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Blogs / El Viajero
El blog de viajes
Por Paco Nadal

Siete días en el Tíbet: donde la vida se desarrolla a una altitud media de 4.900 metros

En septiembre de 2025, la región china celebrará un aniversario polémico: la creación de la Región Autónoma del Tíbet. Aprovechamos para viajar por el techo del mundo en busca de una cultura y unos paisajes únicos

Tíbet
Paco Nadal

Tíbet. Pocos topónimos provocan imágenes tan exóticas en la imaginación de un viajero como este de cinco letras. Monasterios de cúpulas doradas perdidos en la inmensidad de unas montañas desnudas, lamas de rojas túnicas entonando cánticos rituales, estupas recortadas sobre un fondo de glaciares y picos nevados, banderas de oración flameando al viento, pastores de yak por las interminables llanuras…. Así era al menos en las páginas de Siete años en el Tibet, de Heinrich Harrer.

Pero cuando aterrizas en el moderno aeropuerto de Lhasa y el taxi te lleva al centro de la ciudad entre bloques y bloques de edificios, modernos malls, fachadas de cristal y acero y barrios enteros tan vanguardistas como vacíos… las lecturas previas se te van al garete. “¿Esto es el Tíbet?“, te preguntas asombrado.

China celebrará este próximo septiembre el 60 aniversario de la creación de la Región Autónoma del Tíbet. Y aquí en Lhasa incluso se rumorea sobre la presencia del presidente del país, Xi Jinping, para darle más lustres a los fastos. Durante esas más de seis décadas de ocupación (la anexión de facto a la República Popular China empezó en 1950), China ha invertido tal cantidad de dinero en infraestructuras y modernización del techo del mundo que, parafraseando a Alfonso Guerra, esto ya no lo conoce “ni la madre que lo parió”. Al menos, tiene muy poco que ver con el Tíbet que visité por primera vez hace ya casi 30 años.

¿Quiero decir que Tíbet ya no es el Tíbet y que no merece la pena venir a conocerlo? En absoluto. Apenas que salgas de Lhasa y te dejes perder por carreteras de montaña y aldeas tibetanas, la magia de este territorio extremo, donde la vida se desarrolla a una altitud media de 4.900 metros y en el que el budismo lamaísta sigue marcando la vida de sus habitantes, te enamorará.

El palacio de Potala, iluminado por la noche el pasado 14 de julio.

Pero empecemos por el principio. Una vez en Lhasa la visita obligada es al Potala. La primera visión desde la gran explanada ceremonial creada justo enfrente de este enorme edificio blanco y rojo es de las que no se olvidan en la vida. El Potala, la antigua residencia de los Dalái Lama, es una de las construcciones más impactantes y fotogénicas de Asia. Una montaña de adobe y ladrillo coronada por cúpulas doradas que destaca sobre todo el valle del río Lhasa y que, de noche, iluminada, parece una nave espacial a punto de despegar. El acceso al complejo, como todo en Tíbet, está reguladísimo. Tienes que estar a la hora contratada, con tu guía local, en la puerta asignada y con el pasaporte en la mano. Lo escanearán y te harán un reconocimiento facial, como en cualquier otro movimiento que hagas por el país: Gran Hermano existe, y está en China. Luego te queda subir los 400 escalones que dicen que hay hasta la parte visitable. Yo, sinceramente, no los conté, bastante tenía con respirar; a los 3.650 metros de altitud donde está ubicada Lhasa, esa ascensión se convierte en un esfuerzo titánico.

El Potala fue la residencia de los máximos representantes del budismo tibetano hasta 1959, cuando el decimocuarto Dalái Lama se exilió en la India. Tiene 13 pisos de altura, más de mil habitaciones, diez mil santuarios y unas doscientas mil estatuas. Pero apenas se visita un pequeño porcentaje del total del enorme complejo. En una de sus alas viven aún 80 monjes. Aunque en el recorrido sientes el misticismo que impregna la construcción, sinceramente, el Potala es más espectacular por fuera que por dentro.

Justo lo contrario de lo que ocurre con el otro gran atractivo de Lhasa: el templo Jokhang. Si el Potala era el centro administrativo del Tíbet de los lamas, el Jokhang era y sigue siendo el corazón sagrado del budismo tibetano, algo que no se aprecia desde el exterior, pero que te acogota cuando accedes a su interior. El Jokhang data del siglo VII y ha llegado prácticamente intacto hasta nuestros días. Junto con el Potala fue de los pocos monumentos tibetanos que no resultaron destruidos durante la Revolución Cultural de Mao, aunque sí fueron expoliadas o destruidas la mayoría de estatuas y riquezas que albergaba en su interior.

