Retrato de bisabuelo con violín
El país rural y oscuro se desangraba en la anarquía, mientras se prolonga la guerra civil entre conservadores y liberales


Un niño descalzo toca su violín en la penumbra del atardecer en la nave de la iglesia del caserío de Las Maderas, sobrevolada por los murciélagos. Tiene ocho años. Por la puerta mayor entra a ráfagas el viento de los llanos arrastrando briznas secas que vuelan como alfileres de oro hasta el altar apenas alumbrado por los pabilos de cera de Castilla. Una tropa de músicos forasteros llega a trote lento hasta la plaza donde sólo crece el monte en matojos, y subyugados por aquel violín solitario van apeándose de sus humildes cabalgaduras para entrar uno a uno a la iglesia.
Vienen de tocar en las fiestas patronales del Cristo Negro que se celebran cada 15 de enero en el poblado de Esquipulas, en las últimas estribaciones de la cordillera Isabelia, y si se resguardan en Las Maderas para pasar la noche es porque en los caminos merodean gavillas de desertores que viven del pillaje.
Deben seguir al alba siguiente su viaje hasta Masaya, con muchas leguas todavía por delante. Sus cabalgaduras son mezquinas, con el costillar a flor de piel, de alzada tan corta que los faldones de las albardas de cuero crudo cuelgan hasta los codillos de las bestias, y montan tiesos, como santos de palo, las piernas abiertas, llevando los estuches de los instrumentos por delante, y en las alforjas una muda de camisa, prendas interiores, y magras provisiones de boca.
El país rural y oscuro se desangra en la anarquía, mientras se prolonga la guerra civil entre el partido legitimista, los conservadores de la ciudad de Granada, llamados timbucos; y el partido democrático, los liberales de la ciudad de León, llamados calandracas.
El niño que toca el violín se llama Alejandro, nacido en 1841. Su padre se llama Serapio Ramírez, nacido por el año 1811. Ejerce de sacristán en esa iglesia donde no hay cura titular y que no tiene campanario. La campana cuelga de una armazón que parece más bien una horca. Y, acosado por la pobreza, o porque quiere dedicar al niño al oficio de músico, tras un breve parlamento conviene en cedérselos a los forasteros, y se lo llevan en ancas al amanecer, el violín envuelto en su cobija por única pertenencia.
El caserío de Las Maderas, aislado en el páramo de tierra pedregosa, hostil a los siembros, está allí todavía, a la vera de la carretera panamericana que transitan los furgones de carga, atravesado por un río escuálido que se encharca entre las piedras calizas. Tierras arcillosas de tinte rojizo, que llaman sonsocuite, malas para los cultivos, pero no tanto para la ganadería, porque en toda la llanura, hasta el lago de Managua, crecen pastos cerriles.
Los músicos andariegos confiaron al niño bajo la protección del doctor Rosalío Cortés, jurista y político del bando legitimista. Mi bisabuelo llamaba padrino a su benefactor, y fue él quien lo dedicó a aprender solfeo y composición, y a cantar salmos y motetes, con los que pronto se estrenó en las iglesias, aún adolescente.
En Masaya las orquestas vivían en guerra. Se disputaban los toques de los oficios religiosos, los bailes de gala y las retretas municipales; enemistados a muerte, los músicos no se dirigían la palabra y más de una vez llegaban a las manos en bochinches que se escenificaban a media misa, o en las procesiones. En las barreras de toros se ofendían con sones en cuyos aires festivos se adivinaba la injuria por la elevación burlona del agudo juguetón del clarinete, o el resoplido de la bombarda que fingía el gruñido ronco de una chancha en brama.
Mi bisabuelo entró en la guerra musical a los dieciocho años, cuando fundó su orquesta Luces de Masaya, y empezó a usar las reglas de tonalidad, intervalo, fuga, y contrapunto, descritas en los métodos del padre Miguel Hilarión Eslava, que el doctor Cortés había hecho pedir a Barcelona. Sus adversarios se mofaban de aquellas innovaciones atrevidas, que calificaba de disparates.
Un viejo folleto, Músicos nicaragüenses de ayer, dice que “las espinas que le clavaron las apartó con paciencia, jamás tuvo una queja amarga para nadie ni supo el adjetivo para contestar un insulto”. Pero yo lo veo metido de cabeza en las riñas musicales, burlándose de sus enemigos artistas, maquinador entre bambalinas, e imponiendo, entre sarcasmos, las ideas reformadoras que aplicaba a sus propias composiciones, misas de gloria y de réquiem, responsos y marchas fúnebres, y a sus contradanzas, habaneras, barcarolas, mazurcas y valses.
En 1871 se casó en Masaya con María de Jesús Velásquez, una adolescente a la que doblaba en edad, y de aquel matrimonio, celebrado en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción con el acompañamiento musical de su propia orquesta, nacieron tres hijos, el primero mi abuelo Lisandro, en 1873, en un caserón de adobe al oeste de la iglesia de San Jerónimo, propiedad de un usurero que había estudiado para cura, pero ahora recibía joyas en empeño.
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