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Obra en marcha

‘TintaLibre’ reproduce parte de los diarios de Ponç Puigdevall

Ponç Puigdevall, en enero de 2024.

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(Traducción del catalán de Enric Sòria)

Miércoles, 2 [de febrero de 2005]

En La Llarga he hecho de la mejor manera posible la reseña. He bebido demasiado. Más tarde, almuerzo con Miquel e Imma para comentar con Carles la novela que había presentado al premio Casero. En vez de participar en la conversación, me he ido hundiendo más y más, hasta el punto de que estaba sin estar, tan sólo oía que reían, sin descifrar ni una palabra, lejos de todo menos de la sensación de abandono y de frío, como si el comedor flotara ante mí en forma de manchas y líneas borrosas. Cuando me han preguntado si me encontraba mal, he dicho que sí, pero no que era de pena, y me he largado de allí antes de hora.

En casa, escribo esto para ver si puedo sacar algún provecho del malestar, o quizá más bien de la vacuidad, transformar en algo la dejadez. Nunca nadie ha estado tan solo como el encoñado que sin saber por qué ha echado fuera de su vida a la mujer con la que ha follado mejor. Quién te planchará ahora la ropa, me dijo con los ojos húmedos cuando ya tenía hechas las maletas y su madre la esperaba abajo en el coche, y enseguida la sensación mortificadora de que están pasando demasiadas cosas a la vez, cuando en realidad no pasa nada, tan sólo el pánico, pero no por el temor, sino por una pérdida permanente y desconsolada. Atónito, me voy repitiendo que no puede ser que esta absurdidad me esté pasando a mí, como si hubiera algún motivo especial para que algo así no pudiera ocurrirme.

Ahora debería preparar las clases de esta tarde, pero no sé ni por dónde empezar. Y no puedo volver a faltar: la semana pasada tuve la suerte de que me sustituyeran Nif y Cussà, que habían de explicar cómo escriben. Pero hoy tengo que ir yo a dar la cara, con el suficiente coraje para fingir y hacer que me creo las improvisaciones y las digresiones, las preguntas a los alumnos más participativos que me habré de inventar, si quiero llenar el tiempo dignamente.

Me río por no llorar. Pero reír solo es grotesco.

Jueves, 3

Perder los libros y los guiones de las clases no tiene demasiada importancia, una molestia corregible. Haber perdido los trabajos de los alumnos, en cambio, es diferente, una especie de advertencia; una vez empiezas a hundirte, puedes creerte que eres un desgraciado, un desgraciado de veras, al por mayor. Hasta te enorgulleces de ello, a pesar de saber que no es ningún motivo de orgullo. Supongo que me habrán guardado el maletín en algún sitio.

Ayer, de bar en bar, lejos del circuito habitual, con tristeza en el alma, en el vacío, con A como idea fija, otra vez pensando únicamente en dónde está, qué hace, con quién está. No veo ninguna razón que pueda impedir que el día de hoy sea distinto de los otros. Son las doce y media, salgo a comer algo, y los celos son como un boquete interior, igual que una olla vacía sobre el fuego de la cocina: la temperatura sube enseguida y puede ocurrir que pronto no pueda aguantar más ese ardor y me aleje de todo. Pero antes de empezar a entrever cualquier esperanza, hay que soportar este momento.

En un interior muy iluminado, tras la fachada de vidrio, una hilera de bicicletas estáticas, todas ocupadas por mujeres, con los cuerpos enfundados en ropa de lycra, pedaleando en silencio mientras miran pasar a los transeúntes y, supongo, la barra del bar del otro lado de la calle, desde donde las espío. Más tarde, en otro bar tan desconocido como el anterior, una muchacha alta, vestida de arriba abajo de negro a fin de resaltar la palidez de su cara, sentada en una mesa bajo el televisor, con un libro abierto entre las manos, no aparta la vista del suelo, hasta que de repente cierra el libro, se levanta de un salto y se va a toda prisa, sonriendo al camarero. Aún más tarde, para animarme a volver a casa, me viene una idea nueva que me ha ido bien y que quizá me ayudará a dormir, pensar que, si consigo dormirme, quizá no me despierte.

