Lota de Macedo, la brasileña que se empeñó en construir un ‘Central Park’ sobre el mar en Río de Janeiro
La urbanista y arquitecta autodidacta luchó contra las presiones de políticos y empresarios para hacer realidad el parque de Flamengo, que acaba de cumplir 60 años

Un nuevo pulmón verde para Río de Janeiro, construido sobre una enorme plataforma de tierra ganada al mar. Fue la ambiciosa idea que rondó la cabeza de la arquitecta y urbanista autodidacta Carlota de Macedo Soares (1910-1967), más conocida como Lota, una brasileña tenaz que luchó contra viento y marea para hacer realidad su proyecto de parque para el pueblo. Este mes, el Parque de Flamengo celebra 60 años en plena forma. La historia de su creación es una epopeya carioca llena de sobresaltos, como su propia vida personal, marcada por la tormentosa relación con la poeta estadounidense Elizabeth Bishop.
A simple vista, parece que el parque de Flamengo siempre estuvo ahí, con su césped brillante y sus árboles tropicales, con el Pan de Azúcar, la montaña-postal de Río, omnipresente en todos los ángulos. Pero lo que hoy es parque hace 60 años era mar. Las 120 hectáreas de verde surgieron gracias a las rocas, escombros y arena procedentes del derribo de una colina en el centro de la ciudad y de los túneles que por entonces empezaban a perforar los icónicos morros de granito de la ciudad. De hecho, los cariocas al parque lo llaman simplemente aterro, tierra sobre el mar.
Río había perdido la condición de capital en detrimento de Brasilia, pero no quería perder la carrera de la modernidad: el coche era el pasaporte para el progreso y hacía falta una enorme explanada para construir autopistas entre el centro y los pujantes nuevos barrios del sur, como Ipanema y Copacabana.
El gobernador del recién creado Estado de Guanabara (por el nombre de la bahía de Río), Carlos Lacerda, encargó a una amiga íntima decidir qué hacer con esa enorme extensión de tierra. Lota enseguida rechazó la idea de construir cuatro autopistas y las redujo a dos, salvando ese espacio para crear su Central Park tropical frente al mar.
Creó un grupo de trabajo y fichó a los mejores de cada ramo. Era un grupo mayoritariamente masculino en el que sobresalen dos nombres: el arquitecto modernista Affonso Eduardo Reidy, encargado del proyecto urbanístico, y Roberto Burle Marx, responsable de los jardines.
Río ya tenía un pulmón verde considerable en la parte alta de la ciudad, la selva de Tijuca, pero que históricamente siempre funcionó como un recóndito paisaje al que la burguesía subía para hacer picnic al fresco. Hacía falta un gran parque a pie de calle y para las masas. Que el trabajador gozara de sus domingos con dignidad.

Además de espacios verdes, se proyectaron museos, auditorios al aire libre, un teatro para marionetas, una pista de aeromodelismo… “Es una obra urgente e inédita: cuida tanto de la belleza y la conservación del paisaje como de su utilidad, pone la necesidad del hombre por delante de las reivindicaciones de la máquina, se atreve a ofrecer al peatón, paria de la edad moderna, su porción se sosiego y ocio”, decía el alma del proyecto en un artículo publicado en 1964, en la recta final de las obras.
Lota se había criado en una familia de la alta sociedad, pasó por los mejores colegios de París y de Suiza y estudió pintura con Candido Portinari, pero no tenía ningún título universitario. Lo que tenía de sobra eran tenacidad y las ideas muy claras. Las peleas dentro del grupo del trabajo eran constantes. Había mucha lucha de egos, señala Claudio Machado, el vicepresidente del Instituto Lota, creado por un grupo de aficionados para salvaguardar su memoria.
Burle Marx llegó a llamarla prepotente y autoritaria en entrevistas en los periódicos. “Era una mujer sin diploma mandando a un montón de hombres, y encima siendo lesbiana. Era todo lo que la sociedad de la época no aceptaba. Pero ella era muy incisiva, no tenía miedo a nada”, comenta Machado en una cafetería junto al parque.