El acceso, donde docenas de fieles se postran de rodillas de manera ritual como final de su peregrinación, da paso a un patio porticado con bellas columnas de madera y más de 1.000 budas pintados en las paredes. Los Dalái asistían a las ceremonias desde el balcón dorado que se ve aún en el primer piso a la izquierda. Una vez dentro, pese al agobio de visitantes y peregrinos, sientes el paso y el peso de la historia y la espiritualidad impregnado en sus vetustas maderas. Hay docenas de capillas de diferentes sectas budistas por las que los peregrinos pasan en filas, dejando billetes de un yuan bajo las estatuas o manteca de yak en los pebeteros como ofrenda. Mientras que el interior del Potala es un recuerdo frío y vacío de un pasado que no volverá, el Jokhang es un lugar vivo, sagrado y palpitante donde cientos de peregrinos llegados a diario desde todos los rincones del Tíbet manifiestan su fe.

Una budista tibetana gira la rueda de los creyentes a los pies del palacio de Potala.

El Jokhang ocupa el centro del Barkhor, la gran plaza de la ciudad vieja de Lhasa, que con sus edificios tibetanos de dos y tres pisos de fachadas encaladas y típicas ventanas de cerrajería de madera ha sobrevivido al empuje de la ciudad moderna. A cualquier hora del día, cientos de peregrinos hacen la kora, la peregrinación ritual en torno al templo con sus rosarios y sus pequeñas ruedas de oración, siempre en el sentido de las agujas del reloj. Los hay de todas las edades y condición social; muchos vienen desde cientos de kilómetros de distancia. Hay tibetanos humildes del campo, distinguibles por sus ropajes oscuros y austeros; urbanitas más modernos, chinos en su mayoría, con gafas Ray-Ban y zapatos caros; ancianas y ancianos encorvados que a duras penas pueden caminar, pero que no dejan de dar vueltas una y otra vez a la plaza. También muchas chicas jóvenes disfrazadas con trajes típicos tibetanos haciéndose fotos para sus redes sociales de una manera un tanto irreverente, como ocurre ya en cualquier ciudad histórica china. Y policía, mucha policía; reconocimiento facial y pasaporte cada vez que entras o sales de la plaza. Esto es China.

Tras las puertas rojas de todos los bajos comerciales de la plaza se cobijan docenas de tiendas de suvenires y objetos religiosos para los peregrinos. Apenas hay turistas occidentales; y los pocos que nos encontramos aquí esta mañana de cielo azul impoluto pespunteado por nubes de algodón no somos más que la nota exótica en una realidad local genuina y auténtica que lleva siglos repitiéndose en este espacio sagrado, pese a la modernización impuesta por Pekín.

Es hora de ponerse en marcha. El verdadero Tíbet se descubre dejando atrás Lhasa. Tras el pertinente control policial al salir de la ciudad y nuevo registro facial, tomo la carretera S307 que lleva a Shigatse, la segunda ciudad del Tíbet, a través de las montañas. Es una de las excursiones más populares entre los visitantes. Existe una autovía entre ambas ciudades mucho más directa y rápida, pero como ocurre tantas veces, la línea recta no es siempre la más atractiva: este camino tortuoso por la montaña regala los primeros paisajes que uno imagina del país de los Himalayas.

La S307 está bien asfaltada y asciende sinuosa hacia el paso de Karo La. Hago un alto en un primer mirador, pero el espectáculo me resulta desolador. Yaks con montura para subirse a ellos, cabras con pompones rosas en la cabeza y mastines tibetanos con gafas de sol posan aburridos mientras los turistas chinos se hacen selfies con ellos a cambio de unos yuanes. A nadie parece importarle las vistas mientras hacen cola por sacarse una foto con el monolito de piedra que marca el lugar. Desde que acabó la pandemia, casi el 95% de los turistas que visita Tíbet son nacionales chinos. Y su estilo estridente y avasallador de hacer turismo dista mucho del estilo occidental. Por decirlo de una forma suave.

Una pareja china posa con trajes tradicionales en el templo de Jokhang.