Viernes, 4

En vez de una imagen suya, como si no me obsesionara, despertarse y encontrar ya instaladas en la mente las preguntas del primer día -¿cómo se vive solo?, ¿cómo se construyen los días válidos?, ¿de dónde sacar la cura de calma que necesito?, ¿el vacío que deja la ausencia tenderá a empequeñecerse con el tiempo?, ¿pero qué pensaría si el vacío se desvaneciera? No puedo concebir ninguna solución, ni un desenlace, y el pensamiento choca y choca contra un muro. Lo único que se me ocurre es tener otra vida, no ésta que tengo. Pero eso no va a ninguna parte: si pudiera ser otro, ya no me haría falta cambiar nada, porque no habría nada que cambiar, y de lo que no dudo es de que necesito precisamente un cambio. La realidad es esta: no puedo pensar en nada más que en mi propio consuelo, y esa obcecación no me deja pensar en ningún otro asunto: A como excusa para la indolencia y las quejas, a pesar de saber que la queja no lleva a ninguna parte, que clausura el pensamiento en vez de abrirlo, una restricción que paraliza. La grandeza consistiría en hallar una nueva mobilidad en la parálisis. Que el café tarde tanto en subir da para mucho.

Para variar, desayuno en casa. La única ventaja es que ahora puedo encender un ducados sin tener que escuchar ningún reproche por el tufo del tabaco. Seguramente A no entendió nunca que, cuando echo el humo por la nariz tras la primera calada del día, resumo de algún modo todo lo que en la vida me parece válido. Otra virtud de estar solo podría ser que no hay que soportar los sentimientos de los otros, además de los nuestros. También puedo hojear algún libro ya conocido o que aún no he leído. O hacer lo que haré ahora mismo, tomarme una pastilla y volverme a la cama, convencido de que las cosas se han de esperar durmiendo.

Por más que me repita que resistiré, sé a la perfección que llegará un momento en el que ya no podré continuar resistiendo; mientras tanto, leo a Rusiñol. Espurnes de guerra es corto, y supongo que me dejará hacer una reseña que no pida mucho tiempo. En el trasfondo, amenaza Lezama Lima –la lástima de ser tan imbécil es que me busco dolores de cabeza perfectamente prescindibles-, y la voluntad de inventarme algún discurso atractivo a fin de reparar los últimos fiascos del cursillo; la próxima clase debería ser una compensación por la escasa calidad –unas lecciones obvias, ordinarias, deslabazadas- lograda hasta ahora. Y un consejo: no te quites de la cabeza que el domingo por la mañana debes de tenerla bien despejada para leer a Tadeusz Borowski.

Con todo, cuando se empieza a notar que la paciencia es una derrota, es que ya se está en el umbral de la derrota. La soledad es una sed que la ilusión de leer no satisface.

Sábado, 5

Ante la taza de café con leche, la imagen de ayer: aquel modo tan frío y escrutador de mirar que tienen algunas mujeres en el momento de examinar a los hombres solos en la barra del bar y que parece, a cada instante, que ha de convertirse en despectiva.

Tras unos largos minutos en la bañera, he tenido la impresión de un efecto petrificante, y he sabido que me podría haber ido adormeciendo allí poco a poco. Todas las sensaciones del cuerpo se irían replegando, de fuera a adentro, hasta concentrarse en un único punto que se iría disolviendo en la nada. Al principio, la piel se volvería insensible y, a la postre, ya no sería capaz de detectar el más mínimo pulso. Sería mucho mejor si las personas no sintieran nada, y perder un brazo, una pierna o la polla sin notarlo sería como cortarse las uñas.

