Carlos Sastre y la caja de cartón
Aquel cofre cubierto por tiras de celofán guardaba el tesoro que viajaba conmigo todos los veranos


Recuerdo uno de los primeros veranos de mi niñez por una respuesta contundente de mi padre. En Asturias, lugar de vacaciones familiar desde que mis abuelos habían encontrado una vida allí, lejos de la capital, seguíamos religiosamente el Tour de Francia desde el sofá. Yo aún no sabía muy bien lo que era aquello, pero sonaba bien, era colorido y tenía su gracia en una época del año en la que no había más deportes en televisión. Al otro lado de la pantalla veía hombres en bicicleta sufriendo para encontrar bocanadas de aire en la montaña. En un momento de lucidez le pregunté a mi padre si aquellos ciclistas dejaban de dar pedales al unísono cuando la retransmisión daba paso a la publicidad. A nuestras vidas no habían llegado aún las pantallas divididas, claro. Mucho menos la televisión sin anuncios. Comenzaba el carrusel y sin previo aviso se perdía la pista del pelotón durante varios minutos. Como era de esperar, mi padre se echó a reír. “¡Pero cómo van a pararse todos a la vez!”, respondió. A mi yo de cuatro, cinco o seis años aquella carcajada le ofendió. No solo me parecía una pregunta lógica, sino también de lo más pertinente. Es más, una vez le descubrí los hilos a la marioneta, me intrigó aún más saber que durante largos parones el esfuerzo de aquellos pobres osados caía en saco roto. Fue el primer chispazo con el que el Tour de Francia, el ciclismo más bien, comenzó a permear en mi retina.
Terminada la etapa, que así se llamaba aquello que nos reunía cada tarde en el sofá, y después de llenar el estómago con un helado, cuando no con alguno de los bollos preñaos o las casadiellas que con tanto mimo preparaba mi madre, trepaba hasta mi habitación para sacar la que seguramente es, todavía hoy, la caja de cartón más especial de mi vida. Cubierta por varias tiras de celofán oscuro, en el centro se lograba distinguir un gran escudo con motivos medievales. Me la había regalado Jorge, el dueño del ciber al que acudía en los largos meses que precedían al verano. Aquella caja guardaba el tesoro que viajaba conmigo a todas partes: más de un centenar de chapas perfectamente diseñadas, pintadas y plastificadas por su anterior dueño. Un placer visual digno de museo.
Había plantillas de fútbol al completo, del Madrid, del Atleti, de la selección brasileña, de River Plate y de muchos otros equipos, pero lo que realmente me deslumbró fue la cantidad de chapas de ciclismo que encontré. No lo podía creer. Lo que veía cada tarde por televisión podía trasladarse al salón, a la cocina, al pasillo o a la terraza de mi casa. O mejor todavía, podía idear un circuito con el que recorrer todas y cada una de las esquinas de mi casa con aquellas chapas. Mi madre encantada, claro. Sus pies descalzos, no tanto.

El problema, en cualquier caso, era que aquellas chapas tenían nombres muy raros: Merckx, Poulidor, Van Impe, Thevenet, Maertens. Yo no conocía a ninguno. Suficiente tenía a esas alturas con saber que Beloki era el nombre de un español que se había despeñado cuesta abajo por tratar de seguir a un extranjero que ganaba siempre y regalaba pulseras amarillas por todo el mundo. Fue mi padre, no obstante, quien se encargó de presentarme a quienes aparecían en aquellos maillots en miniatura, y aunque al principio la mirada me la robaban los españoles —Vicente López Carril, José Luis Viejo y Pedro Torres—, pronto comprendí que la verdadera chapa invencible era la de aquel belga de consonantes infinitas.
Yo no había visto correr a Eddy Merckx, pero envidiaba tanto la forma con la que mi padre narraba sus hazañas que decidí crear mis propias chapas con los ciclistas que sí veía por televisión. Así fue cómo, en la terraza de casa, con el verdor y la ría de fondo, comencé a dibujar los maillots de Contador, Cavendish, Kloden, Freire y compañía en circunferencias de uno o dos centímetros. Formé un pelotón cuantioso, suficiente para emular la tensión del Tour de Francia tumbado en el suelo.
No voy a entrar en quién ganaba siempre por aplastamiento, si mi padre o yo, porque estoy seguro de que a nadie le interesa, pero aquella tradición, entretenida a la par que dolorosa para los dedos, disparó mi afición por el ciclismo en una época inolvidable. Pronto aquel extranjero que lo ganaba todo dejó la bicicleta y dio paso a los triunfos de Óscar Pereiro, Alberto Contador y Carlos Sastre en el Tour de Francia. Fue este último el que siempre recordé con más cariño. Días después de aquella cabalgada en Alpe d’Huez, julio de 2008, tomé una camiseta blanca y pinté el maillot del equipo CSC rotulador en mano. Años después se lo conté a Sastre tras una larguísima entrevista en su tienda de bicicletas. Se echó a reír, como se rio mi padre aquella tarde de verano en el salón de casa. Ya lo canta Carolina Durante: “Dicen que todo es casualidad, pero es que es imposible, que vengan y me lo expliquen”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
