Gustavo Grobocopatel, empresario: “Ayudemos a Milei y luego que venga un presidente que nos guste más”
El llamado rey argentino de la soja se ha reconvertido en pequeño productor, consultor de gobiernos y músico aficionado

En la Argentina del siglo XXI un poroto ha estado en el repertorio de las discordias públicas. Para sus defensores, la soja representa la modernización del campo y su capacidad exportadora: con la demanda de Europa y de China, su precio creció exponencialmente, contribuyó a que la Argentina creciera al 8,5% anual en el lustro 2003-2008 y sigue siendo relevante para la economía. Sus impugnadores subrayan la baja empleabilidad, el impacto ambiental, la reprimarización económica y la necesidad de subir impuestos a los productores por sus ganancias extraordinarias.
Ese poroto tuvo un rey: Gustavo Grobocopatel (Buenos Aires, 63 años). Parte de la diáspora judía, hijo de un tractorista de Carlos Casares, un pueblo a 320 kilómetros de la capital del país, estudió Agronomía en la Universidad de Buenos Aires (UBA), se especializó en suelos, fundó su empresa en 1984 con la renacida democracia argentina y optó por la resonancia familiar: Los Grobo.
Cuarenta años más tarde, Los Grobo está en convocatoria de acreedores y agobiada por las deudas y su fundador sólo tiene el 5% de las acciones. “Hace ocho años que no opero en la empresa; aparecieron problemas que desconocía y muchos perjudicados son amigos o clientes míos, por eso me toca íntimamente”, dice en una de las conversaciones con El PAÍS.
Grobocopaotel tiene dos ocupaciones rentables —productor agropecuario de menor escala, consultor de gobiernos—, otra de cantante amateur y acaba de publicar Desde el campo, un libro de conversaciones con la periodista Luciana Vázquez en el que repasa la historia de su empresa, que es también la del campo argentino de las últimas cuatro décadas. Empezó las consultorías en pleno auge de la soja y ha tenido clientes tan variados como Hugo Chávez, los gobiernos colombianos de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos, las FARC y el estado de Chiapas. Cabezas de Estado de Ghana, Albania, Namibia, entre otros, quisieron conocer sus opiniones en persona. “Se han interesado mucho más los presidentes de otros países que los argentinos, que no me han consultado nada”, cuenta en su departamento de Puerto Madero, a 600 metros del puerto de Buenos Aires y a una hora en barco de Colonia, Uruguay, su lugar de residencia. Una vez por mes visita sus campos de Carlos Casares y Pehuajó y en Melo, Cerro Largo, Uruguay. Produce, como en una suerte de retorno a sus inicios, maíz, trigo, arroz y soja.

Pregunta. En Argentina son particularmente escasos los libros de memorias de empresarios. ¿Qué lo decidió a prestarse a esta conversación?
Respuesta. Lo hice por necesidad. El alivio de poner afuera algo que tenés adentro. Me pasó lo mismo con los discos. Iba camino a reconfigurarme, mientras cambiaban mis intereses, mi actividad. Fueron 40 años intensos de la Argentina, del mundo, de la empresa.
P. ¿Por qué la soja es tan importante en la Argentina y cómo llegó a rey?
R. Después de la crisis del 2001, Argentina tuvo una recuperación económica, en gran parte por el aumento de producción y del precio de la soja, que generó divisas y superávit. El crecimiento de Los Grobo fue por el bajo endeudamiento por la pesificación asimétrica [el Estado asumió parte de deuda de los privados] y el aumento de los precios de los commodities. Una periodista dijo que había que ponerle cara a la soja porque no le decía nada a la gente. Eligieron la mía, aunque no era el único que hablaba del tema.
