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NICARAGUA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Hasta que Nicaragua vuelva a ser República

Quienes creemos en los valores republicanos debemos estar agradecidos por la lucha de Doña Violeta, un compromiso que los años han permitido reconocer y admirar, su legado de paz

Violeta Chamorro en Managua, Nicaragua, el 25 de abril de 1990.
Carlos S. Maldonado

Violeta Chamorro ha muerto en el exilio. La mujer comprometida con las libertades se fue mientras su país se desgarra con otra dictadura cruel, feroz, inhumana y sádica, liderada por dos traidores. Su legado, sin embargo, seguirá vivo en el recuerdo de quienes anhelamos dentro de Nicaragua y desde el exilio, un país libre, una nueva República.

Quienes creemos en los valores republicanos debemos estar agradecidos por la lucha de Doña Violeta, un compromiso que los años han permitido reconocer y admirar. No fue fácil la vida para esta mujer nacida en el sur de Nicaragua, en una provincia de tierras ganaderas, de suelos fértiles regados por el Gran Lago y por esas playas de costas suaves y atardeceres bonitos. Ella se enfrentó a todo, al machismo, quizá lo de menos: desde joven estuvo lado a lado con su esposo, el periodista Pedro Joaquín Chamorro, férreo opositor del régimen de los Somoza, una canallada de rapiña que expolió al pequeño país centroamericano durante más de cuatro décadas. Chamorro estuvo encarcelado, fue perseguido, participó en fallidos intentos de derrocar al régimen y por último fue vilmente asesinado. Doña Violeta tomó el legado de su lucha y se mantuvo firme frente a la tiranía, participó en la revolución sandinista, se decepcionó pronto de ella y desde La Prensa, esa república de papel donde trabajé durante varios años, plantó cara a la deriva autoritaria del sandinismo revolucionario, hasta más tarde aceptar ser candidata opositora y vencer a Daniel Ortega en unas elecciones democráticas en 1990.

Esas elecciones las recuerdo, a pesar de que tenía apenas ocho años, con la nebulosa de la memoria infantil. En casa se admiraba al sandinismo y casi no se hablaba de Chamorro. Mi abuela, devoradora de periódicos, de igual manera peinaba cada mañana La Prensa y Barricada, el diario oficial del Frente Sandinista, pero las noticias que comentaba eran las del Gobierno, porque guardaba un respeto casi espiritual por Ortega y los sandinistas. En mi casa, en aquella época, la Revolución era un asunto religioso. Los niños, que no entendíamos lo crucial de aquella campaña electoral que Chamorro desarrollaba en desventaja, cantábamos las canciones de Carlos Mejía Godoy en las tardes de juego, gritábamos las consignas del sandinismo, decíamos que Daniel era el gallo ennavajado y seguíamos los comentarios negativos con que los adultos insultaban a Doña Violeta. Nos reíamos, debo admitirlo con vergüenza, de esa señora de muletas que pensaba que podía derrotar a aquel gallo que con pañoleta al cuello recorría los barrios de Managua y regalaba juguetes que nosotros recibíamos con felicidad infantil.

Eran tiempos duros. Los apagones se eternizaban y cenábamos bajo la luz de candelas. También faltaba durante horas el agua potable. Conseguir gas era una hazaña y cuando en el barrio se corría la voz de que en el puesto de distribución de alimentos habría un día carne, las colas para conseguirla se formaban desde temprano. Las madres enviaban a los hijos más grandes con un banco a cuidar un espacio en esas colas, con la esperanza de que en la tarjeta de racionamiento marcaran algo más sustancioso que la escasa comida que el Estado podía garantizar en medio de una guerra feroz, impulsada por el odio visceral de Ronald Reagan y que dejó a decenas de miles de jóvenes destripados en las montañas y selvas de Nicaragua. Yo era un niño y, por lo tanto, no entendía el servicio militar obligatorio. Escuchábamos el relato de los mayores, que contaban que en los momentos más cruentos de la guerra los hijos en edad de combatir eran llamados a montarse en un camión militar rumbo aquella sangría infame. Estaba alejado también del dolor de aquellas madres que recibían las noticias de que sus hijos habían muerto en la montaña. Madres de héroes y mártires, las llamó el gobierno revolucionario.

