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A Casablanca con Alejandro Palomo

Viajamos a la mayor ciudad de Marruecos con el diseñador cordobés que irrumpió con fuerza en la moda española hace casi una década. Entre talleres, la medina de Habous y la fascinante mezquita de Hassan II, reflexiona sobre la relevancia de modernizar las raíces, los temores de un niño de pueblo de hacerse adulto y la nueva etapa de su firma

Casablanca

“Mira, mira esos chavales”. Cuando Alejandro Palomo (Córdoba, 33 años) da con algo que le intriga, entorna los ojos, una fugaz contracción del párpado inferior, y esto puede ocurrir en cualquier sitio. En la Place Nevada de Casablanca, por ejemplo, en el centro de la mayor ciudad de Marruecos, donde hay un skatepark forrado de jóvenes con monopatines y pinturas callejeras: una respuesta secular a la estética iconoclasta y rígida del islam. Aquí, entre el follón de ollies y kickflips, el diseñador ha atisbado a dos adolescentes que se alejan distraídamente, uno con el pelo teñido de rubio y otro, con un pendiente en cada oreja. El contraste entre la seriedad marroquí y el individualismo gen Z de los chavales emociona a Palomo, quien hace nueve años irrumpió como una bomba en la moda española precisamente por conocer y retar los códigos del folclor español. “Es muy interesante la mezcla de la raíz de aquí, de una cultura tan fuerte, cuando desde ella la intentan replicar esa generación de niños modernos”, sonríe. “Habría dónde rascar aquí”.

Si Fez y Marraquech tienen el encanto de lo tradicional y Tánger y Esauira, el de lo exótico, Casablanca podría considerarse la ciudad progresista del país. Será el carácter portuario de este enclave de cuatro millones de habitantes; será porque al mirarla durante tres días a través de los ojos de Palomo se hace imposible no ver en sus calles, además de sus característicos revestimientos art déco, cantidad de atisbos de un Marruecos posibilista, un lugar sensible a los tiempos y amable con quienes viven a los márgenes de la norma. Palomo, al menos, se fascina con varios de ellos. Criado en Posadas (7.224 habitantes), Córdoba, donde muchos como él no había, y hoy formidablemente gay y dueño de un estilo andrógino al vestir, parece tener este punto débil. El de alguien que conmueve instintivamente ante el triunfo del individuo sobre su entorno.

Por ejemplo, visitamos el taller de Said Mahrouf, un diseñador de moda femenina nacido en Arcila y criado en Holanda, famoso por vestir a celebridades del país. Mahrouf volvió a Marruecos pero no del todo. Sus vestidos andan divididos entre la parte de estética más noreuropea —más Madame Grès, en concreto—, que ocupa varios burros del taller, y otra de caftanes fantasiosamente brocados, más local. Esta ocupa solo un burro en el taller. “Exigencias del mercado”, se encoge de hombros Mahrouf. A Palomo este nuevo choque entre innovación y raíces le parece valioso: “Estamos haciendo el mismo trabajo. Yo he vivido muchísimo del tópico, pero esto es lo que ha hecho que me guste la moda desde pequeño. Siempre vuelves a la misma idea, al mismo recuerdo, a la misma referencia. Inevitablemente me he fascinado de pequeño con toda la iconografía religiosa, los trajes de flamenco, todo esto. Y los evolucionaba”. Un poco de contexto histórico: “Creo que he sido parte de esa generación que hemos salido y hemos vuelto; la que ha sido capaz de mirar a nuestro tópico sin vergüenza. Eso ha sido un fallo en el ecosistema de la moda española. Siempre intentamos hacernos los guais, mirando fuera y trayendo lo que pasaba ahí. Hasta que hubo una generación que realmente ha buscado dentro para hacer algo que hable hacia afuera. Eso es lo que ha hecho que España tenga un interés en el extranjero”.

También ayuda, aunque no es fundamental, que en el viaje regresemos siempre al hotel Royal Mansour, organizador de este encuentro. La cadena de lujo, propiedad de la casa real marroquí, abrió esta sucursal en 2024, en lo que era un palacio de los años cincuenta, tras el éxito de su sede en Marraquech, abierta en 2010. El palacio es enorme e incluye 93 habitaciones, cuatro restaurantes de alta cocina (dos de ellos en el rooftop, con vistas a toda la ciudad; también hay un bar en ese piso) en los que hacemos cada comida. Hay spa, boutique y un chaouch en cada esquina, para ofrecer un intimidante servicio palaciego. Es en este alojamiento, en concreto en la piscina y con un cóctel en la mano, donde Alejandro Palomo se relaja, y se permite mostrarse más reflexivo sobre lo que supone visitar la ciudad en este momento concreto de su meteórica trayectoria.