En cambio, en vez de morir desangrado sin sentir nada y sonriendo en la resaca, debo ver si el Paradiso se encuentra en Sant Feliu, lo que comporta una serie de inconvenientes que me agobian. En primer lugar, ir y volver, que no siempre es fácil si visito el Allan’s y busco tentaciones; luego, un almuerzo dominical que intuyo tempestuoso. Para empezar, mi madre y sus lamentos por haberme separado otra vez, mientras pone verde a A, seguro, de la misma manera que ponía verde a XXX en su momento, como si la viudedad le concediera una clarividencia que le permitiera situarse vanidosamente en un espacio en el que la reivindicación de su dolor y su pena aboliese los dolores y las penas de los demás: aún no nos hemos visto, pero cuando hablamos por teléfono, le conté las novedades. No es que se quedase perturbada, sino que parecía que cayeran sobre un fondo ya perturbado y actuaran como una gota de aceite sobre un hierro al rojo. Después, el encontronazo más que seguro con mi hermano, incapaz de desaprovechar el mal momento ajeno y la buena situación propia para crecerse, recordarme mi situación de inferioridad y sacar pecho ante Laura y nuestra madre.

Sin saber con certeza si localizaré el libro, quizá el viaje no valga la pena, aunque sí que sé seguro que allá está la antología de la narrativa polaca de Sergio Pitol, pero no la necesito. Recuerdo un momento escalofriante del cuento de Borowski que figuraba allí: como una muchacha que sólo tiene una pierna no puede seguir el paso apresurado de los otros judíos, de camino a la cámara de gas, convencidos de que les espera una ducha y aire fresco tras el trayecto asfixiante en un vagón abarrotado de gente, la echan entre los muertos y la queman viva.

Domingo, 6

Ayer por la tarde, cuando iba a Can Geli a comprar otro Paradiso, me encontré con Nif. Luego estuvimos celebrando que él lo tiene. Por suerte, cuando me di cuenta de que me volvía a comportar conforme al cliché que afirma que, en medio de un desastre sentimental, se tiene el derecho a perder la dignidad, hice el esfuerzo de irme. Por otro lado, tampoco quería escuchar que me dijese una vez más la verdad, sin esfuerzo y sin tapujos, sin la necesidad de esconder nada: ya sé de sobras que mi conducta es ridícula, como si no tuviera iniciativa propia. O peor aún, como si me empeñara en rehacerme sin fijarme en los beneficios o las incongruencias de los métodos que uso para ello, aunque sé que ahora mismo lo que se impone es el debilitamiento de la voluntad, la desidia, que me da igual salvarme o ir en dirección contraria, caer a plomo, como si algo me estirara desde abajo, desde un lugar más hondo que lo más hondo, y si observara bien la situación no me extrañaría concluir que esa brecha de la personalidad, del carácter, o de lo que sea, viene de mucho antes de la separación de A. Sin saber cómo, sin haber notado cuándo, como si hubiese ocurrido mientras dormía, en un sueño, de repente me hallo aquí. ¿Dónde? En un sitio que tiene un modo de vivir que ni siquiera podía imaginar que existiese. Si todavía leo, si todavía hago lo que he de hacer, se debe a una práctica seguida por toda la gente a la que he visto hundirse: se cumple con la labor como si fuese una excepción que permite mantener sin remordimientos la norma general de destruirse poco a poco.

Ahora mismo, si no tuviera que ponerme a leer, me gustaría examinar los conflictos que existen entre mis diversos yoes –el lector constante, el reseñador de libros que muy a menudo no le interesan en absoluto, el que da clases sin ganas, el que no sabe decir que no a una conferencia o una presentación a pesar del desasosiego que le provoca hablar en público, el conspirador político que hará un par de semanas que no aparece por el Taxidermista, el triste y el desdichado [en castellano en el original], el borracho, el putero, el mal hijo y el mal hermano, el amigo de sus amigos aunque seguramente sea mentira, el patético cazador de mujeres, el cinéfilo que ya no recuerda la última tarde en que entró en un cine, el escritor que, desde que abandonó Llagostera, no ha escrito nada de nada porque no tiene ni el tiempo ni la concentración que provienen de una rutina sana y creativa.

