La Europa que supo ver lejos
Recuerdo a tres grandes líderes del escenario europeo de la posguerra a quienes tuve la fortuna de conocer durante mi paso por la vida política


La última vez que estuve en Estocolmo, me detuve frente a las carteleras del Grand Cinema en la Sveavägen, una de las calles principales de la ciudad. La noche del viernes 28 de febrero de 1986, Olof Palme había venido en el metro desde su casa, sin guardaespaldas, acompañado de su esposa Lisbeth, para ver la película Los hermanos Mozart, de la directora sueca Suzanne Osten. Es algo que solía hacer, salir a las calles en plan familiar, sin protección alguna, a pesar de su cargo de primer ministro. Cuando volvían a pie al salir del cine, en el cruce de la Sveavägen con la Tunnelgatan, un hombre salió de la oscuridad, se acercó por detrás y le disparó a Palme, que cayó mortalmente herido en la acera.
Basta caminar unos centenares de metros para llegar al cementerio de la iglesia de Adolf Fredrik, donde una piedra con su firma grabada marca el lugar de su sepultura. Aquí estuvo enterrado en un tiempo René Descartes.
Igual que la mayor parte de los magnicidios, el asesinato de Olof Palme ha quedado hasta hoy en el misterio, como el de John F. Kennedy, y sujeto, por tanto, a toda clase de teorías conspirativas. Pero alguien urdió aquella muerte, para sacar de por medio a un socialista que creó en Suecia uno de los más relevantes estados de bienestar de Europa, proclamó una política de independencia frente a las grandes potencias, poniendo los acentos críticos donde lo consideró justo, sin callarse nunca, y creyó en la justicia de las relaciones internacionales, solidario con los países del tercer mundo.
Me encontré con él por primera vez en 1981 en Estocolmo, cuando se hallaba en la oposición; tuvimos una muy larga conversación durante un desayuno, ansioso como se hallaba de conocer la situación de Nicaragua después del triunfo de la revolución, y me invitó a acompañarle a la marcha del 1 de mayo por las calles de Estocolmo; al año siguiente su partido ganaría las elecciones parlamentarias, y volvió a ocupar el cargo de primer ministro, hasta su asesinato.
Viajó a Nicaragua en 1984, al año siguiente de la visita del papa Juan Pablo II, y lo acompañé en su gira por distintas poblaciones del país. Al bajar del avión, vestido con un traje muy martajado por las largas horas de viaje, pasó revista a la tropa de ceremonias, manteniendo debajo del brazo el periódico que seguramente venía leyendo en el vuelo, el paso para nada marcial, más bien el de un ciudadano de a pie que se siente intimidado por la parafernalia de la guardia de honor, la banda de música, la alfombra roja. Siempre me pareció que se escondía del protocolo como de algo molesto, y banal. De vuelta en Estocolmo, después de tres días entre nosotros, envió a través de Pierre Schori, uno de sus íntimos colaboradores, un mensaje muy breve: “cuídense, se están alejando del pueblo”. Una advertencia sabia, nacida de su aguda percepción. Justa y a la vez extraña, porque iba dirigida a quienes se suponía conducían una revolución popular.
No alejarse del pueblo, mantenerse en la ética, vivir en la sencillez, lejos del boato palaciego. Era lo que también predicaba con el ejemplo otro estadista socialista al que tuve la fortuna de tratar, Bruno Kreisky, canciller federal de Austria. Me recibía en su austero despacho de la Wallhausplatz, en Viena, y la última vez en su apartamento de Grinzing, más austero aún que su despacho. No sé por qué ahora tengo la sensación de que había poca luz, quizás porque las cortinas estaban corridas, o porque fue atardeciendo sin darnos cuenta mientras me contaba las historias del fin de la guerra mundial, y lo que para Austria había significado la proclama de neutralidad tras liberarse de los nazis, un regalo del cielo en un infierno de conflictos hegemónicos. Y en 1988 me llamó desde Mallorca, donde se había retirado, y donde murió, para felicitarme por el Premio Bruno Kreisky a los Derechos Humanos que yo acababa de recibir en Viena junto con, entre otros, Anton Lubowski, activista antiapartheid de Namibia, asesinado al año siguiente por el régimen de Sudáfrica, y Benazir Bhutto, asesinada en Pakistán en 2007. “Qué difícil debe resultar para ustedes ser la esperanza de los demás”, me dijo esa vez, como despedida.
En una de esas visitas a Viena, en 1983, me contó que Lawrence Eagleburger, el subsecretario de Estado de Estados Unidos, enviado especial de Reagan, había estado hacía pocos días a verlo, ansioso de mostrarle un legajo de documentos secretos donde le aseguró que se demostraba el alineamiento de la revolución sandinista con el campo soviético. “Yo le contesté que no soy curioso para leer papeles ajenos, que podía llevárselos”, me dijo, y alzó la cabeza para mirarme. “Estén seguros de que mientras mantengan sus principios morales, estaré con ustedes”.
Willy Brandt, Olof Palme, Bruno Kreisky. Tres grandes del escenario europeo de la posguerra a quienes tuve la fortuna de conocer durante mi paso por la vida política, socialdemócratas los tres. Conocí también, por mis funciones de gobierno, a los líderes de los países de Europa Oriental, los del llamado socialismo real, todos ellos oscuros burócratas, carcamales que actuaban como lugartenientes de los otros carcamales del Kremlin, que se asomaban todos juntos a divisar los desfiles desde el mausoleo de Lenin.
Ya he hablado de Willy Brandt, con quien me relacioné de primero, y a quien debí mi matrícula de socialdemócrata, cuando en los tiempos revueltos de la revolución de la que me tocó ser protagonista, aquella no dejaba de ser una mala fama frente a los feligreses de los recalcitrantes mitos ideológicos de la izquierda ortodoxa, ahora calcinados.
En 1978, cuando a la cabeza del Grupo de los Doce dejamos el exilio en Costa Rica para regresar a Nicaragua, en desafío de la orden de prisión de Somoza, Willy Brandt me envió una carta de respaldo, para que la hiciéramos pública, en busca seguramente de protegernos de alguna manera, metiéndonos como íbamos a meternos dentro de la boca misma del lobo. Esa orden de prisión era por los delitos de traición a la patria, terrorismo, y asociación licita para de delinquir, más o menos los mismos que inventó para dictar otra orden de prisión contra mí la actual dictadura de Nicaragua, desterrarme y quitarme la nacionalidad.
Brandt visitó también Nicaragua en 1984, en su carácter de presidente de la Internacional Socialista, y volvimos a encontrarnos en Bonn, en la sede del SPD, su partido. Aquella vez de su viaje a Managua recuerdo que entre las preferencias de su programa quería visitar un cabaret, que no los había, y entonces improvisamos uno en un restaurante, con actuaciones de las orquestas tropicales de entonces, y nuestros cantantes más célebres, entre ellos Carlos y Luis Enrique Mejía Godoy y Norma Helena Gadea, y así pasó feliz la noche, amenizada con música y con ron.
Ellos, que creyeron con la misma pasión en el socialismo y en la democracia, encarnan a la Europa que supo ver lejos, hacia los parajes más oscuros del mundo, hacia la miseria, la opresión y la violencia, y hacia una idea de civilización compartida.
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