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LITERATURA INFANTIL
Tribuna
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Fábulas de Esopo

Extracto editado del discurso de incorporación de María José Ferrada a la Academia Chilena de la Lengua como miembro correspondiente por Villarrica

La liebre y la tortuga, Fábulas de Esopo, edición de 1933, ilustrada por Arthur Rackham.

He sido invitada por mi trabajo como escritora de libros infantiles, así que, tras mucho pensar sobre qué hablar en esta ocasión tan solemne, me he decidido por las fábulas de Esopo: esas historias del zorro, la liebre y la tortuga, en las que aprendí, entre muchas otras cosas, que, si mentía –cosa que hacía con mucha frecuencia entre mis cuatro y cinco años–, me pasaría como al niño que le decía a sus vecinos: «¡Viene el lobo!». Y que, como sabemos, tras los anuncios falsos, terminó por perder una de las pocas cosas que los seres humanos deberíamos conservar: me refiero a la credibilidad.

No profundizaré en cómo estas fábulas me ayudaron a solucionar mis pequeños dilemas morales, sino en la oportunidad que me han dado de observar la literatura en una de sus formas más sencillas. Menciono la sencillez porque, tras 20 años dedicados a la escritura de cuentos y poemas para niños y niñas, considero que lo que sostiene este oficio es la elección de las palabras más simples de entre las muchísimas posibilidades que nos da nuestra lengua y que resultan suficientes no para responder, sino para acompañar las preguntas del tiempo de la infancia. Preguntas construidas con poco, pero que considero muy profundas. Como las que le hace un niño a su hermana pocos años mayor: “¿Dónde estaba yo antes de estar aquí?“, y ”¿Dónde estaré cuando yo ya no esté?“.

La vida adulta se encarga de que olvidemos esas preguntas, al menos por un tiempo. Pero creo que dedicarse a la literatura infantil consiste en no olvidarlas. Y, cuando digo esto, no me refiero solo al fondo, sino también a la forma.

Ahora sí, vamos al viejo Esopo, autor de la que, por siglos, ha sido la primera lectura literaria de los niños y niñas de Occidente. Viviera en el siglo VI a. C. Y, aunque la primera fábula escrita que conocemos –El halcón y el ruiseñor– se encuentra en Hesíodo y es del siglo VIII a. C., es a Esopo a quien se atribuye la primera colección de ellas.

Comenzó a ser mencionado por los escritores griegos como un sabio. En Los pájaros de Aristófanes, por ejemplo, escrita a inicios del siglo V a. C., uno de los personajes critica a otro por no conocer el antiguo linaje de las aves y, aventurando las razones, lo reprende: “Por naturaleza eres ignorante, poco curioso. No has leído mucho a Esopo”. Más tarde, en el Fedón de Platón, es Sócrates quien aparece, en prisión, convirtiendo a Esopo en verso el día de su ejecución.

Pero la verdad es que no sabemos –ni sabremos– si esas citas se refirieron a algunas de las fábulas que hoy conocemos. Porque la primera colección esópica escrita de las que se tiene registro se atribuye no a Esopo, sino a Demetrio de Falero, que se habría propuesto conservarlas en el siglo IV a. C. Esta colección, hoy destruida, habría dado origen a la primera que sí se conserva, escrita en verso latino por el poeta Fedro en el siglo I d. C.

Sin darnos cuenta –y en un homenaje a la brevedad del género–, hemos avanzado siete siglos. Tiempo prudente –porque, si algo recomiendan con insistencia estas fábulas, es la prudencia– para observar la relación de una obra literaria con su audiencia.

En el mundo de la literatura infantil insistimos en decir que Esopo es el Homero de los niños, aunque hoy sabemos que sus fábulas estaban, en realidad, dirigidas al público adulto. Porque estaba olvidando –intencionalmente– decir que se cree que Esopo fue un esclavo, probablemente de origen frigio, conocido por la agudeza que le habría valido primero la libertad y luego una muerte muy violenta. En otras palabras, un hombre que no solo habría observado, sino también padecido la naturaleza humana y que usaba las fábulas para denunciar a los tiranos.

Así, el lenguaje de la esópica quedó asociado, desde su nacimiento, con el mundo de los sirvientes. Y esa semilla vernácula acerca este conjunto de textos a otro que habría tenido no solo un origen semejante, sino también la misma popularidad “accidental” entre los niños. Me refiero a los cuentos recogidos por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, no con el objetivo de crear una colección de cuentos infantiles, sino de preservar las historias que se contaban en las cocinas del pueblo llano alemán.