De todo eso sería consciente después, pero mucho después. En aquella casa de Managua de mi niñez las carencias eran aceptadas como un mal casi necesario. Era la Revolución y la Revolución estaba por encima de todo. Pero los nicaragüenses estaban hartos de la escasez, de la guerra, de esa sangría espantosa, de la traición a la Revolución, de las mentiras de su liderazgo, que vivía en muchos casos bajo los privilegios que les permitía comprar en aquella Diplotienda manjares ajenos para el pueblo hambriento. Y entonces irrumpió Violeta y con ella un hálito de esperanza y de cambio. Hizo campaña en desventaja, movilizó a millones a las urnas y derrotó al gallo. Ortega jamás se lo perdonaría.

Sus años en el poder fueron convulsos. No es fácil gobernar un país dividido, con las arcas vacías, con los medios de producción arrasados, con reclamos de toda clase y con un sandinismo dispuesto a reventarlo todo. Mi padre perdió su trabajo como lo perdieron millones de personas en aquel pase doloroso al capitalismo comandado por el Fondo Monetario y los organismos financieros internacionales, que impusieron brutales recortes. En la escuela llegaron libros nuevos, ya no aquellos de los niños con pañuelos rojo y negro que enseñaban a contar con rifles, sino unos de azul y blanco que traían las fábulas de Esopo. McDonald’s se convirtió en un anhelo cotidiano y todos queríamos unas zapatillas Nike o Converse. Nos hicimos adolescentes en democracia, con varios partidos políticos, nuevos medios de comunicación, la libertad de decir lo que quisiéramos, con música pop y no de protesta, con MTV en la tele y telediarios internacionales. Y así llegamos a la vida adulta, seguros de que la democracia sería para siempre, olvidadas ya las consignas.

Era una Nicaragua libre. Y en paz: el legado de Chamorro, que cumplida la tarea, se retiró de la política. Llegó otro presidente electo de forma democrática, que dejó el Gobierno convertido en ladrón. Y luego voté por primera vez. Lo hice por el conservador Enrique Bolaños, convencido ya de que el sandinismo no era una opción. Mi antisandinismo en ese tiempo era radical, porque desconfiaba de Daniel Ortega, eterno candidato del Frente, desde 1998, cuando su hijastra Zoilamérica Narváez lo denunció por violación. Aquello me pareció deleznable. Y no podía creer que el liderazgo del Frente no lo supiera: una niña abusada por el líder desde que tenía 11 años. Volví a votar contra Ortega elección tras elección, incluso en las farsas electorales que montó ya estando en el poder desde 2007. Mi antiorteguismo se hizo más fiero y luego mi desprecio a su mujer, Rosario Murillo, convertida ahora en codictadora. Ese antiorteguismo creció a la vez que mi admiración por la figura de Violeta Chamorro y por el dolor de sentir que la democracia por la que ella luchó se destripó por unos traidores.

Fui un periodista opositor a la dictadura y en las plataformas en las que trabajé denuncié sus abusos. Aprendí del hijo de Violeta, Carlos Fernando Chamorro, con quien trabajé durante nueve años, que el único periodismo que podía ejercer era el comprometido, porque estaba completamente convencido, como me lo dijo una vez el venezolano Teodoro Petkoff, de que el periodismo es un instrumento de lucha. Aquel posicionamiento me valió una paliza de las huestes de Ortega y del Murillato. Persecución, amenazas, asedio constante a mi casa, infamias en las redes sociales por el simple hecho de ser un periodista libre que además no escondía su homosexualidad. Y más tarde la advertencia de cárcel. Salí de Nicaragua en 2018 y desde entonces vivo en el exilio en México. Y desde aquí escribo estas líneas con el recuerdo de lo que ha significado la lucha y el compromiso de Violeta Chamorro para transformar un país, para darle libertad y democracia. Gracias, Doña Violeta. No vamos a cejar en conseguir aquello por lo que ella y su esposo lucharon: la libertad. Seguiremos hasta que Nicaragua vuelva a ser República.

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Sobre la firma

Carlos S. Maldonado
Redactor de la edición América del diario EL PAÍS. Durante once años se encargó de la cobertura de Nicaragua, desde Managua. Ahora, en la redacción de Ciudad de México, cubre la actualidad de Centroamérica y temas de educación y medio ambiente.
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