—Tenía la sensación de que iba a morir joven cuando empecé. Que iba a ser, y me aterraba la idea, de los que se mueren a los 27 años. Me pasé los 27, cada día, diciendo: “A ver qué maceta se me cae encima hoy”. Ahora quiero vivir hasta los 85.

—Cuando uno se cría en un lugar donde no hay nadie como él, tiene más difícil imaginarse el futuro. Al no tener en quién fijarse para visualizar la vejez, es más fácil suponer que la vejez es imposible. Que vamos a la muerte.

—Hmmmm.

—¿Ha pensado que usted será el referente en quien se fijen quienes vienen detrás, que para los niños de hoy su historia será lo normal?

Palomo irrumpió en la moda española en febrero de 2016, cuando presentó en el piso de un coleccionista madrileño una colección llamada Orlando, por el personaje de Virginia Woolf que cambia de sexo en una vida de 300 años: fue una explosión de creatividad andrógina, castiza y glam que le convirtió, a los 24 años, en el niño prodigio del sector. “Un casting de adolescentes maquillados, vestidos con volantes, jubones azul bebé y coquetos volantes de príncipe renacentista (…) generaron más revuelo, pese a que Palomo era un total desconocido, que cualquier nombre consagrado en los últimos años”, resumía Josie en una de las primeras entrevistas del diseñador en Icon, revista de EL PAÍS. En febrero de 2017 organizó su primer desfile en Nueva York; ese septiembre, Beyoncé posó con una bata diseñada por él, de volantes y estampado de flores; seguirían Madonna, Rosalía o Harry Styles; en 2018 ingresó en el prime time español, como jurado en Maestros de la costura (TVE), donde ha permanecido hasta ahora.

Pero no murió a los 27 y como no murió, ahora tiene que vivir, o sea, tienen que decidir qué hace uno después de hacer lo imposible, qué es de un niño prodigio cuando ya no es niño, cómo crece una persona que es a la vez una marca y que es una empresa. Tiene que decidir todo esto a la vez y, en los últimos meses, parece haber dado con una respuesta. En un tránsito a la adultez, ha empezado a diseñar para mujer y no solo para chicos andróginos; ha metido a una consejera delegada, Rosella López Norzi, en la casa; ha encontrado inversores ante los que debe responder y ha soltado su taller y su residencia en Córdoba para mudarse a Madrid. “Lo que hago es mucho más difícil, a pesar de que parece mucho más fácil. Creo las colecciones como llenando cajas, una cosa completamente nueva para mí: tres chaquetas, cinco vestidos, cuatro tops, uno de noche y uno de día, uno de transición. Cuando empecé, hubiera dicho: ‘Eso está chupado’. Antes creaba tanto, tanto, tanto, tanto, tanto. Y luego ya de ahí íbamos y seleccionando y sacando, si se quedaba un burro sin usar, no pasaba nada. Ahora todo tiene un propósito, un principio y un final, todo está hecho para que termine en el armario de alguien; está hecho para la persona real, aunque tenga un pequeño espacio para la fantasía. Pero es mucho más difícil porque tiene que funcionar. Se tiene que ver el resultado, hay un inversor nuevo que ha metido todo este dinero y yo tengo que responder”, explica. Como los chavales del skatepark, debe conciliar ser él mismo con vivir en el mundo de los mayores.

