Más de 3.500 plantas, cascadas y operetas en directo: así fue la residencia de Roberto Burle Marx
Reconocido por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad en la categoría de Paisaje Natural, el complejo monumental Sítio Roberto Burle Marx, al oeste de Río de Janeiro, es un retrato fiel de la obra y vida del autor del paseo marítimo de Copacabana


Rumbo hacia el oeste, a unos 50 kilómetros de la ciudad de Río de Janeiro por un periplo que bordea la costa, atravesando los barrios de Tijuca y Recreio, un discreto cartel señala la llegada a Sítio Roberto Burle Marx, que exige máxima atención si la geolocalización no funciona. Su modesto tamaño contrasta con la monumentalidad tanto paisajística como cultural que espera al visitante tras la barrera que custodian varios agentes de seguridad; uno para comprobar que su nombre está en la lista (previa reserva en esta web) de la próxima visita, y otro para abonar el pago en efectivo de los 10 reales brasileños (1,57 euros al cambio actual) que cuesta acceder al recinto.
Una vez formalizadas las gestiones, la discreción desaparece para dar paso a un recorrido guiado por la huella abismal de lo que la naturaleza puede llegar a ser. Una finca con alrededor de 400.000 metros cuadrados que contiene una de las colecciones de plantas tropicales más importantes de la actualidad, con 3.500 especies nativas y exóticas en su haber. Nombrado en mayo de este año por The New York Times como uno de los jardines más extraordinarios del mundo, su grandeza hasta hace poco desconocida para el público es una metáfora de la propia vida de su creador, el paisajista y artista brasileño Roberto Burle Marx.

Es curioso que en un país que concentra la mayor diversidad de flora del planeta, pionero en la arquitectura moderna del siglo XX, la figura rompedora de este arquitecto de paisajes haya pasado a menudo desapercibida. El considerado padre del diseño moderno en materia de jardines tropicales desarrolló entre las décadas de 1930 y 1990 obras rupturistas con el paisajismo tradicional en su país y en el extranjero, como los jardines para el Ministerio de Justicia en Brasilia o los patios de la UNESCO, en París. Aunque nació en Sâo Paulo en 1909, gran parte de su vida la pasó Río de Janeiro, dejando su impronta en el que se convertiría –junto con el Cristo de Corcovado y el Pão de Açúcar– en elemento definitorio de la ciudad: el paseo marítimo de Copacabana. Un diseño curvilíneo que simula las olas creado con piedras portuguesas blancas, negras y rojizas, y que finalizó en los años setenta.
Pero el testimonio visual que esclarece su obra es este sítio, que fue su residencia y laboratorio de paisaje hasta su muerte en 1994. “Estoy mostrando un poco de lo que Brasil tiene de rico, extraordinario, maravilloso: cada día que paso aquí me enfrento a una pieza que parece una oración, un poema, una canción. Es donde la naturaleza se expresa con su violencia, belleza y razón de ser”, reveló en una ocasión el paisajista. En 1949, Roberto y su hermano Guilherme Siegfried adquirieron esta vasta propiedad con el deseo de albergar su colección botánica, cultivar plantones y experimentar con nuevas combinaciones de plantas para sus proyectos.

