Los bonitos hoteles imaginarios del ilustrador Jorge Arévalo
‘Hôtels’, una exposición en la galería La Fiambrera de Madrid hasta el 17 de enero, traza un recorrido ilustrado por alojamientos ficticios en destinos reales y glamurosos

La madrileña galería de arte La Fiambrera (calle del Pez, 30) hace las veces de una agencia de viajes encubierta a través de una exposición. Entre las ilustraciones que exhibe hasta el 17 de enero en su cálido y colorido sótano hay un rincón copado por ilustraciones de 17 hoteles imaginarios localizados en destinos reales en los que en otra época se disfrutaba la buena vida. Unas veces con ganas, otras con desdén y siempre con elegancia. El autor de esas ilustraciones es Jorge Arévalo (Madrid, 57 años) y el nombre de la exposición, Hôtels. Aunque también se podría haber llamado En busca del tiempo perdido.
Hacer la exposición se lo propuso la galería. A Arévalo la inspiración para realizar las obras le vino durante un verano hedonista, en un Mediterráneo luminoso. Pero llegó el otoño, el frío, y se vio trabajando fuera de contexto. Aun así, tiró para adelante y confiesa que lo habría llevado hasta el infinito: más hoteles, más localizaciones, más elementos. Cuenta a El Viajero durante una visita guiada a la exposición que fue muy divertido inventar nombres de hoteles; Sacha, Jean Luc, Yves, Alpine, Lemon Ritz, Riva, Chez Claude, Saint Clair, Le Soleil... Casi marcas con su propio universo cromático. Alojamientos que son destinos en sí mismos.
Las ilustraciones de Arévalo por localización, estética, color y diseño, se nutren, además de por sus propias vivencias, de los anuncios de Martini, de la película El talento de Mr. Ripley, de los filmes del cineasta Steven Soderbergh, con una dirección de arte cuidada al milímetro, y, sobre todo, de la cartelería de cine de las décadas de los sesenta y setenta, que hablan de viajes y de placer, de belleza y elegancia. “Ese mundo impecable previo a la masificación del turismo me resulta muy inspirador”, dice el ilustrador, al tiempo que reconoce que ese universo lo tiene un poco idealizado. El imaginario de la Costa Azul francesa, el litoral italiano que se extiende hasta la Costa Amalfitana, los Alpes franceses y suizos, el norte de África, la Cuadra de San Cristóbal del arquitecto Barragán a las afueras de Ciudad de México, Río de Janeiro, Punta del Este… son lugares muy glamurosos y presentes en las revistas de viajes, en la literatura, la fotografía y el cine.

Las ilustraciones que conforman la exposición Hôtels son afrancesadas. Una decisión que adoptó el autor porque así no tuvo que casarse ni con lo italiano ni con lo español. Francia hizo como de limbo mágico que le permitió jugar sin concretar nada. Algo que es evidente cuando se contemplan esas ilustraciones en las que parece que está a punto de ocurrir algo. No se ven las fachadas de esos hoteles imaginarios, pero se intuye que se alojan en antiguas villas romanas, en palacios renacentistas italianos, en edificios históricos parisinos, en casas coloniales. Lo que sí se ven son columnas clásicas, balaustradas de hierro forjado, grandes cortinajes aterciopelados, ventanales, techos altos, suelos de mosaicos hidráulicos... Ese universo de excelencia del pasado que combina con la tecnología actual. Solo se ve un reloj lo suficiente para comprobar que no es digital, no hay rastro de coches, sí de veleros y caballos. Todo parece fuera del tiempo. Incluso los estilismos y los vestuarios podrían ser actuales o de hace medio siglo. El mar y la montaña apenas se ven, se intuyen. En la ilustración de la Cuadra de San Cristóbal hay una piscina que a uno le puede transportar, contagiado por el ambiente que exhala la muestra, a La piscina, película protagoniza por Alain Delon, Romy Schneider, Maurice Ronet y Jane Birkin y ambientada en una localidad próxima a Saint Tropez y que recrea un mundo de espacios vacíos, luminosos, en el que solo hay cuatro personas. Cuatro.

En todas estas ilustraciones es verano. Siempre es hora de pasarlo bien, de disfrutar, de relajarse. La dolce vita. En la mayoría de ellas hay tres personas: una pareja, compuesta por una mujer y un hombre, y un botones polifacético. Cuando no está portando maletas de esas que ya no se ven, tipo baúl y sombrereros, está sirviendo champán. Los elementos mencionados recrean una situación a partir del negro y el blanco. Siempre hay masas de negro definiendo la escena y blancos que equilibran. El negro guía la composición. “El negro junto con el blanco genera el contraste que hace que todo se potencie. Son dos colores básicos para cualquier pintor o artista”, sostiene Arévalo.

Las localizaciones de sus hoteles imaginarios son guiños geográficos, como es el caso de Menorca, que el ilustrador eligió porque dicha isla la conoce bien y, además, en Mahón se encuentra el Lemon Bar, con una estética en rojo particular. En cualquier caso, es una selección de lugares que el imaginario colectivo asocia a la dolce vita: Saint Tropez y la Costa Azul, Positano y la Costa Amalfitana, los Alpes y las estaciones de esquí en Chamonix, Courchevel y Saint Moritz, etcétera. Y es que la gente que veranea en estos lugares tiene la costumbre de esquiar en invierno. Cambia la altitud, la luz, el vestuario, lo que no cambia es la esencia. Es la misma visión hedonista del tiempo detenido. Perdido. Anhelado. La presencia de Marcel Proust, ese novelista francés que habla de las pequeñas emociones, de los olores, de lo que vemos, de los colores, liga con la necesidad que Arévalo cree tener su generación de volver a ciertos momentos anclados en el tiempo, no desde la nostalgia, sino desde el deseo de recuperar elementos impecables, intocables, una cierta excelencia en el hacer. “No me refiero a ostentación, sino a calidad: la toalla de un hotel, la cubertería, el plato… detalles que quizá pocos aprecian, pero que te transportan a un mundo maravilloso”.

A la pregunta de qué diferencia un hotel de otro, Arévalo responde que los detalles y la manera de hacer las cosas. “Hay hoteles que lo tienen todo, arquitectura, servicio, ubicación, y, sin embargo, no conectan contigo. La conexión tiene que ver con el trato, la historia del lugar, la habitación que te toca, los olores, los objetos, los gestos… No necesito lujo ostentoso, sino excelencia sincera. Esas sensaciones intangibles son las que distinguen un gran alojamiento del resto”. Si en el libro de Haruki Murakami, La muerte del comendador, una persona sale del interior de un cuadro, en las ilustraciones de Jorge Arévalo que conforman Hôtels dan ganas de vivir dentro de ellas.
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