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Infancia
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El otro infierno de Chile

Los nuevos datos del Servicio Nacional de Protección Especializada a la Niñez y Adolescencia (Mejor Niñez) reflejan una grave crisis que el Estado solo termina profundizando

Niños del Campamento Dignidad, en Santiago.

No es casualidad que los programas presidenciales se refieran, de una u otra manera, a un gobierno de emergencia para frenar la decadencia en que nos hallamos, sobre todo en materia de seguridad y economía. La percepción de crisis es extendida, y no faltan motivos para ella.

Sin embargo, la urgencia por resolver esos problemas ha llevado a poner menos atención en otros, acaso más hondos y perennes. Hace pocos días se publicaron datos respecto al funcionamiento del Servicio Nacional de Protección Especializada a la Niñez y Adolescencia (Mejor Niñez), nacido en 2021 de las cenizas del Sename y encargado de “proteger los derechos de niños, niñas y adolescentes gravemente vulnerados”. La misión contrasta dolorosamente con sus capacidades y la realidad que enfrentan sus usuarios.

La lista de problemas de Mejor Niñez es conocida: errores en el diagnóstico con que se rediseñó la institución, falta de cupos en las residencias, vulneraciones y violencia dentro de ellas, incapacidad para separar a quienes llegan por haber cometido delitos de quienes, por diversos motivos, no pueden vivir con sus familias. Entre estos últimos se cuentan víctimas de abandono, negligencia parental, abuso sexual o algún otro tipo de vulneración grave, junto con quienes son entregados voluntariamente para adopción. El Estado que debiera proteger a los más vulnerables, a quienes apenas tienen herramientas para enfrentar la vida, termina profundizando el problema. Como dijo a El País Claudio Castillo, director del servicio: “Nuestra capacidad estructural está al límite”.

La evidencia es clara. Desde 2020, los ingresos a residencias han crecido a ritmo sostenido y van camino a duplicarse en apenas seis años. Como muestran las cifras publicadas por La Tercera el 30 de agosto, el crecimiento es de tal magnitud que hoy hay más niños entrando a residencias estatales que los que nacen anualmente en el país. La estadística es por sí sola demoledora. Varios han hablado de los problemas asociados a la caída en la natalidad en múltiples ámbitos —económico, político, sanitario, etc.—. Esto termina generando una desintegración del tejido social —las redes familiares son cada vez más pequeñas, con menos hijos, las labores de cuidado se vuelven progresivamente más mercantilizadas, y una población mayor sin espacio laboral. Es, con todas sus letras, un problema político. Esta segunda dimensión de la crisis de que hablamos hoy —que los cada vez más escasos niños que nacen corran el riesgo de enfrentar una realidad terrible— amplifica cada uno de esos peligros.

Para enfrentar el problema se apela a mejorar la calidad de las residencias y programas, a generar una red de protección estatal más robusta que entregue tutela efectiva a quienes entran en contacto con el sistema. También se busca captar más familias de acogida que suplan aquello que las circunstancias y elecciones ajenas arrebataron a estos niños. Todo eso está bien y es muy necesario para hacerse cargo de realidades punzantes y dolorosas. Pero ninguna política pública de la niñez cumplirá sus objetivos sin pensar seriamente en el fortalecimiento de la familia como espacio de pertenencia, educación, cuidado y protección.

Aunque para muchos es fácil descartar la reflexión anterior, tacharla de mojigatería o señalar casos donde las familias fracasan en proteger a los niños, la pregunta sigue siendo válida desde una perspectiva de política pública: ¿existe alguna relación entre los cambios en las estructuras familiares y la realidad que describimos? ¿Puede el Estado reemplazar a aquella primera comunidad de origen y pertenencia? El hecho de que la pregunta sea incómoda no la hace menos importante para quienes diseñan políticas de protección infantil.

En 2016, el gobierno de Michelle Bachelet reveló que entre 2005 y 2013, más de 860 menores fallecieron estando bajo custodia del Estado, en el entonces Servicio Nacional de Menores (Sename). Eran los tiempos en que se hablaba del terrible caso de Lissette Villa, que falleció a los 11 años mientras era controlada por sus cuidadoras. Han pasado varios años y gobiernos, se han realizado intentos por mejorar la situación con escaso o nulo éxito. ¿Cuántos niños y jóvenes más pasaron o pasarán por un destino parecido, o por una infancia que muchas veces los condena prematuramente a vidas marginales, incompletas, trágicas?

La infancia vulnerable es uno de los verdaderos infiernos de Chile; un infierno que está poderosamente ausente del debate político actual. Es que sus víctimas no marchan, no votan, no vociferan ni tienen quien lo haga por ellos.

Nadie escucha este grito silencioso.

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