Bajo la atenta mirada de un agente de seguridad, uno se puede pasear entre bellos especímenes como la Corypha, una palmera que florece, fructifica y luego muere, o el pimentón, el tinte tradicional de las culturas indígenas que se usa en el país para arreglos florales. La foto de rigor la pone el eucalipto arcoíris, con su corteza de colores que se desprende a medida que crece. Tampoco faltan algunas de las plantas que descubrió durante sus excursiones de recolección y que llevan su nombre, como la Heliconia burlemarxii, la Hohenbergia burle-marxii o el Philodendron burle-marxii, entre otras.
El diseño de su propio jardín refleja el modus operandi del naturalista al enfrentarse a un terreno en blanco. Burle Marx pintaba jardines más que diseñarlos. Paisajista de profesión y artista de vocación, su formación en la Academia Nacional de Bellas Artes de Río de Janeiro cristalizó un agudo bagaje en disciplinas tan dispares como la pintura, el grabado o el mosaico. Una pasión que comenzó en el seno familiar y se consolidó con los viajes por el continente europeo, donde tomó contacto con diversas corrientes de la pintura moderna como el cubismo, el concretismo o los inicios del surrealismo.
Ganador de la Medalla de Oro de Pintura de la Academia en 1937, ese acercamiento a la vanguardia europea insufló a su trabajo color, geometría y sinuosidad en las formas, además de de un incipiente interés por la botánica autóctona de su país. Una visión aérea de los jardines del Palacio Gustavo Capanema, por ejemplo, bastará para entender la conexión con la obra del escultor Jean Arp. Supo, sin embargo, vulnerar la tradición romántica del viejo continente que primaba en el diseño de los jardines de su país con un lenguaje formal renovado, que dotó de una identidad propia al paisaje brasileño a nivel internacional.
Una casa, un museo
Burle Marx residió en el Sítio desde 1973 hasta su muerte, tiempo suficiente para hacer de esta vasta propiedad su hogar. A los jardines que circundan la hacienda se fueron incorporando viveros repartidos por 12.000 metros cuadrados, cascadas y siete lagos en los que es fácil imaginar a su propietario paseando, además de diferentes edificios que aportan una valiosa información sobre la vida del artista con sus colecciones de arte y biblioteca. Es el caso de la capilla de Santo Antônio da Bica, que mandó construir un capitán portugués en 1690 como parte de la hacienda del mismo nombre.
Tras adquirir el terreno, Burle Marx restauró la deteriorada iglesia bajo la supervisión de los arquitectos Carlos Leão y Lúcio Costa. Este último fue un personaje decisivo en la historia del artista. El azar quiso que Costa, presidente de la Academia de Bellas Artes, y la familia Burle Marx, vivieran en la misma calle, lo que estrechó lazos entre profesor y alumno. En 1932 le propuso su primer encargo, el jardín de la Casa Schwartz, en el que el uso de formas orgánicas, plantas nativas y elementos arquitectónicos marcó un antes y un después en el paisajismo brasileño.

La capilla luce ahora alegre e impoluta bajo una capa de cal, y colores vivos y pastel en su interior. El deseo de Burle Marx de mantenerlo abierto a usos comunitarios sigue intacto, con misas dominicales y la tradicional procesión de San Antonio, celebrada cada año el 13 de junio. Junto a otros edificios menores vinculados a actividades administrativas, la gran atracción de la visita la ejerce la Casa de Roberto, abierta al público desde 2019.
“En el futuro, verán que esta era una casa donde la gente vivía de forma más que corriente”, dijo una vez el paisajista. Una realidad a medias. Ya en el porche delantero, dos mascarones de proa del brasileño Mestre Biquiba Guarany, y las esculturas del ceramista Miguel dos Santos compiten en belleza con las vistas al estanque custodiado por un muro-escultura de contención, obra del propio Burle Marx. Los murales de azulejo que adornan la pérgola a modo de patio interior, en colores blanco y verde pálido que reflejan con precisión las enredaderas de jade, dan un pista de la noción pictorialista de los espacios que tenía el paisajista.

La rústica vivienda, en contraste con el culto a la vanguardia que el artista prodigó en vida, es más un gabinete de curiosidades con todo tipo de objetos cotidianos y obras de arte. “La colección del museo cuenta con más de 4.000 piezas, incluyendo obras del propio Roberto. Incorpora arte sacro en madera policromada, cerámica precolombina, arte popular como gárgolas y esculturas de madera o piezas de cristal decorativas”, explica Claudia Maria Pinheiro Storino, directora del espacio.
Ese ajuar que desvela la naturaleza de un esteta nato, abarca culturas y épocas muy diversas, como los objetos del Valle de Jequitinhonha de la Sala de Céramica o los figurines de los artistas populares Maurino de Araújo y Mestra Zefa. Esta estancia resguardada por un techo que él mismo pintó sintetiza los momentos de mayor producción pictórica del artista, con obras abstractas de los años setenta y ochenta.

