Sagarra y el legado Gracq. Y una petaca
Igual que se hereda una llama olímpica, heredé del amigo Joan dos objetos que para mí han pasado a ser sagrados


Igual que se hereda una llama olímpica, heredé del amigo Joan de Sagarra, a lo largo del último año y en sendos gestos muy obviamente deliberados, dos objetos que para mí han pasado a ser sagrados. Uno es su legendaria petaca de whisky Jameson en la que grabó su nombre. Y el otro, una reliquia, una primera edición de la obra maestra Le rivage de Syrtes dedicada por su propio autor, Julien Gracq: “A Monsieur Joan de Sagarra…”.
Una petaca. Y una novela con el autógrafo de Gracq, a quien el amigo Joan consideraba “el último clásico de la literatura francesa” y del que comenzó a hablarme a principios de este siglo tras leer mi libro sobre los que habían dejado de escribir y percibir en él la ausencia de Gracq, que era entonces todo un paradigma del escritor del que se sabe que está en gran forma, pero se ha enredado en una larga escena de silencio, de retiro absurdo de la escritura. Gracq: un último bastión de lo que fuera la gran literatura de Francia, y alguien que ya en sus primeros escritos proponía como única moral válida para un escritor un individualismo entre aristocrático y libertario y en el que puede que en algún momento se viera reflejado el propio Joan.
Un escritor retirado y tan inaccesible que poder entrevistarlo en su casa de Saint-Florent-Le-Vieil estaba considerado como una proeza inalcanzable. Y tanto era así que en 2002 publicó Entretiens (Entrevistas), un libro que, como su título indicaba, era una recopilación de las escasas entrevistas que había concedido en su vida.
Debió ser porque Joan se resistía a resignarse a no poder conversar con Gracq por lo que un día, en una pausa en la tertulia dominical, nos dijo que acababa de hablar con un amigo de Nantes, del Club de los Pulpos al que pertenecía y que anualmente rendía homenaje a Julio Verne, y ese amigo le había advertido que, de buscar un encuentro con Gracq (que vivía en Saint-Florent-le Vieil a hora y media en coche de Nantes), debía actuar con astucia y en modo alguno confesarle al “último clásico de la literatura francesa” que era un periodista que buscaba entrevistarle.

Cinco semanas después de aquella pausa en la tertulia y cuando menos lo esperábamos, utilizó otra pausa para decirnos que había ido al pueblo de Gracq y para comunicarse había tenido que fabricarse una identidad, la de un señor de Barcelona, de cultura francesa, e instalarse en el pequeño hotel enfrente de la casa de Gracq y desde allí llamarle para decirle que era un antiguo amigo de André Pierre de Mandiargues que, esperando que pudiera dedicárselo, había llegado al pueblo con un ejemplar de Le rivage des Syrtes, primera edición de 1951.
¿Podía ir a su casa para que lo firmara? Según Joan, siguió a esta pregunta un silencio tremendo que truncó el propio Gracq preguntándole:
–¿Le gusta a usted el rugby?
Aquella misma tarde, mientras veían un Francia-Italia, Gracq le firmó Le rivage des Syrtes. Y todavía me asombro de tener hoy sobre mi mesa ese ejemplar que me recuerda la promesa a Joan de resistir con dignidad entre las ruinas de la literatura.
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