Descubriendo el oeste de Sicilia: vinos, playas e historia en un lugar donde reina la calma
Más allá de los destinos clásicos de la isla, la zona de poniente ofrece un viaje auténtico y lleno de sorpresas. Desde los históricos viñedos de Marsala hasta las calas vírgenes de la Reserva dello Zingaro, pasando por pueblos con una arquitectura que refleja siglos de influencias

El recién llegado a Palermo suele viajar hacia el sur o hacia el este, convencido de que los mayores tesoros de Sicilia se encuentran en la costa opuesta. Pero con más de 25.000 kilómetros cuadrados, la isla mediterránea esconde un sinfín de joyas que merecen el desvío, más allá del triunvirato del este, protagonizado por Taormina, Catania y Siracusa. Una alternativa es virar hacia el oeste, siguiendo los pasos de un turismo más local —principalmente italianos del norte, especialmente de Lombardía— y más auténtico. “Auténtico” no debe sonar a tópico, o no demasiado, porque precisamente lo que hace atractivo este rincón es también lo que disuade a muchos: es mucho menos accesible que la costa este, a la que se puede llegar en autopista desde Palermo o directamente en avión a Catania.
Primero, hay que armarse de valor para alquilar un vehículo en Palermo o Trapani, los dos aeropuertos más cercanos, aunque muchos turistas lombardos llegan en ferri desde Génova con su coche, caravana o moto. Una vez superado el miedo a competir en las serpenteantes carreteras con los sicilianos, conductores impávidos por excelencia, hay que aceptar que las playas de la costa oeste, comparadas con las caribeñas —otro tópico, en este caso exagerado—, no están al alcance de cualquier caminante: muchas tienen piedras en lugar de arena, se encuentran en calas poco accesibles y con parkings caros. Y, maravilla, no hay cobertura móvil.
Tampoco hay que engañarse: el turismo avanza inexorablemente por toda la isla, pero en este rincón aún reina la calma y muchos pueblos conservan su aura pesquera. Quienes llegan, lo hacen con conocimiento de causa, atraídos por la historia de confluencias milenarias, su riqueza gastronómica y un paisaje poco domesticado. Desde el sur, abandonamos Agrigento y sus templos griegos para bordear la costa por la carretera. De pronto, al pasar Sciacca y adentrarnos en el poniente siciliano, por Mazara del Vallo y Marsala, sorprende la sensación de que ya no estamos en una isla europea, sino transportados al norte de África. Fenicios, griegos, romanos, árabes y normandos dejaron su impronta en el territorio, pero la cercanía con Túnez y el frecuente intercambio de mercancías y productos pesqueros ayudan a entender por qué las fachadas blancas o en tonos tierra, con escasas aperturas al exterior, o las callejuelas estrechas de Mazara, algunos barrios antiguos de Trapani o Erice, se asemejan tanto al mundo árabe.

Marsala, tierra de vino y leyendas
En esta Sicilia mestiza, el nombre de Marsala se ha hecho un hueco entre los vinos más famosos del mundo. Fundada por los fenicios, que se refugiaron aquí cuando la pintoresca isla de Mozia cayó en manos romanas, la quinta ciudad más poblada de Sicilia está llena de encanto e historia. Se puede visitar, por ejemplo, el Museo Arqueológico Baglio Anselmi, instalado en un antiguo baglio —finca fortificada típica de la zona— donde en el siglo XIX se conservaba el vino. La estrella del museo es el barco púnico de Marsala, una embarcación cartaginesa que participó en la Primera Guerra Púnica entre Cartago y Roma, conservada en un estado excepcional.
A las afueras del centro, frente al mar, se encuentran las históricas bodegas de la ciudad: Pellegrino, Donnafugata, Florio... En Sicilia, estos nombres tienen tanto de reclamo comercial como mitológico. Los Florio, cuyo apellido vuelve a sonar gracias al éxito de la saga familiar escrita por Stefania Auci, comenzaron como farmacéuticos en Palermo antes de convertirse en magnates de la isla. Con una graduación de entorno al 19%, no es de extrañar que, cuando los sicilianos tomaron el negocio —que habían iniciado comerciantes británicos tratando de imitar Jerez u Oporto—, lo vendieran con el lema “Ristora, rinfranca, rinforza” (restaura, refresca, refuerza). El logo de la marca sigue siendo un león enfermo que se cura al beber este vino con denominación de origen, que al envejecer puede adquirir un singular tono caoba. La bodega donde se conservan los enormes y centenarios toneles se puede visitar con guía en inglés o italiano. Su imponente nave recuerda a la de una iglesia.