Era ella la que hacía de puente entre las mentes que diseñaban la obra y el mundo político. Su amistad con el gobernador Lacerda y su capacidad de persuasión fueron la clave para salvar al proyecto de las presiones del sector inmobiliario, que soñaba con llenar ese privilegiado terreno de edificios frente al mar.
Preocupada por el futuro del parque, Lota consiguió que el proyecto fuese declarado patrimonio protegido antes incluso de que estuviese inaugurado. También se empeñó en crear una fundación para su gestión, para alejarlo de intereses políticos. Las obras fueron un quebradero de cabeza, pero también hubo margen para sorpresas agradables.
En una ocasión, Lota aprovechó que Lacerda estaba en viaje oficial fuera de Brasil para avanzar un poco más allá del proyecto original. Ya tenía a mano una draga que sacaba arena del fondo del mar, así que no se lo pensó dos veces e improvisó una playa en la ensenada de Botafogo. A la vuelta, el gobernador puso el grito en el cielo porque ya no había dinero para nada, pero enseguida recapacitó al reparar en la alegría vecinal y las pancartas de agradecimiento a su gestión.
Lota tuvo un final triste y prematuro. Cuando en 1965 su amigo Lacerda salió del gobierno del estado, fue apartada de la dirección de las obras, poco antes de poder inaugurar el parque, lo que, sumado a una larga lista de sinsabores la sumió en una larga depresión que incluso la llevó tres meses al hospital.
Lota vivió durante años en un complejo triángulo amoroso formado por Mary Morse, su primera pareja, y Bishop, a quien conoció después. Con Morse incluso llegó a adoptar a una niña, Mônica, que sería criada por las tres. La relación con Bishop se fue diluyendo y ella volvió a Estados Unidos.
En 1967, cuando el aterro ya hacía las delicias de los cariocas, Lota se subió a un avión rumbo a Nueva York, para intentar reconquistar a la poeta. El reencuentro fue peor de lo esperado y la urbanista intentó quitarse la vida con una sobredosis de barbitúricos. Entró en coma y murió una semana después.
Sin descendientes que la reivindicaran, la importancia de su figura se fue diluyendo con los años. También pesa el hecho de que celebrara el golpe militar de 1964. Queda el legado de su parque, un “resistente que sobrevive a todo”, como dice Fernando Nascimento, presidente del Instituto Lota, que ahora planea una intensa programación los domingos de verano para resucitar el templete modernista del parque. El ayuntamiento de Río también ultima unas pequeñas obras de extensión en su extremo norte.
Cada movimiento se mide con cuidado, porque en 2012 la Unesco declaró todo este gran jardín Patrimonio de la Humanidad, como parte del paisaje carioca, por su simbiosis única entre ciudad, montañas y océano. Los domingos, las avenidas que cruzan el parque cierran al tráfico y se llenan de vecinos paseando, en bici o en patines. Las barbacoas, los partidos de fútbol y los vistosos picnics de cumpleaños dominan cada rincón. Han vuelto incluso los chapuzones en el mar, más limpio que nunca tras años de aguas contaminadas. La seguridad, el principal talón de Aquiles durante mucho tiempo, mejoró en los últimos años y cada vez hay más gente, incluso de noche, cuando se ilumina con las enormes farolas de 45 metros (en su momento las más altas del mundo) que Lota pensó inspirada por la luz cenital de la luna.
Sólo rivalizan con las palmeras Talipot que mandó plantar Burle Marx, una especie nativa de la India y Sri Lanka que sólo florece una vez, al llegar a la edad adulta, entre los 60 y los 70 años. Después muere abruptamente, dejando un rastro de cientos de miles de semillas. Esta primavera, las blancas copas de estas palmeras floridas se asoman entre el verde del parque, como un floral recordatorio de que ya ha alcanzado la madurez.
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