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Brasil apuesta fuerte por la prisión domiciliaria con 200.000 presos en sus casas, incluidos dos expresidentes

La expansión de ese régimen no alivia la penosa situación en las cárceles, que siguen atestadas

Naiara Galarraga Gortázar

Jair Messias Bolsonaro, de 70 años, es sin duda el preso más famoso del momento en Brasil. Dos meses y medio lleva el expresidente detenido en su casa con una tobillera electrónica. Desde entonces, sólo ha abandonado el chalet de Brasilia donde vive con su esposa y su hija pequeña para ir al hospital. En semanas, un juez decidirá si permanece así o va a prisión. Un segundo expresidente está en el mismo régimen, Fernando Collor de Mello, de 76 años. Ambos se han beneficiado de un cambio profundo y general que beneficia tanto a presos en prisión preventiva como ya condenados. Sin demasiado ruido, la prisión domiciliaria ha pasado de excepción a algo relativamente frecuente. En una década, los reclusos en este régimen han saltado de 6.000 a los 200.000 actuales, es decir, uno de cada cinco presos. Tan llamativo como ese cambio es el hecho de que no ha servido para aliviar la calamitosa situación de las prisiones.

Pocos conocen los presidios brasileños mejor que la hermana Petra Pfaller: “En nuestras visitas a las cárceles no vemos ninguna diferencia con el aumento de la prisión domiciliaria. Las cárceles siguen superatestadas y, lamentablemente, el encarcelamiento masivo continúa”, explica, en un intercambio de mensajes, la coordinadora de la pastoral carcelaria de la Conferencia Episcopal de Brasil.

La monja católica enfatiza algo que a menudo se olvida: “Conceder el arresto domiciliario a personas en situación de vulnerabilidad no es una medida excepcional ni benévola: es una exigencia legal, humanitaria y constitucional”. Lamenta que estos derechos sean a menudo criminalizados.

“Brasil arresta mucho y mal”, sentencia Cristiano Maronna, director de Justa, una plataforma que investiga el sistema de justicia brasileño. Casi un millón de brasileños están presos, según cifras oficiales. Es el tercer país del mundo en población carcelaria, superado solo por Estados Unidos (con 1,8 millones de reclusos) y China (con 1,6 millones), según el World Prison Brief. Del millón de reclusos brasileños, unos 200.000 están encarcelados en sus domicilios. La mitad, con tobillera electrónica y la otra mitad, sin ella, según el Sistema Nacional de Informaciones Penales.

La cifra de encarcelados no ha dejado de aumentar en la última década, gobernara el centro-derecha, la extrema derecha o la izquierda. La hermana Petra recuerda que la pastoral carcelaria de la Iglesia católica denuncia hace mucho que “el sistema penal es selectivo, racista, misógino y estructurado para castigar la pobreza”.

Incluso para el Tribunal Supremo la situación es intolerable. Más que eso, literalmente, inconstitucional. “El sistema carcelario brasileño es responsable por la violación masiva de derechos fundamentales de los presos”, declaró la máxima corte en 2023. Exigió entonces la implantación para 2027 de una serie de mejoras en alimentación, higiene, infraestructuras, atención sanitaria, combate a los abusos contra los presos, al déficit de plazas… Ese es parte del contexto en el que se ha dado el aumento exponencial de las prisiones domiciliarias.

Porque, en los presidios, la comida, cuando la hay, deja mucho que desear. Por cada plaza, hay preso y medio. El hacinamiento es crónico. El déficit de celdas ronda las 200.000 ahora, pero justo antes de la pandemia llegó a haber 300.000 internos más que la capacidad máxima.

Buena parte del sistema carcelario está bajo el dominio del crimen organizado, bandas mafiosas que gestionan la vida de los reclusos puertas adentro. Reflejo de su poder y de la impotencia o desidia de las autoridades, en muchos presidios cuando llega un nuevo interno se le entrega un formulario para que diga en el ala de qué banda quiere ser internado. Una política de reducción de daños para evitar los ajustes de cuentas y los motines.

La prisión domiciliaria se fue expandiendo en el contexto de la llamada humanización de la pena. Los primeros, enfermos graves internados en cárceles que no tienen medios para tratarlos, explica el especialista de Justa. Recalca Maronna que “las cárceles son insalubres, algunas enfermedades con tratamiento simple fuera se convierten en dolencias graves” para quien está privado de libertad. Por ejemplo, una neumonía, la sarna, la tuberculosis... En la década entre 2013 y 2023, unos 17.000 reclusos murieron en prisión, un dato que el diario Folha de S.Paulo obtuvo gracias a las leyes de transparencia.

La prisión domiciliaria se aplica a presos preventivos y a condenados. Empezó a ser concedida para reclusos gravemente enfermos, mayores de 80 años, embarazadas, madres de niños menores de 12 años, padres responsables de hijos pequeños… A medida que a prisión domiciliaria se ha ido expandiendo, más presos la solicitan. pero como siempre hay clases y clases.

La hermana Petra enfatiza que, pese a lo que la ley dice, ella misma conoce a muchos reclusos muy enfermos que no logran que les concedan ese régimen e irse a casa.

En tres de los 27 estados más de la mitad de los reclusos está en su casa. Paraná ostenta el récord con el 60%. El abogado Clovis Bertollini enumera, en una entrevista telefónica, varios motivos: el Estado siempre ha tenido un grave problema de falta de plazas en las cárceles, motivo por el que buena parte de ellos cumplía pena en comisarías; el entendimiento del Tribunal Supremo, una gestión activa de las plazas existentes y un refuerzo del sistema de vigilancia electrónica.

El expresidente Collor cumple en su casa una pena de ocho años de cárcel por corrupción y blanqueo de dinero. Octogenario, padece Parkinson y trastorno bipolar. Mientras, el otro expresidente, Bolsonaro, está en ese régimen por el riesgo de fuga mientras espera que la condena a 27 años por golpismo, dictada por el Supremo en septiembre, sea firme. Sus abogados han anunciado que solicitarán que la cumpla en casa, rodeado de su familia, a causa de sus problemas de salud. El juez decidirá si acepta la petición y sigue como hasta ahora o lo envía a la cárcel.

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Sobre la firma

Naiara Galarraga Gortázar
Es corresponsal de EL PAÍS en Brasil. Antes fue subjefa de la sección de Internacional, corresponsal de Migraciones, y enviada especial. Trabajó en las redacciones de Madrid, Bilbao y México. En un intervalo de su carrera en el diario, fue corresponsal en Jerusalén para Cuatro/CNN+. Es licenciada y máster en Periodismo (EL PAÍS/UAM).
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