P. ¿Cómo descubrió la soja?
R. En la Facultad de Agronomía, cuando a principios de los ochenta era un producto súper secundario. En el campo pampeano se hablaba de los porotos como algo medio despectivo. Algunos contratistas vinieron a sembrar a nuestro campo para probar qué tal era. A fines de los ochenta, viajé a Estados Unidos y empecé a interesarme por el cultivo, que se hizo importante cuando Europa reemplaza las harinas animales por las vegetales en el contexto de la vaca loca. La soja era la mejor solución y la más barata. Después, China pasó de consumir 7 kilos de carne por habitante al año a 130 y eso multiplicado por mil millones. A fines de los noventa, en un congreso de soja en Beijing, tuve una visión mucho más estratégica sobre su potencial y ellos anticiparon lo que pasaría con mucha precisión.
P. Los años de mayor crecimiento de Los Grobo coinciden con la primera presidencia de los Kirchner…
R. [se adelanta] Ahí nace el problema posterior de la Argentina: no aprovechamos ese momento tan bueno para industrializar la soja, el maíz, el campo en general. Como decía Cristina [Fernández de Kirchner], industrializar la ruralidad. Si hubiéramos generado incentivos para industrializar, hoy tendríamos una matriz productiva diversificada y con más empleo. Después vinieron sucesivas crisis y ya no se pudo arreglar.
P. Usted señala en el libro que el gran problema de la Argentina son los constantes shocks. ¿Cuáles son las consecuencias?
R. Los permanentes shocks impiden pensar en el largo plazo, maximizan el corto plazo. Eso es para todos, también para una maestra o un fotógrafo. Para evitar el próximo problema, comprás dólares, los pones debajo del colchón, pagás menos impuestos. Los shocks y la falta de previsión hace que la sociedad viva con miedo a todo lo que vaya a ocurrir.
P. Su diagnóstico sobre la Argentina —sobre su sociedad, sus elites y sus instituciones— es casi terminal.
R. Es una sociedad plana en la que todos tenemos la expectativa de ser algo y, a diferencia de la gran mayoría de los países, no hay élites y las instituciones son lábiles. Le pregunté a [el sociólogo español] Manuel Castells, con quien tengo una amistad, ¿qué puede ordenar la Argentina? El peronismo, me contestó. Lo tomo porque no soy antiperonista. Pero el peronismo viene décadas ordenando hacia el pasado. Ojalá que haya un peronismo que ordene hacia el siglo XXI.
P. Usted dice que no hay élites, pero enumera una serie de organizaciones del campo que actúan cómo élites y ve otras corporaciones —la industrial y la gremial— pero no una del campo.
R. Las organizaciones del campo son muy amplias, contienen gente muy diferente, con propósitos diferentes. No es una élite, es un conjunto de gente trabajando en una red imperfecta. No hay una cosa corporativa. En la empresarialidad, sí, pero no en el campo. Como es tan abierto, tan diverso, no logró crear una corporación, como sí tiene Brasil con, por ejemplo, su bancada ruralista. En las sociedades corporativas los arreglos no se hacen en marcos institucionales, sino en vínculos personales. Después pueden derivar en temas de corrupción.
P. Cuenta en el libro que uno de los ministros más importantes de los Kirchner —Julio de Vido— le pidió que ayudara Hugo Chávez a orientar su política agropecuaria, le puso un avión a sus órdenes, se reunió con el presidente de Venezuela y empezó a asesorarlo.
R: De Vido me llamó por lo del rey de la soja y yo ya tenía en mente hacer consultoría. Conocía el sistema productivo venezolano y sus problemas. Me pareció divertida la propuesta. Chávez me llamaba Colorado. Coincidía con él en la idea de generar competencia, aunque yo no estaba de acuerdo con hacerlo mediante la creación de empresas estatales. El gobierno había mandado, en gran número, maquinarias, cosechadoras, sembradoras, que estaban paradas. Pensé que podía agregar valor con mi trabajo, pero menosprecié las consecuencias de la burocracia. Para tomar una decisión simple pasaba cuatro horas en la sala de espera de un ministerio. Como estaba embarcado seguí un año, pero fue imposible: la burocracia es la madre de la corrupción. Todo se arreglaba con corrupción. Por esa asesoría, en el sector agropecuario me empezaron a decir kirchnerista. El único beneficio que tuve es que el presidente de Colombia Uribe se enteró de lo que estaba haciendo y me llamó para hacer lo mismo en su país. Pude compensar con alguien de derecha.