De todos modos, no todo ha de ser malo. Anoche en la cama, mientras leía, me fue invadiendo una música que logró diluir el mal humor por no haber seguido de bar en bar. De repente, había entrado en un palacio esplendoroso, construido en el paraje adecuado y en un entorno bellísimo, aunque página tras página Nuestro hogar es Auschwitz de Tadeusz Borowski sea como presenciar algo parecido al aprovechamiento estético del horror. En primer lugar, está la voz del narrador de los cuentos -aunque perfectamente posibles, salta a la vista que no son vivencias reales, sino pura ficción extraída de la experiencia del autor en los diversos campos en los que estuvo: es la voz impasible de un cronista descreído que habita en un mundo de piedra, con un humor negrísimo, incluso con la violencia del cinismo, de un prisionero que ya se ha adaptado psicológicamente a las condiciones del campo, ha sufrido el proceso de animalización, ha aprendido a organizarse y, sin sentimientos ni compasión, va sobreviviendo gracias a los más débiles. En segundo lugar, Borowski se ahorra la prolijidad documentalista, el victimismo estéril, el maniqueísmo, y radiografía la cotidianidad del campo desde la perspectiva de alguien que lucha por subsistir del modo que sea, hasta tal punto que se extraña de que los recién llegados se sorprendan de lo que ven y no entiendan su modo de vida, como si sospecharan que en el nuevo mundo en donde han entrado habitaran fuerzas raras, mágicas, sobrehumanas.

Al leer esos textos se tiene la misma impresión. Mientras tanto, llegan los trenes, los prisioneros bajan de los vagones pidiendo agua y aire, los vigilantes les saquean el oro, los diamantes y el dinero que llevan escondido, los presos del campo se apropian de su comida y su ropa, al fondo ya humean los hornos crematorios, y el género humano queda desnudo, despojado de los buenos sentimientos, que duran tanto como dura el hábito de la civilización. He encontrado el cuento de Borowski que Pitol había seleccionado, “Pasen al gas, señoras y señores”, quizá el más atroz de todos. Esta vez el impacto viene de la mano de la niña que sale del vagón: respira como si gritara, gimotea con una agitación ensordecedora y empieza a hacer unas tablas de gimnasia desesperadas, literalmente enloquecida de miedo.

Al mediodía, con la satisfacción de haber cumplido con lo previsto, los inconvenientes de cada domingo. El tiempo no sabe transcurrir, la rutina no existe, los bares de siempre cierran, los del Truffaut aún no están visibles, la gente que va arriba y abajo gozando del día festivo me ahoga tanto como los acordeonistas rumanos plantados en las terrazas y, al final, aprovechar la compañía del primer conocido que ves para no tener que tomar el primer aperitivo a solas: los días de fiesta son una especie de homenaje que se hace a la vida de los demás. Hoy me ha tocado un imbécil habitual que me dice que salgo demasiado y que debería escribir más. Tiene razón, pero si las circunstancias fuesen las contrarias me diría que no trabajase tanto, que me conviene airear un poco las ideas. Cuando le digo que, mientras tanto, voy leyendo, me contesta lo habitual entre los imbéciles habituales, que tenga cuidado, que con el mucho leer se pierde el escribir, sin ocurrírsele que es al revés. Es un pozo de aguas sucias, y del agua estancada sólo se puede esperar veneno: como se cree que pertenecer al jurado del Bertrana es un honor, un mérito, un reconocimiento del valor intelectual, no para de repetir su sorpresa al saber que me habían substituido.

Luego, la inercia del almuerzo en el König; por la tarde, cervezas haciendo ver que soy autosuficiente, que yo soy mi compañía más grata y que cada vez me gusta más hablar conmigo mismo. La gente de domingo me molesta, pero he estado a la espera de que el Cercle abriese. Una vez sentado en la barra, la repetición mecánica del sumergirme en el tedio mientras el carrusel de habituales –y yo entre ellos- cumplían al pie de la letra el papel asignado en esa función ejecutada cada domingo. Al fin y al cabo, nada. Mientras hablaba con DG, y me iba siguiendo el ritmo de las cervezas, me he atrevido a ser optimista, pero en el momento decisivo me he dado cuenta de que una de las armas defensivas más potentes de las mujeres es la dulzura. No ha venido a casa, por supuesto.

