni en mis peores pesadillas imaginaba que habría pilotos rusos bombardeando ciudades ucranias.

¿Recuerda lo que hizo el 24 de febrero de 2022?

Lo recuerdo minuto a minuto. Me desperté por la noche porque tuve sueños muy vívidos, tan vívidos que eran dolorosamente hermosos. Fui a beber agua a la cocina y cuando volví a la cama, mi novia, ahora mi mujer, estaba sentada con el móvil con una expresión extraña en la cara. Le pregunté que qué pasaba. Y ella me contestó: “Están bombardeando Kiev”. Yo le digo: “¿Qué? ¿Quién? ¿Nosotros?”. Ella me respondió: “Nosotros estamos bombardeando Kiev”.

Entiendo que ya no pudo dormir.

Me obligué a dormir un par de horas más porque sabía que cuando amaneciera habría reunión en la redacción y elegirían a quién mandar a Ucrania y yo era la periodista con más experiencia en conflictos del periódico. Todos querían ir, pero, por suerte, me eligieron a mí.

¿Se considera afortunada?

Por supuesto. Era muy importante para mi identidad profesional. Si eres periodista y tu país bombardea otro país y mata gente, tienes que estar allí, junto a esas personas.

Estuvo en varias ciudades ucranias, pero su objetivo, llegar a Mariupol, no se hizo realidad.

Lamento muchísimo no haber llegado a Mariupol. Cuando estaba en el control para entrar en la ciudad, me enteré de que habían cerrado mi periódico. Y yo llevaba ya cinco semanas en Ucrania cuando según nuestro estatuto debíamos estar solo dos. Tuve que salir y, cuando lo hice, Muratov [director de Nóvaya Gazeta] me pidió que no volviera a Rusia porque querían matarme.

Así que se quedó sin periódico y sin posibilidad de volver a Rusia y decidió escribir este libro.

Lo decidí ya en 2015, la primera vez que estuve en Ucrania. Si estaban matando a soldados rusos en esa guerra, ¿dónde estaban sus familias? No lo entendía. En las guerras de Afganistán, en la de Chechenia, las familias, las madres, se pronunciaron activamente en contra. Y aquí, solo había silencio.

¿Consiguió entenderlo?

Empecé a buscar a las familias, pero todos se negaban a hablar conmigo. Hasta que una mujer aceptó. Su hermano pequeño, la persona a la que más quería en esta vida, había entrado en el ejército en tiempos de paz. Le parecía un ascensor social. De pronto, le mandaron a Ucrania y le mataron en el frente. A ella le devolvieron un ataúd cerrado. Empezó a preguntar, a buscar la verdad. Hasta que también ella se calló. Yo la encontré y le pregunté: “¿Por qué este silencio?, ¿tienes miedo?”. ¿Sabes qué me respondió?

No.

Me dijo: “En mi vida he tenido dos grandes amores: mi hermano y mi país. Mi hermano está muerto y haría lo que fuera por poder resucitarlo. Pero no puedo. Pero si digo que mi país mató a mi hermano, perderé también a mi segundo amor. Y entonces me quedaré vacía. Y yo quiero amar a mí país”.

Amar a Rusia.

Sí. Lo que ella me dijo es, probablemente, lo más aterrador que he oído en mi vida. No dejaba de pensar: qué curioso, el amor por mi país, que yo también siento, me da fuerzas para trabajar, seguir adelante y hablar, pero a ella ese mismo amor le ha hecho callarse.

¿Usted también ama a Rusia?

Amo a mi país. Es el país al que más quiero. Pero jamás pensé que todo acabaría así. Llevo 17 años escribiendo sobre cómo aumentaba el autoritarismo en Rusia, cómo se desarrollaban las ideas fascistas, y, al mismo tiempo, conservaba un optimismo completamente estúpido.

Siempre me ha parecido curioso cómo Ucrania y Rusia, dos países con el mismo pasado, que vivieron el mismo colapso al caer la URSS, se desarrollaron durante 30 años en direcciones completamente opuestas.

Rusia tuvo una cosa que no tuvo Ucrania y Ucrania tuvo dos cosas que no tuvo Rusia.

