Chiloé, en el remoto archipiélago de la bruma y las leyendas en Chile
Prados ondulados, pueblos sostenidos sobre palafitos, iglesias reconocidas por la Unesco, canales en los que serpentean las nutrias, islotes habitados por los pingüinos. Un universo único se esconde en estas islas tocadas por la magia, que conforman la antesala de la Patagonia chilena

En el incierto umbral de la Patagonia, allí donde la tierra se aproxima a los últimos confines del sur, Chile se arruga y se fragmenta para convertirse en archipiélago. Unas 40 islas emergen al otro lado del canal de Chacao, ajenas al tiempo y a la distancia. Responden al nombre de Chiloé y están envueltas en bruma y en leyenda.
Apenas cuatro kilómetros separan el continente americano de este territorio, al que en 1567 unos colonizadores afectados por la morriña dieron el nombre de Nueva Galicia. Cierto es que exhiben semejanzas, como esa mitología que se nutre del misterio o esos prados que se ondulan en suaves colinas, siembre bajo el acecho de las nubes. También aquí, como en las terras galegas, la lluvia es un estado de ánimo. Pero hay algo que hace de este rincón un universo único, y es una historia que en nada se parece a la del resto de Chile, donde los mapuches ofrecieron una tenaz resistencia. En Chiloé, por el contrario, los pobladores remotos desarrollaron un vínculo, unas costumbres compartidas, incluso mezcladas, que dieron origen a la cultura chilota. Por ello, y por otras vicisitudes de la vida, hoy en estas islas suceden cosas tan extraordinarias como los traucos que seducen a las muchachas hermosas, las tejuelas que revisten las casas al modo de una piel de serpiente o los salmones que nadan incongruentes en el océano Pacífico.
“Estamos en el único lugar del mundo en el que conviven los pingüinos de Humboldt y de Magallanes”, advierte Felipe Díez, guía naturalista, mientras el bote bordea la bahía de Puñihuil, en la esquina noroeste de la Isla Grande. Un espacio también compartido por nutrias, cormoranes y gaviotas que ponen la banda sonora con sus graznidos. En las aguas, entre diciembre y abril, no es raro encontrarse con delfines y rorcuales.

La Isla Grande es la que concentra el grueso de la población de Chiloé, unos 200.000 habitantes, la mayoría de los cuales se reparten en dos ciudades: Ancud y Castro. La primera, al norte, está dotada de un aura de brujería que se explica en el Museo Regional. La segunda es la capital administrativa en la que descansa la imagen icónica del archipiélago: las coloridas casas sobre palafitos, históricamente construidas con madera de alerce. Este árbol milenario del cono sur, actualmente en serio peligro de extinción, dio forma a las típicas tejuelas, esas tablillas a modo de escamas que recubren las viviendas de Chiloé, no tanto con una función estética como para repeler la humedad.

También de madera son las iglesias que salpican el archipiélago, exponentes de una arquitectura chilota que en el año 2000 se ganó el reconocimiento de la Unesco. De los casi 400 templos, 16 han sido designados patrimonio mundial gracias a la belleza de sus fachadas cromáticas y a las reminiscencias navales de sus interiores, con columnas que replican las catedrales europeas, pero siempre de madera, ensambladas con un sistema ancestral en el que no hay ni un solo clavo. En Castro se encuentra una de estas iglesias protegidas, la única que luce rasgos neogóticos, muy distinta a la otra que se erige en Rilán, al lado de un fiordo y en la península del mismo nombre.

Además, aquí, levantado sobre una loma que permite divisar el mar por todos sus flancos, está el Hotel Tierra Chiloé. Una virguería vanguardista, magistralmente integrada en el entorno, en la que el diseño contemporáneo se funde con la artesanía local. Nada hay más reconfortante, después de un largo día, que la cena en su salón con chimenea y el descanso en sus cálidas habitaciones, equipadas con una bañera junto a un enorme ventanal por el que se cuela el paisaje.

Conviene descubrir también otras islas como Quinchao, a la que se llega en ferri desde la ciudad de Dalcahue. En la travesía se divisan las granjas acuíferas, donde se cultivan salmones de manera intensiva desde hace unos 50 años. En estas aguas extrañas, alguien supo ver un filón para la producción de esta especie, que no solo ha fortalecido la economía de la región, sino que hasta ha encumbrado a Chile como el segundo productor mundial de este pescado, por detrás, obviamente, de Noruega.
Quinchao es un lugar de amplios miradores que muestran una línea de costa desmenuzada en islotes como migas de pan. También de praderas extensas y de villas tradicionales y de gentes sencillas que desempeñan las mismas labores desde tiempo inmemorial. Como Sandra Naiman, una campesina indígena descendiente de los huilliches, que trabaja la permacultura, es decir, el cultivo amigable con la naturaleza, respetando sus ciclos sin alterarlos. En su finca gigantesca no solo crecen ajos, papas, chilotes y árboles frutales nativos, también se oculta un auténtico tesoro: el banco con las semillas de Chiloé, una suerte de arca de Noé vegetal que, al igual que el que existe a nivel mundial —emplazado en la isla nórdica de Svalbard— salvaguarda de alguna manera el futuro de la tierra. “Es un honor haber sido elegida por el estado para custodiar las semillas de nuestros ancestros, a las que hay que proteger de las plagas, los desastres o el cambio climático”, señala Naiman desde su casa de color fucsia.

Es esta calidez de las gentes de Chiloé la que cala tanto como la lluvia. Porque en estas islas lo del espíritu de comunidad no es una mera expresión, sino un deber que practican de manera espontánea. Es lo que se conoce como la minga, que viene a ser un trabajo comunitario para un objetivo común. Los vecinos se unen para ayudar en el traslado de una casa o en la cosecha de la papa o en la maja de manzanas con la que se hace una especie de sidra llamada chicha. Y en agradecimiento, la persona favorecida les obsequia con un curanto, la gran tradición del archipiélago. Se trata de un plato que se elabora en un hoyo cavado en la tierra, en el que se colocan piedras calientes y, sobre ellas, mariscos y carnes, todo ello sellado con hojas de una planta prehistórica llamada nalca. Música, buen vino chileno y, de fondo, la belleza remota de los collados engullidos por la neblina.

Lejos pero cerca
Puede parecer inalcanzable, pero Chiloé es un destino accesible. Latam tiene ocho vuelos por semana directos desde Madrid a Santiago. Una vez en la capital chilena se puede tomar otro vuelo a Puerto Montt, en la Región de los Lagos, y allí un ferri a la Isla Grande, o bien volar directamente a Castro, capital del archipiélago. En ambos casos, el trayecto obsequia con vistas a los Andes desde la ventanilla.
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