‘Las muy ricas horas del Duque de Berry’: el libro por el que vale la pena viajar a Chantilly
Este castillo a una hora de París custodia una de las obras más valiosas y frágiles del mundo. Considerada la ‘Mona Lisa’ del arte medieval, se expone por primera vez en dos décadas hasta el 5 de octubre

A poco más de una hora en coche al norte de París, entre bosques silenciosos y jardines delineados con precisión de orfebre, se alza el castillo de Chantilly. Cuando el día se apaga, el castillo se duplica reflejado en el agua del lago que lo rodea y lo hace inexpugnable. Más que en el agua, parece suspendido en el tiempo, como si fuera una postal de Francia detenida en el siglo XVII. El príncipe de Condé levantó este lugar como un escaparate de poder, pero también como un refugio del alma. Siglos más tarde, su heredero, el duque de Aumale, uno de los más grandes coleccionistas de arte del siglo XIX, llenó sus salones con los tesoros de su impresionante colección: obras maestras, manuscritos, libros raros y objetos preciosos custodiados en el Museo Condé.
El pueblo de Chantilly aún conserva el encanto discreto de las villas francesas: rural y aristocrática, piedra noble en cada esquina y calles tranquilas con boulangeries artesanales, donde mancharse los bigotes con la crema dulzona que le hizo famoso. Chantilly también fue, y sigue siendo, el epicentro de la cultura ecuestre en Francia, con uno de los hipódromos más importantes del país y unas caballerizas, las Grandes Écuries, concebidas como un “palacio para caballos”. Allí se pueden observar a los pura sangres en las cuadras y en el picadero, bucear en la historia de estos animales en el museo del caballo y asombrarse con espectáculos ecuestres bajo una bóveda barroca de 28 metros de altura, más propia de un palacio de la ópera que de un recinto dedicado al lucimiento de los equinos.

Una vez dentro del palacio, uno deambula por la galería de pinturas, la segunda colección de arte antiguo más importante de Francia después del museo del Louvre, con la sensación de estar en un santuario. Obras de Rafael, Fra Angelico, Ingres, Poussin y Delacroix susurran desde las paredes mientras se camina por salones majestuosos, apenas en compañía de un puñado de visitantes. Al otro lado del ventanal, la vista se pierde en el horizonte perfecto de jardines diseñados por André Le Nôtre, el mismo que creó los fabulosos jardines que rodean el palacio de Versalles.

Junto a la colección de arte que adorna sus salas y fastuosos pasillos, el castillo esconde una de las mayores colecciones de manuscritos y libros antiguos del mundo, más de 30.000, solo por detrás de la Biblioteca Nacional de Francia. Pero si en algo supera al gran templo de la cultura francés es en que aquí vive Les Très Riches Heures du Duc de Berry (Las muy ricas horas del Duque de Berry, en español), considerada la Mona Lisa del arte medieval. A diferencia de las pinturas expuestas en el museo, esta obra maestra no se muestra al público debido a su fragilidad extrema. Es custodiada con un celo exquisito en condiciones de temperatura y humedad controladas, lejos de las miradas de los visitantes. Ahora, por primera vez en dos décadas y por unos meses únicamente (hasta el próximo 5 de octubre), el manuscrito ha sido sacado de su cofre para ver la luz en una exposición que permite estar cara a cara con la obra cumbre de las miniaturas medievales.

Las muy ricas horas del Duque de Berry no es solo un libro: es un universo en miniatura, con páginas iluminadas con una devoción casi mística. Es una crónica que cuenta la vida y las estaciones de la Francia medieval: los campesinos cosechan, los nobles cabalgan y cazan, en los banquetes de palacio se ríe, se come y se bebe, y en el horizonte se alzan majestuosos los castillos. Cuando el duque de Berry encargó el libro a los hermanos Limbourg, los mejores miniaturistas de la época, estaba encargando una visión del mundo: un “libro catedral” que, como los grandes templos, necesitó casi un siglo para completarse.
El periplo del manuscrito está a la altura de su valor artístico: sobrevivió a la peste, que se llevó por delante al duque y a los hermanos Limbourg, a guerras y saqueos; pasó por manos del rey de Nápoles y de la casa de Saboya; permaneció oculto y olvidado en una biblioteca privada durante un siglo, y reapareció tras la Revolución Francesa. En 1856, el duque de Aumale lo incorporó a su colección en el castillo de Chantilly y lo convirtió en residente perpetuo, con un testamento que prohibía su venta, préstamo o traslado fuera de los muros del castillo, ni siquiera para exposiciones temporales.

Este devocionario contiene 206 hojas o folios, la mitad iluminados y la otra mitad con textos en latín, y un total de 131 ilustraciones. “En términos artísticos, su valor es incalculable. Es la Edad Media asomándose al Renacimiento”, explica Mathieu Deldicque, director del Museo Condé, frente a la urna de cristal donde se puede admirar el libro.
En mi visita, la página expuesta mostraba a una Eva de melena pelirroja recibiendo una manzana de un reptil con cabeza de mujer y a un Adán compartiéndola a regañadientes antes de ser expulsados del paraíso. Cada semana, un curador del museo abre la urna y, con mimo exquisito, pasa la página para revelar otro folio con otra obra maestra. Afortunadamente, las proyecciones que completan la exposición permiten asomarse a otros pasajes del manuscrito: el soberbio Cristo en el huerto de los olivos, considerada la primera representación nocturna de la historia del arte, y una poderosa imagen del infierno con un Belcebú gigantesco regurgitando los cuerpos desnudos de los pecadores envueltos en llamas, inspiración de muchas representaciones posteriores del infierno.

Flanqueando la urna central donde descansa el manuscrito, varias vitrinas muestran páginas con los calendarios que normalmente acompañan los libros de horas. Me detengo frente al folio del mes de abril con Charlotte Kramer, directora de la editorial Universal Art Group Eikon Editores, que, aprovechando la restauración del manuscrito, está elaborando el facsímil (reproducción exacta y artesanal de una obra original) del mismo. Kramer, cuál mecenas moderna, ha contribuido con su apoyo económico a la restauración de esta página que ahora contemplamos. “Elegí el mes de abril porque es el mes en que nacieron mis mellizos y también porque es una escena importante que representa el compromiso, con la hija del Duque de Berry recibiendo un anillo de pedida en presencia de un grupo de nobles de la corte”.

Kramer conoce como pocos cada detalle del libro: el proceso de creación de un facsímil es una labor de años que busca no solo reproducir el contenido, sino recrear la experiencia sensorial del original a través de los pigmentos, la textura del pergamino y la encuadernación. “Esta exposición será, para mucha gente, la única oportunidad que tendrán en su vida de estar cara a cara con una de las grandes obras de la historia del arte”, asegura. No le falta razón. Cuando la exposición cierre sus puertas, el manuscrito de Las muy ricas horas del Duque de Berry regresará a su cofre, envuelto en la oscuridad y el silencio, para sumirse, de nuevo, en un largo sueño.

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