Esclavismo, burguesía y modernidad: ¿queremos saber?
La exposición de fotografías y documentos ‘Variaciones Güell’, de Jorge Ribalta, explora un vacío provocador e inquietante de la historia moderna española: la conexión del capitalismo colonial con el presente


El corazón de Barcelona aún era la Rambla (espóiler: ya no lo es) y la propiedad del palacio Moja, construido donde estuvieron las viejas murallas, seguía siendo de la todopoderosa familia Güell. Lo era desde mediados del siglo XIX, cuando lo compró el fascinante y controvertido Antonio López. Hacía pocos años que este cántabro había llegado procedente de Cuba, enriquecido gracias al comercio colonial y el negocio de los esclavos (el legal y el ilegal). Con su retorno a la Península y el capital acumulado, iba a convertirse en una de las grandes figuras de una burguesía que modernizó la capital catalana, hizo fortuna gracias a sus apuestas en el sector de las finanzas y el naviero y, por supuesto, orbitó en torno a la monarquía. Se ha cumplido siglo y medio de ese día de 1875. La fragata Navas de Tolosa llevó a Alfonso XII de regreso a España para que la Restauración se pusiese de largo. El monarca bajó del barco, avanzó por la Rambla a caballo y con una barretina en la mano. Las puertas del palacio de Antonio López se abrieron de par en par. Pero en tiempos de la Segunda República, cuando los negocios ya no eran lo que habían sido desde la I Guerra Mundial y empezaba una cierta decadencia de esa estirpe millonaria, los herederos vendieron parte del jardín del palacio para que en ese espacio privilegiado se instalaran los grandes almacenes SEPU, desaparecidos como el espíritu de esa avenida. A finales del franquismo alguien lanzó una cerilla encendida desde esos almacenes al palacio, semiabandonado, y provocó un incendio. Paredes, cortinajes, cristaleras y pinturas murales se tiñeron de negro. En 1982, la Generalitat restaurada lo compró por 100 millones de pesetas. Dos años después, tras la rehabilitación, allí se instaló la Dirección General de Patrimonio.
¿Qué sigue ocultado en aquel palacio que alberga una institución del Gobierno autonómico desde hace cuatro décadas? Sigo desconcertado
En algunas habitaciones de la planta noble del palacio, para repensar la historia donde la historia pasó, puede contemplarse el proyecto fotográfico Variaciones Güell, de Jorge Ribalta, mientras los funcionarios del Departamento de Cultura hacen su trabajo cotidiano. Viene a ser como una novela familiar en imágenes sobre la burguesía que conecta pasado y presente. Llevo semanas pensando en el desconcierto que sentí al salir una tarde de julio del palacio, tras ver una muestra que se inscribe en la exposición Fabular paisatges, del polémico Manuel Borja-Villel, que, como era de esperar, ha logrado provocar la indignación que pretendía. Hace un par de años, Ribalta ya provocó al publicar en nuestro Quadern un alegato en el que pedía la restitución del monumento a Antonio López, retirado por el Ayuntamiento en 2018 como una legítima apuesta por sincronizar sus políticas culturales con la ola de la descolonización de los museos y los espacios públicos. No era la primera vez porque la relación de la ciudad con esta figura nunca fue consensual. Durante los primeros días de la Guerra Civil ya se produjo un auténtico acto de iconoclastia: la estatua fue destruida. Luego la replicó el franquismo porque la dictadura, con la oposición en las cunetas, también dio la batalla cultural. Y ahora la escultura está en los almacenes municipales. En ese espacio pueden verse los relieves donde escultores señeros representaron las industrias del hombre más rico de la ciudad: tabaco, barcos, bancos, trenes. Siguen las inscripciones originales: esa tensión tan difícil de contar entre la reproducción del telegrama de condolencias del rey y los versos que le dedicó el cura y poeta Jacint Verdaguer, patriarca de las letras catalanas y protegido durante años por López. Está el pedestal, pero no hay estatua. El vacío revela una incapacidad para hacerse cargo de la complejidad turbia y exuberante que explica una metrópolis moderna.
¿Queremos saber? Esta pregunta, a través de los plafones de fotografías en blanco y negro, con vocación documental y tomadas en distintas partes de España (Getxo y Cádiz, Comillas o Madrid) entre 2019 y 2025, es la que se me impuso tras pasear por las elegantes habitaciones de una burguesía extinguida y donde puede contemplarse Variaciones Güell. Tras ver estas series de paisajes y retratos, de casoplones y capillas particulares, ingenios azucareros y puertos transatlánticos, de estatuas en pie e industrias desaparecidas, el visitante baja la misma escalera por la que en su día descendió el envejecido primer marqués de Comillas o el poeta Verdaguer cuando salía a la puerta del palacio para repartir la limosna a los pobres que le había entregado su patrón.
¿Qué sigue ocultado en aquel palacio que alberga una institución del Gobierno autonómico desde hace cuatro décadas? Sigo desconcertado. Una de las fotografías muestra una obra maestra de Gaudí, clave en la proyección social de los Güell: el grito del dragón de forja en la puerta principal de lo que en su día fue la Finca Güell. Atemoriza. No solo es el silenciamiento de una historia negra, cada vez mejor conocida, sino ese vacío en el conocimiento que, por desidia o por ideología, no ha sido asumido como parte fundamental de la historia moderna y, por ello, incomoda tanto si se pretende incorporar a la memoria del pasado latente. Más cómodo aceptar la tesis clásica de que en España hubo una revolución industrial fallida que enfrentarse a la cuestión de cómo se produjo la aclimatación del capitalismo en la era liberal en nuestro país. A lo mejor más fácil ignorar o derruir o sepultar, más tranquilizador, seguro, que aventurarse a una resignificación entendida como un reto de comprensión.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
