Alejandro de Zubiría o el sueño de enseñar distinto
Con una apuesta innovadora, el director de la reconocida Fundación Alberto Merani ha logrado que 50.000 estudiantes de 103 colegios en 21 departamentos reciban una educación basada en el desarrollo de competencias de lectura

Corrían los años ochenta. Alejandro de Zubiría era uno de los niños a los que su familia comenzaba a pensar en educar desarrollando su capacidad analítica y crítica a través de la argumentación construida en mapas conceptuales. “Se da por sentado que, una vez los niños aprenden a leer y a escribir, ya están listos para aprender, cuando en realidad tan solo comienzan un proceso al que nadie le hace seguimiento”, dice el bogotano de 50 años.
Su padre Alberto, catedrático universitario, y su madre, coordinadora de primaria en un colegio público, renunciaron a sus puestos para meterse de lleno en aquel proyecto quijotesco, junto con su tío Miguel. “En mi casa comíamos lentejas ventiado, mientras ellos formaban profesores dentro del modelo de la educación conceptual cuando los colegios seguían siendo completamente rígidos y esquemáticos”.
Por ello, los hermanos De Zubiría decidieron probar su metodología creando un colegio propio para niños que tuvieran un coeficiente intelectual superior a 130. Para evitar conflictos que mezclaran intereses pedagógicos con lo familiar, Alejandro siguió en el colegio al que iba, hasta que el esquema inflexible se hizo incongruente con lo que aprendía en casa y empezó a ir al Alberto Merani (tanto el colegio como la fundación tomaron su nombre del psicólogo argentino que hizo aportes al estudio del desarrollo cognitivo de los niños, teniendo en cuenta aspectos biológicos, afectivos y sociales). “Sabía que era el menos inteligente de todo el colegio, lo cual me hizo esforzarme más”, agrega.
Más adelante, su tío y su papá decidieron recibir estudiantes que no necesariamente tuvieran perfil de superdotados, abriéndose a los nuevos hallazgos sobre las inteligencias múltiples, aunque invitaban a sus estudiantes a clases universitarias para que pudieran escoger con más claridad su carrera. “Yo estaba entre Economía, Literatura, Psicología y Biología, ¡calcula el desubique!”, dice Alejandro. Finalmente, se decidió por la tercera: “Para no estar a la sombra de mi padre, me fui de la casa y costeé la vida haciendo de todo: bouncer de bares, revendedor de computadores de segunda, vendedor de sándwiches y ensaladas de fruta…”.
Entonces vino un gran cisma entre hermanos. Alejandro decidió mediar entre su tío y su padre para saldar la disputa y reencaminar la labor original de la fundación: crear una red de colegios que, entrenando al profesorado para implementar su método, elevara la capacidad crítica de las nuevas generaciones.
Mientras aquello iba gestándose y sin siquiera haberse graduado de la universidad, Alejandro de Zubiría montó una empresa propia de evaluación, que se especializó en mediciones para competencias afectivas y de lectura. Entonces, cuenta, entendió que, para que la pedagogía del pensamiento crítico o conceptual permeara realmente el sistema educativo, tenía que existir una colección de textos que los estudiantes pudieran implementar a lo largo de todos los años escolares. Se dio a la tarea de crearlos con su gran mentor: su padre. “Quisimos desmitificar aquello de que la metodología conceptual tiene estrato y enfocarnos sobre todo en colegios de estrato medio, para cerrar la brecha que tienen con los colegios ricos, en términos de puntajes”.
Solo así, demostrándole a su padre que tenía un proyecto innovador y personal, le permitieron integrar el nombre Merani a la fundación, que hoy beneficia a más de 50.000 estudiantes de 103 colegios, entre privados y públicos, en 21 departamentos del país.