P. ¿Y funcionó mejor?
R. Sí, hice un trabajo muy bueno para el desarrollo de la altillanura. El presidente que lo sucedió, Santos, se involucró personalmente y le presenté los resultados. Luego me pidieron que participara del proceso de paz y estuve en La Habana con la FARC. Quedé amigo de ellos y empecé a ayudarlos en cómo pensar la reinserción en el trabajo, cómo armar empresas, cooperativas agroindustriales en los territorios que les habían cedido. No funcionó porque los gobiernos sucesivos —de derecha y de izquierda— no cumplieron lo acordado.
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En un living comedor con vista sobre el Río de la Plata, Grobocopatel ensaya con el pianista Martín Leopoldo Díaz. Está descalzo, lleva ropa deportiva gris con una remera de manga larga del mismo color. Hay sillones blancos, recuerdos de viajes —un samovar de Rusia, una máscara de ceremonias de Sudáfrica, un shiva de la India—, obra pictórica de Ramón Ayala, fotos de Alfredo Srur y una biblioteca incrustada en la pared con libros y sus primeros zapatos.
“Soy un músico que tiene como hobby ser empresario”, dijo alguna vez. Pasó por el coro infantil de Carlos Casares, el de la universidad, tomó clases particulares de canto durante 30 años y en el último tiempo ha decidido hacer discos y tocar en público. Con su pareja, la cantante de ópera Verónica Cangemi, grabaron Entre dos mundos, en un intento de sintetizar el encuentro de lo popular y lo clásico. La acompaña en sus viajes por el mundo y lo ha hecho entrar en las redes de la ópera.
En el ensayo de la última semana de julio, Grobocopatel les canta a las doce Flores de la Argentina, la obra de León Benarós y Carlos Guastavino. Mira el Río de la Plata, lee las líricas, otea a su pianista. En una pausa, aclara la voz.
—Ya me voy a retirar a los campos soledosos —sube los decibeles en Ya me voy a retirar cuando Cangemi entra al living. Lleva un pantalón marrón de corderoy, pullover blanco de cachemira y uñas pintadas de negro.
—Te tengo que creer la frase, cantá con la tristeza de la letra —le indica y sigue con una pregunta—: ¿Cómo te vas a los campos?
—Triste me voy a los campos —replica Grobocopatel.
—Esto es teatro puro —continúa la pareja.
Para el intervalo, una picada de quesos y embutidos espera a los músicos.
—Es muy estricta, me caga a pedos —dirá Grobocopatel dos días más tarde, cebando mate, con mermeladas y mieles, kiwis y naranjas, galletas de agua y de salvado, dispuestas en la mesa.
P. ¿Cómo se lleva con el dinero?
R. El dinero me gusta para viajar, comer en un buen restaurante, pero no tengo cosas lujosas alrededor. “Usted tiene mucho dinero, ¿no?”, le preguntaron a un amigo de mi papá. “Tengo más de lo que necesito y menos de lo que usted imagina”. No tengo un rollo con el dinero, pero la mayoría de los empresarios sí. Como que la tienen más larga cuando tienen más plata. No es mi caso.
P. Dice que su mayor fracaso empresarial fue no haber podido convertir a Los Grobo en una multinacional. ¿Cómo lo explica?
R: Teníamos una empresa en Brasil y por eso yo pasaba tanto tiempo allá. Armamos otras en Uruguay y Paraguay. Con la empresa de originación de granos brasileña necesitábamos tener mayor musculatura, oficinas en el mundo, poder exportar directamente y eso no lo logramos. Los barcos son de 40.000 toneladas y cada barco lleva 10 o 12 millones de dólares. Si movés tres o cuatro barcos por mes, tenés 40 millones de dólares flotando en el agua que todavía no los recibiste y tenés que pagar. Necesitás una capacidad de endeudamiento que no teníamos. Éramos una empresa Mercosur, que era un holding que, en un determinado momento, íbamos a hacer un IPO (Initial Public Offering) de la compañía y transformar ese holding con capacidad financiera. El IPO no funcionó. Hubo una caída en el mercado internacional y mis socios brasileños decidieron no salir. Conseguimos que Mitsubishi se interesara en la compañía y ofreció poner capital. No quisieron invertir en Argentina porque, básicamente, Cristina no les daba seguridad. Con el diario del lunes, tenían razón: no hubiese funcionado. Después Mitsubishi nos hizo una oferta muy importante para comprarnos el resto y se quedó con la compañía. Desarmamos Brasil, el lugar más importante para nosotros.