Más allá de bodegas y museos, conviene perderse por las callejuelas del centro de Marsala, atravesar la Porta Garibaldi —recuerdo vivo de que fue la ciudad donde desembarcó Garibaldi en mayo de 1860 con su “Expedición de los Mil”— y visitar el mercado local, la catedral en la plaza de la República, o probar especialidades culinarias en La Corte dei Mangioni o en Natura a Tavola, regentado por una familia que mantiene el arte de recibir a la siciliana.
Continuamos hacia el norte. Antes de llegar a Trapani, una opción para un turismo más pausado es alquilar bicicletas para visitar las salinas de Marsala y navegar por las islas del Gran Estanque, la Laguna dello Stagnone, Mozia, joya arqueológica visitable; Isola Grande y La Schola, diminuta isla que, según la tradición, albergó una escuela de retórica romana donde enseñó Cicerón y que en la II Guerra Mundial se usó como lazareto. En las salinas hay restaurantes y bares ideales donde disfrutar de las vistas, como Oro Bianco y Mamma Caura.

Trapani y las Egadas: un paraíso donde perderse
Trapani tiene la desgracia de ser usada principalmente como puerto o punto de paso turístico. Pero sería una pena irse sin pasear por su “lungomare” o refrescarse en su playa, una de las más accesibles de la zona. Se trata de otro puerto histórico y punto de encuentro entre Oriente y Occidente, África y Europa. Aquí desembarcó Pedro III de Aragón en 1282, dando inicio al dominio español en Sicilia. En la ciudad, que en los últimos años se ha llenado de locales y restaurantes chic, se puede probar la pasta busiate al pesto trapanese (con tomate crudo, ajo, almendras y albahaca), el atún encebollado o el cuscús de pescado, preparado con caldo y servido a veces con marisco, según la zona y el cocinero. Vagabundeamos por callecitas que desembocan en el mar, entre fuentes de cuento (la del Tritón), iglesias barrocas y uno de los relojes astronómicos más antiguos de Europa. Hay que quedarse hasta el final del día para ver el atardecer en las salinas o en la Torre di Ligny.
Para quienes viajen con calma, una propuesta es coger aquí el barco a las islas Egadas. En poco más de una hora se llega a Favignana, la mayor del archipiélago tirreno. Vale la pena recorrerla en bicicleta, admirar sus muros hechos con conchas, bañarse en calas de agua cristalina y comer atún en el puerto, desde donde se ve faenar a los pescadores. Aunque los locales dicen que por el calor los turistas evitan Sicilia en julio y agosto, los números dicen otra cosa: la isla tiene apenas 4.000 habitantes, pero en verano puede recibir hasta 60.000 visitantes. Otra razón para viajar, si se puede, fuera de temporada.

Entre Trapani y Scopello descubriremos playas fabulosas en un paisaje que se mantiene sorprendentemente bien preservado frente al avance del urbanismo. En Bonagia las calas son tan pequeñas que apenas cabe en ellas una familia entera. El paisaje es fantástico en Río Forgia o Macari, playas alternativas a San Vito Lo Capo, cuyo centro se encuentra buena parte del año saturado y cubierto de tumbonas privadas. Si busca comodidad, quédese; si no, vuelva hacia Macari o al sur, rumbo a la Riserva Naturale dello Zingaro. Las casas son bajas y no bloquean la panorámica con el monte Monaco al fondo. Los más aventureros disfrutarán de la reserva: siete kilómetros de costa virgen entre acantilados de piedra caliza. Se puede entrar por el norte, por San Vito, o por Scopello, al sur, y adaptar el recorrido a la ambición o condición física de cada uno para disfrutar de la ruta y de alguna de sus siete calas. No hay coches, ni bares, ni cobertura: solo un mar turquesa y el eco del Mediterráneo.

El viaje termina (o empieza, según por dónde llegue el viajero) en las playas de Scopello y el pueblecito costero de Castellammare del Golfo, un buen punto para establecer como base si no se quiere vivir como un nómada. Intente encontrar una cala tranquila donde no le pidan 20 euros por acceder (existen) y disfrute de un pane cunzato y una granita frente a los farallones de Scopello, o de una cena con vistas al mar en Castellammare. Si la playa no es lo suyo, vale la pena adentrarse en las lentas carreteras del interior y visitar el templo griego de Segesta o el pueblo medieval de Erice, con su castillo dominando el mar desde lo alto.

Hemos aprendido, hemos comido bien y hemos podido vivir uno o varios días de playa sin cobertura. ¿Qué más se puede pedir?
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