Cuando por fin corono un primer puerto en el mirador de Langbuqi, a 4.700 metros de altitud, el paisaje se torna más soberbio y el espectáculo, más patético aún. Al fondo aparece el lago Yamdrok, un mar interior de color turquesa que se alarga y se pierde entre montañas. Es uno de los tres grandes lagos sagrados para los tibetanos. En las orillas despuntan algunas aldeas blancas rodeadas de campos de colza de un amarillo violento. Al fondo se ven los primeros picos nevados y los glaciares de la cuenca del Yarlung Tsangpo, uno de los ríos más largos de Asia, que fluye hacia India donde cambiará su nombre por el de Brahmaputra. En las colinas cercanas, cientos de banderas de oración pigmentan la escena con sus verdes, blancos, rojos y amarillos. El paisaje que siempre soñaste del Tíbet.

Pero cuesta disfrutarlo. El mirador de Langbuqi parece una verbena al aire libre. Hay un enorme escenario donde cualquiera que lo desee puede agarrar un micro y desgañitarse con el karaoke a volumen de Match 2. Un tipo subido al capó de un todoterreno berrea mientras rasga una guitarra enchufada a varios altavoces. Algunos bailan al son de esa música, otras jóvenes se hacen selfies ataviadas como si se acabaran de escapar de la corte de Gengis Khan. A nadie parece importarle un pito el entorno. El turismo chino es así. Abajo, en la orilla de lago, hay otras dos zonas de parking con el mismo ambiente: yaks ataviados con flotes en los cuernos, un viejo todoterreno pintado de rosa, un photocall con un enorme corazón… el paisaje tibetano es solo el decorado para hacerse fotos triviales.

Por fortuna, parece que las hordas de turistas poco respetuosos solo llegan hasta el lago. Más allá, camino de Shigatse, la cosa se normaliza. Paro a comer en Nagarzê, un pequeño distrito perdido en estas alturas con ciertos servicios, entre ellos un restaurante local con mesas cuadradas, alfombras, grandes termos de té y parroquianos fumando. Su tez oscura, casi tan negra como sus sombreros de fieltro, me confirma que estoy en corazón del Tíbet.

La carretera asciende ahora por un precioso valle glaciar hasta llegar al paso Karo La, el punto más alto de la ruta: 5.040 metros. Por muy aclimatado que vengas, al bajar del vehículo la cabeza te da vueltas. Hay que andar despacio y no emocionarse mucho, aunque el lugar provoca excitación. El decorado es bellísimo: una enorme estupa blanca preñada de banderas de oración se recorta sobre el enorme glaciar agarrado a la ladera que baja del Noijin Kangsang (7.101 metros), el pico más alto de la región, escalado por primera vez por una cordada china en 1986. Los bloques de hielo están tan cerca que, si alargas la mano, parece que los tocaras. Es otra de esas imágenes que justifican un viaje al Tíbet y que se te quedan grabadas para siempre.

El lago de Yamdrok, en el Tíbet.

A la bajada del paso de montaña paro en Gyantse para ver el Pelkor Chode, una de las joyas arquitectónicas y artísticas del Tíbet. Este monasterio, construido en 1427, es el único en el que conviven las tres escuelas del budismo tibetano: la Gelugpa, la Sakypa y la Kadampa. Pese a que sufrió los efectos de la Revolución Cultural de 1959, conserva en el interior del templo antiquísimos libros, frescos originales del siglo XV y muchas estatuas de Buda y joyas originales.

Tiene además el mayor y más bello kumbum del Tíbet. Un kumbum, que en tibetano significa “100.000 imágenes sagradas”, es una construcción a medio camino entre la estupa y la pagoda formada por varios pisos en los que se ubican diferentes capillas budistas. Este del monasterio Pelkor Chode tiene nueve lhakhang o pisos, 77 capillas y una altura total de 35 metros rematada por una cúpula de oro.

La visión al atardecer del tsulaklakang (el templo principal, pintado de rojo), el kumbum blanco, las murallas rojizas que rodean todo el monasterio y, a lo lejos, las murallas blancas del antiguo dzong (castillo) de Gyantse, que parece sacado de una escena de Juego de Tronos, vuelve a regalarme otro de los momentos gozosos de esta semana en en la Región Autónoma del Tíbet.

El 'kumbum' parte del monasterio Pelkor Chode.

Desde Gyantse hasta Shigatse, donde duermo, hay unos 90 kilómetros a través de campos de colza y cereales que dulcifican el áspero paisaje Tíbetano con sus llamativos verdes y amarillos.

Shigatse es la ciudad más alta de Tíbet y de toda Asia. Se levanta por encima de los 3.800 metros. Su mayor atracción y por lo que he venido hasta aquí es el monasterio de Tashi Lhunpo, a los pies de la montaña Nyima. Era la sede de los Panchen Lama, la segunda autoridad religiosa de la escuela Gelugpa del budismo tibetano -la de los gorros amarillos, a la que pertenece el Dalái Lama- y es en sí, una gran ciudad amurallada con docenas de edificios, estupas y templos que un día albergó hasta 4.000 monjes y que hoy sigue acogiendo un importante centro de estudios de filosofía tántrica.