P. ¿Durante estos cuarenta y tantos años de democracia cuál fue su mayor decepción?
R. No hemos tenido una clase política a la altura de las circunstancias. Problemas de gestión, problemas de visualización, problemas de mirada estratégica, ceguera en relación a lo que pasa en el mundo. Estoy decepcionado con la clase política. Hubo y hay gran desconocimiento del campo y su potencial. Nunca nadie me llamó, ningún presidente, ningún ministro de Agricultura, la mayoría de ellos eran gente conocida, algunos eran amigos. A [el entonces presidente Mauricio] Macri me lo encontré de casualidad en la India y hablamos un rato.
P. Dice que hay que apoyar a Javier Milei. ¿Por qué sería una excepción a esa saga que usted ve fatídica?
R. Durante décadas en la Argentina se han generado capas de problemas: estructuras negativas, desequilibrio macroeconómico, problemas de inserción internacional, destrucción de bienes públicos y demás. Milei viene a tratar de corregir eso. Viene a hacerle una especie de service al país. La clase política debería estar agradecida con él porque es un tipo que viene a hacer un trabajo que ellos no han querido hacer, como el ajuste, por el costo político que implica. Ayudemos a que haga lo que tiene que hacer y luego que venga un presidente que nos guste más. En el medio están los malos tratos y otras cosas preocupantes.
P. ¿En qué consistiría ese service, además del ajuste?
R. Desburocratización, desregulaciones, cambios en la legislación previsional, del trabajo, de la educación. En Argentina vivimos discutiendo el tipo de cambio, el precio del dólar. El tipo de cambio no es la causa de la competitividad de un país, sino que es la consecuencia. Cuando un país es poco competitivo, requiere más devaluaciones. Cuando un país es más competitivo, requiere menos devaluaciones. Para ser competitivo, Argentina necesita que bajen los impuestos, bajen los costos, se hagan reformas laborales.
P. Milei acaba de anunciar la baja de las retenciones, uno de los grandes reclamos del campo.
R. Es un reconocimiento del presidente a un problema que es un lastre: te saca el 30% de los ingresos, no de la ganancia. Cuando transformás eso en ganancia es el 60 o 70%. Propongo que sea el 3% como diferencial arancelario, lo mismo que cuando exportas materias primas. Esta baja de retenciones de Milei no tiene impacto para el productor porque le aumenta 20 dólares por tonelada la soja, pero el mercado internacional cayó 50. Creo en medidas más integrales. La rebaja de las retenciones tiene que acompañarse con políticas que incentiven la industrialización, la creación de servicios más sofisticados.
Dos dirigentes sociales llegan a su living. El anfitrión dice que se ha juntado el ganado y pausa la entrevista para hablar con ellos en los sillones blancos.
—En el campo —dice luego—, el tractorista sabe que lo va a reemplazar un robot. Mi papá era tractorista. Empezó de la nada y le fue muy bien. Aún vive en Casares, aunque mi mamá pasa más tiempo en Buenos Aires. Siguen juntos. Mi viejo tenía una frase: “Antes éramos 100 en el campo y 10 en la oficina, ahora somos 100 en la oficina y 10 en el campo”. Era una manera de quejarse de que tenía muchos empleados, que había que bajar los costos. Las cosas que dicen los paisanos.
P. ¿Entonces cuál es el destino de los tractoristas del campo como él?
R. La tecnología no es gentil, no pide permiso, te lleva por delante y tenés que adaptarte. La forma más directa de atenuar esos impactos es crear bienes y servicios de alta calidad que hagan una especie de red de contención. Tal vez si dejan de ser tractoristas, podrán ser choferes.
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