Selección femenina española de fútbol: justicia poética
Este verano será siempre el del impulso definitivo de un equipo que perdió la final de la Eurocopa pero que consiguió lo más difícil, enganchar a un país para el que hace nada era un paria


Creo que fue a la cuarta vez que mi amigo me preguntó qué tal de vacaciones en Suiza cuando lo bloqueé. Cubrir por primera vez una Eurocopa con este diario en un país extranjero —lo hice del 1 al 28 de julio este verano— es una experiencia fantástica, tan intensa a veces como uno de esos amores de verano que uno disfruta y sufre en la adolescencia, pero que quien está en una playa de las rías Baixas tomando el sol, probablemente con una Estrella Galicia en la mano y unos cuantos kilos de marisco en el estómago, te diga una y otra vez que te lo debes de estar pasando genial de viaje por los Alpes y por todas esas ciudades suizas tan chic, tiene algo de cretinada.
La verdad, todo sea dicho, es que ninguno de los enviados especiales pisamos los Alpes, pero vimos postales impresionantes de ellos desde Lausana, la ciudad en la que la selección española se hospedó durante todo el torneo hasta que el día 27 de julio perdió la final ante Inglaterra en Basilea. La verdad, todo sea dicho también, es que lo pasamos genial. En una cobertura tan larga hay momentos para todo: para desesperarte porque no te vienen ideas sugerentes a la cabeza y empiezas a sufrir el síndrome del impostor, para querer solo tirarte en la cama por un cansancio tan profundo que te cala hasta los huesos y, sobre todo, para disfrutar de dos cosas: de una selección que ha revolucionado la historia del fútbol español en muy pocos años y de una familia, la de los periodistas enviados a la Eurocopa, que te hace estar en Suiza, casi, como si estuvieras en tu propia casa.
Para mí, este verano siempre será el del impulso definitivo del fútbol femenino. En Lausana y en el resto de ciudades en las que estuvimos, muchas veces, me vino a la cabeza la frase que pronunció Alfonso Guerra cuando el PSOE ganó sus primeras elecciones generales en 1982: “A España no la va a reconocer ni la madre que la parió”. Que la selección, que antes de ayer era un paria en la propia federación y en su propio país, haya conseguido enganchar a millones de personas con audiencias récord en tan poco tiempo tiene algo de justicia poética. Las chicas a las que hace nada se trataba con condescendencia, que hace cuatro días aún estaban luchando contra una estructura anquilosada por el machismo y el desprecio hacia ellas, han ganado para siempre la partida.
Da igual que perdieran una final en la que además merecieron más, da igual que fallaran tres penaltis de la tanda definitiva ante Inglaterra y da igual que no hayan conseguido lo que hubiera sido una triple corona histórica. La selección de Aitana Bonmatía, Alexia Putellas o Mariona Caldentey, y de muchas otras futbolistas formidables, ha conseguido lo más importante: en tres años, desde que ganaron el Mundial en 2023 y la Nations League en 2024, ha logrado trascender, plantar una semilla en una sociedad en la que muchos niños y niñas ya quieren ser como ellas cuando sean mayores.
Lo viví en Suiza y desde Suiza, con estadios llenos en 29 de los 31 partidos; con chavales y chavalas por la calle que vestían la camiseta de la selección con el nombre de sus jugadoras favoritas; con historias en Instagram de amigos o conocidos siguiendo partidos de ellas con la normalidad más absoluta; o con mi abuela, que es una forofa del fútbol y del Madrid desde siempre, viendo por primera vez a unas jugadoras que la engancharon desde el debut impresionante ante Portugal en el que bordaron el fútbol.
A todos los que estábamos en Zúrich para cubrir las semifinales ante Alemania nos encantó la respuesta de Alexia Putellas cuando le preguntaron por las audiencias récord: “Tenemos mucha familia”. La broma, la ironía, resumía con gracia lo que han pasado en menos de una década en la que su lucha consiguió que las instituciones —con todo lo que aún queda por hacer— empezaran a apostar por ellas: de tener a solo sus familiares en el estadio a jugar con las gradas llenas ante decenas de miles de personas.
Ese, a fin de cuenta, ha sido su éxito. Crear una comunidad cada vez más grande que las sigue y que va a seguir creciendo, saber que más y más niñas jugarán al fútbol los próximos años y tendrán lo que ellas no tuvieron: una educación más libre en la que nadie les dirá que solo son los chicos los que pueden patear el balón. Todo eso lo vivimos este verano en Suiza mientras mi amigo me preguntaba qué tal de vacaciones. Él, por cierto, está de vuelta en Madrid y soy yo el que está ahora tumbado al sol en una playa de las Rías Baixas, que también tiene algo de justicia poética. Feliz agosto a todos.
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