Tashi Lhunpo es una de las grandes joyas del Tíbet pese a la destrucción que sufrió en varias ocasiones. Podrías dedicarle el día entero a recorrer sus capillas y maravillarte con sus joyas, desde el gran salón de Sutras —donde se leen sermones y se imparten enseñanzas budistas—, a la sala de las Estupas con chortens de metales nobles y piedras preciosas que acogen los restos mortales de varios Panchen Lama, al magnífico trono del Panchen Lama o la impresionante estatua del Buda Futuro, en la capilla Maitreya, con que sus 28 metros de alto es uno de los más grandes del mundo, además de las más valiosas: se usaron más de dos toneladas de oro y cientos de piedras preciosas en su construcción.

Deambulo por los intrincados rincones de Tashi Lhunpo como el que hubiera entrado al túnel del tiempo y aparecido en el siglo XV. Los peregrinos llevan recipientes de plástico con manteca de yak para ir dejando cucharaditas en los pebeteros de las capillas; antes de acceder a ellas tocan de forma ritual la campana que cuelga en el pasillo. Me encuentro en otro de los grandes centros de peregrinación tibetanos y exceptuando a las personas de mi grupo, no hay más turistas occidentales hoy aquí. Son todos tibetanos de clases sociales y edades variopintas que vienen a honrar a sus maestros.

Unos monjes budistas se refugian del calor en la región de Gansu, del Tíbet.

Cuando por fin enfilo la calle empedrada que lleva a la salida, escucho un griterío en el patio del templo Kelsang. Es “el debate”, uno de los momentos más singulares que puedas vivir en un monasterio budista. Los monjes jóvenes hacen ejercicios de oratoria, retórica y filosofía debatiendo por parejas con una gestualidad exagerada, que termina siempre dando una palmada para acentuar la veracidad de sus argumentos. Ajenos a los visitantes que nos mezclamos con ellos sin ningún pudor y los fotografiamos con teléfonos del siglo XXI, los monjes rivalizan en dialéctica en una escena que debe de llevar repitiéndose exactamente así desde cinco siglos atrás.

Desde Shigatse se continúa hasta el campo base del Everest, que dista 350 kilómetros por carretera asfaltada pero muy montañosa. A diferencia de la vertiente nepalí, por donde tienes que caminar 14 días en un trekking exigente para llegar al pie de la montaña más alta del mundo, por la vertiente china puedes acceder en coche o en autobús. Bien es cierto que a donde llega esa carretera no es al campo base real que usan los montañeros (más lejano y para el que necesitas pagar un costoso permiso), sino a otro campamento de tiendas en un lugar panorámico montado para el turismo. Pero la visión tan cercana de ese coloso de 8.848 metros, la montaña más alta de la tierra, hace que te importe poco si el campo base es real o de mentirijilla.

Lo normal, para ir aclimatando, es hacer noche en Tingri, a mitad de camino, que está a 4.200 metros de altitud y aprovechar para ver de paso el monasterio Sakya (donde por cierto se acaba de abrir un hotel). Y al día siguiente seguir hasta el campo base, que está 5.200 metros de altitud. Mal de altura casi asegurado. Allí hay tiendas de campaña que hacen las veces de alojamiento y de restaurante, pero no tienen botellas de oxígeno por si por la noche te da un paparajote. Sí tienen en el cercano monasterio de Rongbuk, donde hay unas 30 plazas muy espartanas para huéspedes, pero con oxígeno suplementario. Muchos viajeros ven el Everest y regresan en el mismo día a Tingrit o bajan a dormir al pueblo de Zhaxizong, que está 45 kilómetros antes de ese campo base y 800 metros más abajo, donde están creciendo como los champiñones hoteles y hostales con todo tipo de comodidades.

De una u otra forma, aunque ya no sea como el que recorrió a pie Harrer entre 1944 y 1951, el Tíbet, junto a sus monasterios, sus estupas y banderas de oración, sus enormes montañas y sus glaciares, te enamorará.

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Sobre la firma

Paco Nadal
Soy periodista de viajes, que no influencer. He hecho del viaje una forma de vida nómada… Y soy feliz así. Viajo por todo el mundo con mis cámaras y mis drones filmando documentales desde los que intento mostrar que el mundo, pese a todas nuestras agresiones, sigue siendo un lugar bellísimo y lleno de gente maravillosa.
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