Como escritora de libros infantiles, es imposible que no llame mi atención la raíz común de los dos conjuntos. Porque dice que el mundo occidental ha decidido, de un modo probablemente inconsciente —o que al menos parece haber escapado a la planificación —, que sean los humildes, y no los poderosos, quienes aconsejen a sus niños.

¿Y qué les dicen? Los cuentos de hadas —categoría en la que se suele agrupar los cuentos de los hermanos Grimm— repiten, en sus distintas formas, una y otra vez, que si en este bosque oscuro, que para una inmensa mayoría es el mundo, un día hubo esperanza para dos hermanos tan débiles y hambrientos como Hansel y Gretel o para una joven tan desesperada como Cenicienta, también la hay para el más triste y abandonado de nosotros. Las fábulas, en cambio, eligen de preferencia a los animales para hablar del comportamiento humano y suelen condenar no la maldad, sino la necedad. Como la del asno, que un día —orgulloso— se juntó con el león para ir de caza. Una vez que acumularon cierto número de presas, el león las dividió en tres partes y le dijo al asno: La primera es mía, porque soy el rey. La segunda es mía, porque soy tu socio. Y la tercera es mía si no quieres que te cace a ti también. La necedad —dicen estas fábulas— suele ir acompañada de la codicia. Y en ellas, a diferencia de lo que sucede en los cuentos de hadas, el débil debe permanecer en extremo alerta. Porque estos viejos textos, que ya tanto saben de nosotros, advierten: si no lo hace, con o sin motivo, podría ser castigado. Es así —dicen estos cuentos— cómo funciona el poder.

Volvamos a la vida de las colecciones, específicamente a las de Fedro, en el siglo I, y Babrio, en el siglo II d. C., ambas escritas en verso, que se convirtieron en la fuente principal de las versiones posteriores. Y es que, en esta historia, también hay que otorgar un lugar a los poetas que tomaron la fábula y la introdujeron con más fuerza en el mundo de los cultos.

No podría citar todos los nombres que participan en lo que sigue: una larga historia de transmisión textual y de contaminación entre distintas tradiciones de la fábula, que dio lugar a diferentes versiones de las mismas narraciones y personajes que aparecen en colecciones griegas, romanas, indias, francesas e inglesas, todas atribuidas o consideradas por sus propios autores como nuevas versiones provenientes de un único autor: Esopo.

La imprenta, por supuesto, hizo su trabajo. La traducción de William Caxton, en 1484, de gran formato y muy costosa, fue uno de los primeros libros impresos en Gran Bretaña. Cinco años más tarde, en 1489, se publicó la primera edición española, impresa en Zaragoza. Y, si bien se trataba de ediciones pensadas para el mundo adulto, a partir de Caxton, Esopo volvió a ser mencionado por los pensadores de la época con un enfoque particular: el aprendizaje y los niños. Quién sabe si, con justa razón —el mismo Esopo se encargó de hablarnos de la justicia—, se levantaron las alarmas. Volvamos al tema de la crueldad.

Me lo preguntaba a mis cinco años y me lo sigo preguntando a veces: ¿por qué la hormiga dejó morir a la cigarra? Por no hablar de esa otra fábula en que el águila y la zorra, en un principio, amigas y luego enemigas, terminan devorando cada una las crías de la otra. La crueldad no solo molestó a la niña que fui, también a Rousseau, que, en su tratado de 1762, Emilio o De la educación, desaconsejó terminantemente su lectura.

Pasados los años, me quedo con el experimento que hizo una académica norteamericana con dos grupos de estudiantes. Los del primer grupo eran jóvenes que asistían a una formación de cuatro años en Nueva Inglaterra, en su mayoría de clase media. Los segundos, que asistían a una formación más corta, de dos años, eran de Nueva York, tenían entre 30 y 60 años, pertenecían a la clase trabajadora y, en algunos casos, tenían necesidades de asistencia social. El primer grupo encontró las fábulas de Esopo desagradables, cínicas, y sintió que su lectura era inapropiada para los niños pequeños. El segundo grupo opinó todo lo contrario. Según ellos, Esopo contenía gran parte de la sabiduría que sus hijos necesitaban para enfrentar la vida en las calles. La moraleja —que, por cierto, no fue idea de Esopo, sino una introducción muy posterior— la dejo en manos de cada uno de ustedes.

Tal vez esto sea lo más difícil de mi querido oficio. Los niños y las niñas confían en los cuentos, y creo que un miedo que he tenido durante estos años ha sido no estar a la altura de esa confianza. No es escribir bien o mal lo que me preocupa, sino vigilar mi propia ingenuidad. Los cuentos animales me han ayudado a observarme.

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