Violeta Chamorro, una mujer en la historia
Con persuasión, sencillez, hablando a la gente a su propia manera, con sentido común, Doña Violeta supo conducir a Nicaragua por un camino de tolerancia, busca de entendimiento y reconciliación


Doña Violeta Chamorro murió en el exilio en Costa Rica, donde había vivido igualmente desterrada al final de los años cincuenta del siglo pasado, cuando acompañó a su esposo, el periodista Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, en una huida a medianoche a través de las aguas del río San Juan, para ponerse a salvo de las garras de otra dictadura, la de la familia Somoza.
En la historia contemporánea de Nicaragua, signada por la opresión y la violencia, los presidentes civiles, respetuosos de las leyes y de la Constitución, son más que escasos, mientras abundan los tiranos que se enquistan en el poder decididos a sostenerse a cualquier costo, aún el de la sangre, y a heredarlo a sus hijos como se si tratara de un patrimonio personal. Triste historia repetida que ha atravesado la frontera del siglo veintiuno.
Doña Violeta ha sido una de esas excepciones, y la más notable de todas. No sólo fue la primera mujer en alcanzar la presidencia del país por el voto popular, sino que su triunfo se dio en medio de una guerra civil de una década que desangraba a Nicaragua, librada en una oscura esquina del tablero de la guerra fría, y cuando la revolución, de la que ella fue parte al inicio como miembro de la Junta de Gobierno que sustituyó a Somoza en 1979, había perdido el favor popular, como lo demostraron los resultados mismos de las elecciones.
Asumió la presidencia en medio de una feroz polarización que alcanzaba aún las filas de la coalición opositora que la llevó como candidata; acalló las voces que pedían venganza contra los derrotados, y consiguió en cambio la reconciliación, logró el desarme de los miles de combatientes de las fuerzas de la contra, sacó adelante la profesionalización del ejército, que hasta entonces era una fuerza militar del partido de gobierno, sanó una economía en números rojos, marcada por la inflación y la escasez, devolvió su papel constitucional a las instituciones del estado, y pudo imponerse ante los designios de Daniel Ortega, el candidato perdedor, que buscaba hacerle la vida imposible instigando huelgas y asonadas.
Su única herencia política era el martirio de su esposo Pedro Joaquín, asesinado a tiros de escopeta en una calle desolada de Managua en enero de 1978, una muerte que sacudió la conciencia del país y aceleró la caída de la dictadura de Somoza. Ella, marchando en plena calle rodeada de sus hijos en los funerales, se convirtió entonces en un símbolo del dolor y de la serenidad, pero también de la dignidad y de la entereza, y sobre todo, de resistencia ciudadana.
En la campaña electoral se presentó en las tribunas en muletas, por un accidente que había sufrido, y recorrió el país vestida de blanco, la imagen de una mujer frágil que hablaba frente a audiencias modestas, lo que se vio erróneamente desde la tienda contraria como una debilidad, junto con su falta de experiencia política. En las encuestas de opinión nunca apareció a la cabeza, en tanto el Frente Sandinista lograba reunir multitudes; pero la lección final fue que nunca se supo leer el voto oculto, que la favoreció con creces, y que no es lo mismo llenar plazas de gente que llenar de votos las urnas.
Con persuasión, sencillez, hablando a la gente a su propia manera, con sentido común, supo conducir a Nicaragua a lo largo de los seis años que duró su presidencia por un camino de tolerancia, de busca de entendimiento, de reconciliación, todo lo cual dejó una huella singular y que debió volverse perdurable en las instituciones, y en los mecanismos de la vida democrática.
A esa sencillez republicana, que nunca tuvo dobleces, se mantuvo fiel en su vida privada, ajena al boato y al incienso. Fue de esos presidentes austeros que ya poco se ven, y parecieran pasados de moda, como aquello de que los domingos iba a misa en su propio carro porque no era un acto oficial para usar el de la presidencia; o el hecho de vivir siempre en su misma casa del barrio Las Palmas, entre los recuerdos de su esposo asesinado, y adonde siguió viviendo hasta su salida final a Costa Rica.
Tocó, por desgracia, que las siguientes elecciones de 1996, igualmente libres, y eso era ya una conquista, tener elecciones democráticas sucesivas, las ganara Arnoldo Alemán, que entronizó la corrupción y degradó las instituciones para terminar abriendo las puertas del poder dictatorial a Daniel Ortega, a través de un espurio pacto político cuyas tristes consecuencias Nicaragua sigue pagando.
Cuando las cenizas de doña Violeta vuelvan a su patria, será porque las sombras que hoy oscurecen al país se habrán disipado, y entonces su retorno será una celebración de la democracia y de la libertad, y la prueba de que Nicaragua ha vuelto a ser república, como quería Pedro Joaquín y lo quiso ella.
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