El cacique susceptible

Riquelme está saturado del fútbol. Es lo natural en un hombre de 28 años que a los 10 llegaba consumido a los entrenamientos de la cantera del Argentinos Juniors. Sus técnicos le veían permanentemente agotado y no comprendían la razón. No tardaron en descubrir que empleaba las jornadas de descanso en jugar partidos organizados por mafias de las apuestas ilegales, a los que acudía de la mano de su padre, un caudillo violento que ejercía una gran influencia sobre la comunidad de Don Torcuato. El resultado es que el chico jugaba dos Ligas: la del club y la de su villa, en la que participaba por imposición de los apostadores.
Con el paso del tiempo, el propio Riquelme se convirtió en un cacique susceptible. Su carácter se acomplejó con vericuetos y vanidades difíciles de comprender fuera de Don Torcuato.
Cuando lo fichó del Barça para el Villarreal, Benito Floro se convirtió en uno de sus pocos valedores. Pero el cariño mutuo que se profesaban el técnico y el jugador no impidió el conflicto. El detonante fue una pubalgia.
Fue un lunes, al final del entrenamiento. Decidido a terminar con las molestias que lastraban al futbolista, Floro se acercó a Riquelme y le pidió que se presentase todas las mañanas media hora antes para tratarse con el fisioterapeuta y el preparador físico. "¡Yo quiero jugar!", le repetía Riquelme lamentándose; "¡quiero jugar!".
El martes y el miércoles Riquelme se presentó diez minutos antes del entrenamiento. Pero, cuando le propuso trabajar, ignoró al fisioterapeuta. Cogió sus botas, ensimismado, y se puso a hacer lo que para el resto hacían los utileros. Primero, las limpió de barro y césped. Tranquilamente. Después, las lustró con un trapito hasta que el cuero resplandeció. Entre tanto, la sesión preparatoria ya estaba por comenzar y no quedaba tiempo para el tratamiento. Cuando Floro le hizo una observación -"has venido tarde"-, la respuesta del argentino fue enigmática: "¡Pero vine!".
El jueves había partidillo. Riquelme llegó sobre la hora. Sin margen ni para limpiarse las botas. Floro lo puso con los suplentes. Al final, el jugador cogió el teléfono móvil y llamó al director general del club castellonense, José Manuel Llaneza. "¡Voy a ir al banquillo!", se quejó; "¡yo quiero jugar! Si voy al banquillo, me marcho".
El viernes llegó diez minutos antes de la sesión. No se trató la pubalgia. Al día siguiente, Floro lo llamó a su despacho: "No has hecho la recuperación. Así que no te voy a convocar...". Riquelme lo interrumpió al grito de: "¡Yo no tengo la culpa de perder partidos!". Y se fue con el móvil en la mano. Llamó a Llaneza: "¡Me quiero ir! ¡Búsqueme otro club! ¡Yo quiero jugar!".
El incidente se saldó con las disculpas de Riquelme, que decía que Floro era "como un padre" para él. Pero a Floro el vestuario ya se le había revuelto. A los dos meses, presentó la dimisión.
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