¿Cuáles son?

Ucrania no tuvo a un presidente que venía del KGB, que veía el mundo como una interminable sucesión de amenazas, que conocía muy bien la naturaleza humana, las debilidades y miedos humanos, y que, por así decirlo, aprovechaba todos estos conocimientos, mecanismos e instrumentos, y creaba nuevos mecanismos e instrumentos.

¿Y qué cosas tuvo Ucrania que Rusia no tuvo?

En primer lugar, en Ucrania había un regionalismo muy marcado, había oligarcas regionales que apoyaban a las fuerzas políticas regionales. No era un sistema tan centralizado. Y en segundo lugar, Ucrania tuvo dos revoluciones muy exitosas. La historia de la sociedad civil en Ucrania es una historia de victorias.

La gente sabe que, si sale a la calle, las cosas ­cambian.

Sí. La historia vital de los ucranios dice que si todos juntos nos esforzamos, ganamos. La historia de la sociedad civil rusa es una historia de derrotas. No recuerdo ninguna protesta rusa que haya terminado con la victoria de la sociedad civil.

Históricamente, las manifestaciones en Rusia han acabado en represión. Usted misma ha estado en muchas de ellas.

Sí. Putin, como persona obsesionada con su propia seguridad, ha estado aumentando constantemente el aparato de fuerza. Ahora tenemos en Rusia cuatro millones de miembros de fuerzas de seguridad, que es muchísimo, y están armados hasta los dientes. Muchos de sus medios, para dispersar manifestaciones o reprimir multitudes, ni siquiera los han utilizado todavía. Por cierto, esos medios los compraron en Europa.

¿Cómo?

Europa, antes de la guerra de 2022, prefería ignorar todo esto. Si se hubiera detenido a Putin en Chechenia, cuando arrasaba, bombardeaba, cuando el ejército ruso cometía los mismos crímenes contra la humanidad que hoy en Ucrania, los que denunciaba la periodista Anna Politkovskaya y que, desgraciadamente, pagó con su vida…

¿Quién le podría haber detenido entonces?

No lo sé, pero entonces aún era amigo de Occidente. Pero esa fingida impotencia de los políticos europeos… Dudo mucho que no puedan hacer nada. En el sentido de vender armas y uniformes a nuestras fuerzas de seguridad sí que podían. Y ahora, ¿qué? Tenemos un gigantesco aparato represivo que no surgió en febrero de 2022. Pero no se puede decir que viviéramos en un país libre antes. John Donne escribió que nadie es una isla. En el mundo moderno todo está tan interconectado que cuando pasa algo en un lugar remoto del mundo, todos pagan las consecuencias. Cuando Putin, un viejo que, en mi opinión, tiene un miedo terrible a su propia muerte, está aterrorizado y quiere pasar a la historia, y decide atacar Ucrania, en África empiezan a morir niños por la hambruna.

También existe la idea de que cada pueblo tiene a los gobernantes que se merece.

No quiero quitarles la responsabilidad a mis compatriotas ni a mí misma. ¿Sabía yo que se iba todo al carajo? Sí. Trabajaba en un periódico. Escribía tres veces por semana sobre el tema. ¿Por qué no me ocupé de lo principal? ¿Por qué no luché por un cambio de poder en Rusia?

¿Usted sola?

Bueno, yo sola quizá no lo haría, pero somos 146 millones. Yo, como muchos de mis colegas, antes de la guerra creía en esta, probablemente, principal mentira del capitalismo de que el periodista no debe interferir en la realidad, que simplemente describimos la realidad. Que somos como pájaros níveos que vuelan por el cielo y no deben tocar esta suciedad con sus alas porque entonces perderíamos nuestra jodida objetividad.

¿Y ahora?

Ahora, por supuesto, tanto yo como muchos de mis colegas hemos comprendido que el deber profesional no anula el deber cívico. Que quizá seas un periodista consumado, quizá seas un panadero estupendo, un médico estupendo, pero si en tu país crece el autoritarismo y el fascismo, bueno, tienes que luchar contra ello. Hemos pagado muy caro por entenderlo. Pero, para responder honestamente a tu pregunta: me gustaba mi vida, me gustaba cómo vivía. Entendía que si empezaba a dedicarme activamente a la política, como mínimo, mi vida cambiaría mucho. Y, como máximo, estaría muerta.