Lunes, 7

Vallcorba me comentaba no hace mucho que Rusiñol era uno de los escritores más idóneos si lo que se quiere es publicar un libro y no vender ni un solo ejemplar. Quizá es que el éxito y la popularidad son imperdonables, pero en el desdén hacia Rusiñol también puede influir el desprestigio de ver cómo el anecdotario privado se imponía sobre el valor de su obra. Tampoco le favorece la propensión a considerar como vulgar la inventiva de sus piezas teatrales, y que se especule sobre la negligencia de su prosa. [...]

La realidad de ahora es esta: no creo en la literatura, no me sacrifico por escribir, no hay nada que me ilumine nada, mirarme me asquea. Sólo debo ser eso: un farsante, un impostor de mí mismo, un adulto deficiente, experto en excusas pusilánimes, capaz de convertir en un arte el acabar mal. Es lamentable, pero diría que cuando estoy solo prefiero la incomodidad, como si me gustase la compañía de alguien tan estúpido e insoportablemente odioso como yo.

Martes, 8

Noche con B: debe estar convencida de que, cada vez que se abre de piernas, ha de servirse del melodrama para lograr que se reconozca su valor. Aún así, el cuerpo, perfecto e indócil, y una sonrisa perturbada en los labios.

Enviadas ya las reseñas del Punt i del Quadern, me he armado de valor y ya estoy en el primer capítulo de Paradiso, como un intruso que hubiera forzado la cerradura de un portalón de madera maciza que impide el paso a los no merecedores del acceso. La opulencia inextricable del vestíbulo cohíbe; ofusca la lógica excéntrica del dédalo de pasadizos que hay que recorrer con una disciplina feroz si se quiere evitar extraviarse; cuesta entender para qué servirán unas puertas sucesivas que sólo se dejan entreabrir lo justo para permitir escudriñar la aterciopelada penumbra que flota dentro de cada estancia, aunque en alguna de ellas se constate que el sol entra por las rendijas de las contraventanas. Al final, como si se desencadenase un ciclón, una fuerza mareante, estrepitosa y mezclada con la proyección de fragmentos de objetos no identificables, tal como cangrejos que se pareciesen a las golondrinas –o al revés-, violenta la conciencia del visitante. De súbito, te hallas en el centro de la magnificencia de una fiesta, paseando a solas por unas habitaciones en las que vas localizando prodigios y más prodigios que te hacen hablar sin hallar las palabras idóneas. Embelesado, cuesta de creer lo que estás viendo y, si fumas, no es porque estés en tensión, sino por una especial serenidad. Empezar a leer Paradiso es acostumbrarse poco a poco a ir separando “los tules de la entrada del mosquitero” y ver, como Baldovina, las “ronchas” del pecho del niño dormido, “los surcos de violenta coloración”, la respiración asmática del Lezama Lima recién nacido.

Miércoles, 9

Yo mismo me doy cuenta de que hablo tan poco a poco que cuesta de saber cuándo acabo las frases porque, tras cada palabra, hago una pausa demasiado larga, como si fuera el punto final; pero luego cojo aire y sigo. La cara de aburrimiento de los alumnos me avergüenza.

“El cansancio de las horas de escuela motivaba que a la salida buscase apoyo, distracción”, dice Lezama Lima al inicio del segundo capítulo. Es lo que he hecho yo al salir de clase, con una intensidad tan grande que convierte en inútil procurar que las letras de la página no bailen arriba y abajo, se encabalguen y se fundan las unas con las otras. Son letras mudas que sólo me miran y me sacan la lengua. Intento que hablen, me afano en ello. No lo consigo. Si mañana quisiera descifrar la caligrafía de estas frases, tampoco lo conseguiría.

Ponç Puigdevall es escritor y crítico literario.

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