La música ejerció de faro en la vida de Burle Marx. Su madre, Cecilia, pianista de profesión, le inculcó el amor por la ópera, y su hermano Walter llegó a ser un director de orquesta de renombre internacional. Concebida como una vivienda en la que fluyeran las fiestas y reuniones, a menudo organizaba conciertos en los que cantaba con su voz de barítono, acompañado por su madre en el piano de cola que domina la Sala de Música entre piezas de arte precolombino.
También disfrutaba creando los menús y arreglos florales en las cenas, dentro del comedor escoltado por un gran acuario, el mantel pintado por él mismo o jarrones de vidrio, como el modelo Savoy de Alvar Aalto. Tal era su carácter esteticista que llegó a ampliar parte de la vivienda con el único deseo de colocar una puerta que había encontrado abandonada en una iglesia.

Para Burle Marx, reconocido homosexual y sin descendencia, Cleofás César da Silva fue lo más parecido a un compañero en la vida doméstica. El chef dirigía la casa y preparaba los platos favoritos de su patrón, como el Pitangolango, un postre con cerezas de Cayena, vino tinto y azúcar. Los invitados solían decir que la cocina era el corazón palpitante de la vivienda, en la que colgaban relucientes moldes de cobre y sartenes frente a una gran isla central.
Era común que Burle Marx combinara todo tipo de géneros en una misma estancia, como pinturas de la Escuela Cuzqueña del siglo XVIII con imágenes de santos de la tradición luso-brasileña o muebles neorrococó. Su colección de conchas marinas, vinilos y pintorescas camisas, o el colorido alicatado de los baños, aportan más pistas sobre los gustos y el entorno que le acompañaron en su vida. “Todas las piezas son únicas y reflejan la sensibilidad de Roberto, tanto las que creó como las que coleccionó. La Casa exhibe obras de arte y artesanía, a las que llamó ‘objetos de emociones poéticas’, adquiridas a lo largo de su vida”, explica Pinheiro Storino.

El porche trasero ejerció de estudio al aire libre, donde el artista disfrutaba de luz natural y vistas al jardín a la hora de pintar. El salón de baile, hoy conocido como la cocina de piedra, fue construido en los años sesenta y galardonado con un premio del Instituto de Arquitectos de Brasil (IAB).
En el punto más alto de la hacienda se encuentra el estudio de artes plásticas, el último edificio que ejecutó Burle Marx guiado por la recomendación de su mentor Lúcio Costa de construirlo con una fachada de piedra, procedente de una mansión colonial en el centro de Río de Janeiro.

Los nuevos arcos de cemento que incorporó en los años noventa con el objetivo de convertirlo en su casa-estudio (aunque falleció antes de poder mudarse), le confirió un aire moderno en el uso de la piedra, en contraste con la estética de su residencia.
Un legado en vida
“Santo Antonio da Bica tiene una importancia extraordinaria en mi vida... Fue mi crisol, el lugar donde viví mis experiencias y donde sigo haciéndolo; sigo aprendiendo”. En 1985, Burle Marx donó la propiedad al gobierno federal para garantizar su preservación, además de continuar los proyectos de investigación y difusión que emprendió en vida. Una de las obligaciones que dejó en las escrituras de la donación fue que la propiedad hasta entonces conocida como “Sítio Santo Antônio da Bica” pasaría a llamarse “Sítio Roberto Burle Marx” y que siempre se utilizaría como centro de estudios e investigaciones relacionados con el paisajismo y la conservación de la naturaleza. “Nuestra misión es preservar, investigar y difundir la obra de Roberto Burle Marx, a partir del Patrimonio Cultural del SRBM”, explica Pinheiro Storino.
Tras el fallecimiento del artista, SRBM abrió sus puertas al público bajo la administración del IPHAN y la residencia se convirtió en museo en agosto de 1999. Meses después de una profunda renovación y mejoras del complejo que implicó tres años de trabajos y una inversión de 5,4 millones reales brasileños (unos 841.000 euros), fue reconocido en julio de 2021 por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, en la categoría de Paisaje Natural.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