Pusieron precio a su cabeza en Ucrania. Fue a Europa y la envenenaron. ¿Se ha recuperado?

Casi. La investigación sigue en curso, pero no me informan de nada.

Escribió que sintió mucha vergüenza cuando la envenenaron.

Cuando vives una situación traumática, cuando sufres abusos o cuando te intentan matar, tu cerebro, con la esperanza de volver a tener el control, te dice: si hubieras hecho esto o no hubieras hecho lo otro, esto no te habría pasado. Cuando denuncié sentí una vergüenza terrible. Es muy desagradable pensar que alguien quiere matarte. No es que dé miedo, sino que es desagradable, como si estuvieras recubierta de algo pegajoso que quieres quitarte.

¿Cómo vive ahora?

Cada mañana me despierto y lo primero que hago es mirar qué ha hecho mi país durante la noche. Recuerdo todos esos años en los que elegí mi propio confort, mi propia profesionalidad identitaria por delante de la vida y la seguridad de otros. ¿Cómo vivo? Me ha ayudado este libro. Me ha ayudado Yana, mi mujer, sin ella no habría llegado viva a hoy. Entendí que escribir es una forma de sobrevivir.

Ahora imparte cursos en la universidad, se reúne con activistas, une a personas…

Quiero que la gente vea que no puedes hacer nada solo cuando estás muerto. Si estás muerto, es el fin de la historia. Mientras vivas, hay esperanzas, tienes opciones. Cuando fui a EE UU, a un continente diferente, con un idioma distinto, y vi que se comportan como nosotros en 2012… Pensé que no se trata de prorrusos o proestadounidenses, se trata de gente asustada y la gente asustada se comporta así. Y ahora, cuanto más viajo, más veo que entre nosotros hay mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Y eso, por un lado, permite y ayuda a los regímenes autoritarios de todo el mundo a aprender unos de otros, apoyarse mutuamente, adoptar las tácticas de los demás, reescribir las leyes. Y, por otro lado, esto nos permite a nosotros, a los ciudadanos de diferentes países, compartir experiencias, estrategias, tácticas, herramientas de supervivencia, vernos unos a otros no como extraños. Y en realidad, creo que existe mucha esperanza en esto. Aunque los políticos actuales hacen todo lo posible por polarizar al máximo tanto a la sociedad dentro de los países como a la sociedad, por así decirlo, global. ¿Para qué? Para que la gente simplemente no se hable entre sí por miedo.

Usted no puede volver a Rusia, pero su madre y su hermana siguen viviendo allí. ¿Teme por ellas?

Estoy muy preocupada por mi familia. Mi madre tiene 78 años y no se quiere ir. Dice: “Si tú has perdido la oportunidad en Rusia, no significa que yo tenga que perder mi oportunidad de vivir en Rusia, entre mi gente, en el país que amo”. La entiendo. Si pudiera…

¿Volver?

Lo más profundo e insoportable para la psique humana es la ambigüedad. Envidio a la gente que se ha ido de Rusia y también envidio a la gente que se ha quedado porque ambos han elegido. Yo fui a trabajar a otro país y ya no pude volver.

¿Qué hará cuando vuelva?

Ahora mismo daría mi brazo izquierdo por estar allí, por tomar apuntes de todo lo que está sucediendo. Pero entiendo que Putin y su equipo se han vuelto locos y que, después, tocará arreglarlo todo, y eso significa que tengo que vivir muchos años, que tengo que trabajar mucho. Y eso me anima un poco.

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Sobre la firma

Margaryta Yakovenko
Periodista y escritora, antes de llegar a EL PAÍS fue editora en la revista PlayGround y redactora en El Periódico de Cataluña y La Opinión. Estudió periodismo en la Universidad de Murcia y realizó el máster de Periodismo Político Internacional de la Universitat Pompeu Fabra. Es autora de la novela 'Desencajada' y varios relatos.
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