“Hemos constatado con cifras que la innovación en educación no solo no disminuye los promedios en las pruebas Saber”, afirma, “sino que los mejora de manera sostenida en el tiempo”. Según el informe Panorama de la Educación 2025, de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), el 90% de los colegios con pedagogía conceptual tiene resultados por encima de la media en cuanto a capacidad de pensamiento crítico. Esto es positivo en un país en el que el 22% de los universitarios abandona su carrera en el primer año, y 6 de cada 10 jóvenes tienen trabajos que no están relacionados con lo que estudiaron, “porque forja seres humanos con un modelo de pensamiento sólido y a la vez pragmático, que les permite una proyección más clara hacia el futuro, pero también les da la capacidad de adaptarse a la realidad”, explica De Zubiría.
Mucho se repite que la educación es la herramienta número uno para que una sociedad prospere, pero esta premisa no siempre se cumple. Aun cuando Colombia ha reducido drásticamente el número de jóvenes sin bachillerato, del 27% en 2019 al 17% en 2024, no son pocos los universitarios que terminan con un diploma guardado en un cajón y una deuda inmensa por pagar. “Más de un 11% de profesionales colombianos están desocupados y el encarecimiento de la deuda con el Icetex debido al recorte de los subsidios los hace desertar”, continúa De Zubiría. “Es urgente buscar nuevos modelos de financiación que no necesariamente reemplacen por completo a los del Estado, sino con apadrinamiento mixto. Nosotros estamos graduando a 4.000 estudiantes que lo necesitan y cuyo modelo de pensamiento asegura más consistencia y coherencia entre lo que quieren estudiar y sus posibilidades laborales”.
De acuerdo con la OCDE, en Colombia el 37% de los jóvenes estudia Derecho, Administración o Negocios, mientras solo el 24% elige las áreas STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas), las que más vacantes tienen. Por eso el programa más reciente de la fundación, Meranistas a la U, busca corregir este desequilibrio alineando a sus estudiantes con las necesidades del sector real y haciendo alianzas con universidades para que desarrollen ofertas académicas acordes con la realidad y con beneficios para los meranistas: “No es solo que cada institución educativa supere sus propios resultados en las Pruebas Saber y Pisa de manera progresiva y sostenida, sino que entre todos formemos profesionales para sectores no saturados que cubran vacantes estratégicas, que puedan pagar sus créditos e independizarse. Ya firmamos un convenio con la Universidad EAN para facilitar la transición del colegio a la universidad, potenciar las oportunidades académicas y laborales, y asegurar experiencias prácticas desde los primeros semestres en proyectos de investigación aplicada, de forma que se reduzca la deserción y se fortalezca el proyecto de vida de cada estudiante”.
Para De Zubiría, el modelo pedagógico no es solo un método de aprendizaje, sino el pilar sobre el que debería girar una comunidad que acerque a los jóvenes a las oportunidades de trabajo, incluso geográficamente. Por ello, también se ha dado a la tarea titánica de articular proyectos de vivienda alrededor de núcleos industriales que necesitan talento humano, de forma que un empleo les permita comprar su casa y educar a sus hijos en esa comunidad con vínculos fuertes.
Inspirado en la célula y su funcionamiento, construyó en Nemocón (Cundinamarca) el colegio Mega Aula Cohete, un domo modular y transparente que cambia de forma, en donde los 80 alumnos se reúnen para aprender según destrezas y afinidades, no por edades. “Un colegio o infraestructura educativa no tiene por qué costar 15.000 millones o más, como en las propuestas arquitectónicas tradicionales. Este es el colegio más económico y autosostenible del país, pero para nosotros es tan solo el laboratorio de un modelo que puede ser replicable: una nueva aldea que se conecte a partir de la escuela conceptual de los niños para hacer que el ciclo de prosperidad sea completo”.
Alejandro de Zubiría jamás ha olvidado la gran lección de su padre ni tampoco las del libro que marcó su vida, el que narra los obstáculos que superó el banquero y líder social bangladesí Muhammad Yunus para hacer realidad el sueño de erradicar la pobreza. En su caso, no sueña con erradicarla con microcréditos, sino con educación conceptual. Quisiera poder congelarse para ver el fruto de un trabajo que sabe que suena complejo, pero, asegura, es más simple de lo que parece. Para él no importa si primero fue el huevo o la gallina, lo que importa es hacerse la pregunta.
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