Una empleada del hotel nos informa de que se nos han hecho las nueve de la noche. La piscina va a cerrar y, además, nos espera Manoli, la madre del diseñador, que es su acompañante en este viaje, en unos de los restaurantes del rooftop. Se dice que para conocer a alguien no hay más que mirar cómo trata al servicio: aquí el cordobés sobresale como alguien extraordinariamente empático con todos. También se dice que a la gente se la desnuda mirando sus contradicciones y aquí hay una: una persona finísima, alguien capaz de atraer a Troye Sivan a un desfile y a Malia Obama a su after party, y, a la vez, no dejar de ser un chico de pueblo, el hijo único de una familia humilde que empezó con el dinero y el trabajo de sus padres, en una operación familiar sustentada por sus amigos. Esos rasgos se vienen con él en la nueva etapa. “Desde el principio me di cuenta de que desde la humildad, tranquilidad, cercanía, amistad y bondad iba a llegar más lejos que siendo un gilipollas”, anuncia. “Nunca me gustó esa vertiente de la moda, por eso nunca me gustó demasiado París, toda esa sensación de moda agresiva. El diseñador que está por encima de todo nunca me ha gustado. Haber estado en el pueblo cerca de la familia todo el rato siempre me ha tenido bastante con los pies en la tierra. No se me ha ido mucho la cabeza. Por supuesto, he tenido delirios de grandeza porque tenía 24 años. Y veía todo y le decía a mi prima: ‘¿Cómo me has puesto este hotel de mierda?’. ‘Pues porque no tienes ni un euro, ¿qué te voy a poner?’. Creo que no ha sido demasiado perjudicial”.

Una parada de buena mañana: compras en la medina de Habous (caen un collar de coral, una especie de chilaba-sudadera y un par de cajas de pastas en la histórica pastelería Bennis; o sea, lo mínimo). Otra más: la gran mezquita de Hassan II, construida entre 1986 y 1993, una de las mayores de África (su minarete, de 210 metros, es de los más altos del mundo). Le pillamos hipnotizado ante los zelliges de sus paredes, diseñados por 12.500 artesanos de todo el país. “Me ha dado una fascinación por los verdes. Hay tres, cuatro tipos de un tono de verde mágico que voy a buscar el pantone. Algo me va a salir de ahí. Me ha fascinado”, promete.

—Usted es Alejandro Palomo, el famoso diseñador, y Palomo, SA. ¿Dónde queda Alejandro a secas?

—Cuesta más sacarlo.

—¿Cuál quería ser de niño?

—El Alejandro Palomo que soy. Siempre estás buscando convertirte en quien realmente eres, y cuando lo eres, y estás tan reafirmado en ti mismo, pues no te gustas. Quieres salir de eso, de vez en cuando. Yo lo hago sin miedo alguno de que se mezclen los dos personajes.

—¿Soporta estar solo?

—Estoy bastante a gusto cuando me salgo del personaje. Me pongo una bomber, una sudadera y un chándal y, si paso a tu lado, no te das cuenta de que soy yo. Busco la oscuridad, la soledad, el sentirme uno más, ser vulnerable. No sentir que la gente tiene una idea de ti antes de conocerte. Muchas veces, te hace perder el valor, la magia de la conexión. De la amistad.

Cuando a Palomo algo le pincha muy hondo, además de entornar los ojos, aparta la mirada durante medio segundo, como accediendo a lo más abismal de su mundo interior. Le acaba de pasar. Está en otro taller, esta vez de Albert Oiknine, que posiblemente sea el diseñador de caftanes más prestigioso de Marruecos. Esta vez no hay grandes teorías sobre las generaciones de la moda; no hay tono serio ni reflexiones sobre decisiones pasadas; Palomo pasa de una pieza a otra, de una esquina a otra, reparando brocados, hilos, tejidos, cortes, haciendo preguntas técnicas sobre detalles que, al ojo lego, parecen invisibles. Esta vez, el hombre que estos días anda negociando con tener casi 10 años de pasado es de nuevo un chico apasionado con ganas de hacer cosas en el futuro. “Realmente lo que quiero conseguir es hacer toda la vida esto. Tener una carrera de años, morirme como el señor Armani, Karl Lagerfeld o Saint Laurent”, cuenta. “Como es un trabajo que realmente siento tan mío, y es tan innato, y me gusta tanto, y es lo que sé hacer mejor. De momento he conseguido llegar hasta aquí, y hacerlo bien”.

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Sobre la firma

Tom C. Avendaño
Periodista de EL PAÍS SEMANAL. Fue subdirector de la revista ICON. Publica en EL PAÍS desde 2010, cuando escribió, además de en el diario, en EL PAÍS SEMANAL o El Viajero, antes de formar parte del equipo fundador de ICON. Trabajó tres años en la redacción de EL PAÍS Brasil y, al volver a España, se incorporó a la sección de Cultura.
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