El colombiano que estuvo preso en El Salvador por órdenes de Trump: “Ser torturado por cuatro meses siendo inocente es una pesadilla”
Brayan Palencia fue uno de los más de 200 migrantes enviados por Estados Unidos al Cecot, la megacárcel de Bukele, por supuestos vínculos con bandas criminales


Como cientos de miles de personas más, Brayan Palencia decidió migrar a Estados Unidos para apoyar económicamente a su familia. En Colombia no ganaba mucho y tenía una hija a la que sostener. Cruzó la selva del Darién con una rodilla lesionada y tuvo que pagar un soborno a los cárteles en México para que lo dejaran seguir. Aun así, nada se compara, recalca, con lo que vivió en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), la megacárcel de El Salvador, construida por el presidente Nayib Bukele y a la que fue enviado con otros más de 200 hombres a los que Donald Trump acusó de ser miembros de la banda criminal Tren de Aragua. “No tengo ni nunca tuve nada que ver con eso”, cuenta ahora, en un parque en el norte de Bogotá, tras casi cinco meses de libertad. “Ha sido muy duro volver a la vida. Es como comenzar de cero”.
En Estados Unidos, el colombovenezolano pasó alrededor de un año. Tras haber solicitado el asilo, vivió entre Los Ángeles y Miami en trabajos varios: arreglando carros, lavando platos, haciendo domicilios, como obrero de construcción. El pasado enero estaba asignada su cita ante un tribunal de California para definir su estatus migratorio. Acudió esperando, por fin, regularizarse. “Me metieron a una sala y me dijeron que esperara un rato. Sin avisar, entraron cuatro agentes de migración, me pegaron contra la pared y me esposaron. Yo les explicaba que no había hecho nada, pero no les importó”.
Palencia asegura que lo llevaron a un sótano en el que estaban más migrantes en una suerte de cárcel improvisada. Le permitieron hacer una sola llamada para avisarle a su familia de su retención y lo llevaron a un centro de detención en la ciudad fronteriza de Calexico. Allí, junto con otros venezolanos, supo que los estaban vinculando a la banda del Tren de Aragua. Su delito eran su origen y sus tatuajes.
De acuerdo con la American Civil Liberties Union, una de las organizaciones de derechos civiles más importante de EE UU, hay un sistema arbitrario de perfilamiento, en el que si un ciudadano venezolano migrante tiene tatuajes tan comunes como un reloj, una corona o una estrella, para el ICE puede ser sospechoso de ser miembro de una pandilla.
A inicios de marzo, las autoridades les prometieron a Palencia y a otros compañeros de celda que pronto serían deportados a Venezuela. A mediados de mes, estaban montados en un avión para ir a casa. O eso creían. Sin ellos saberlo, el presidente Trump había llegado a un acuerdo con su homólogo salvadoreño, Nayib Bukele, para deportar a más de dos centenares de migrantes al país centroamericano bajo una ley del siglo XVIII que permite expulsar a “enemigos extranjeros” sin intervención judicial, por lo que jamás tuvo que probar que fueran delincuentes. Organizaciones humanitarias señalan que la mitad de los deportados no tenía antecedentes penales. La legalidad de esta acción, ordenada por la Casa Blanca, sigue en disputa.
Nos decían que íbamos a pasar el resto de nuestras vidas en la cárcel. Que nadie salía de ahí con vida
“Los agentes que iban con nosotros nos decían que íbamos a Venezuela. Estábamos felices y tranquilos, aunque estuviéramos amarrados de manos, pies y cintura. En el primer aterrizaje nos dijeron que habíamos llegado a Honduras para una parada técnica. El avión volvió a despegar, pero volvió a tierra como en 30 minutos. No entendíamos lo que pasaba. Abrimos las ventanas y vemos al Ejército, antimotines, camiones, tanques blindados...”, narra Palencia.
Los bajaron a la fuerza y en medio de golpes para trasladarlos al Cecot, una megacárcel en la que hay cientos de pandilleros presos, que son objeto de violaciones de derechos humanos, de acuerdo con varias ONG especializadas. Él había escuchado de este recinto por TikTok. Sabía que encerraban a los pandilleros, pero no que se trataba de “un infierno”.
Apenas llegaron al Cecot, los agentes salvadoreños los cambiaron a un uniforme blanco y les raparon la cabeza. “Nos decían que ahí íbamos a pasar el resto de nuestras vidas. Que nadie salía con vida”. La rutina consistía en despertar a las 4 de la mañana, darse un baño y pasar casi todo el resto del día sentado y en silencio hasta la hora de dormir, a eso de las 9 de la noche. Si escuchaban ruido o si no cumplían con los horarios establecidos, los guardias los castigaban sin contemplaciones.
Los momentos que Palencia más recuerda son cuando intentaron protestar por su detención. “Hicimos una huelga de hambre y otra huelga de sangre [autoinfringirse heridas], y nos amotinamos para que no entraran los guardias a nuestro bloque. Pero entraron. Una vez, nos echaron gas pimienta, que me cegó y me hizo arder todo el cuerpo. También me golpearon con un bolillo en la cara. Me abrió una herida profunda en la ceja, que me cerró una enfermera sin anestesia”, cuenta, quien hoy se reconoce como uno de los afortunados. Varios de sus compañeros de celda fueron impactados a quemarropa por balas de goma, lo que les provocó heridas graves, documentadas en un informe de Human Rights Watch.

Palencia también estuvo en “la isla”, como se le conoce a la celda de aislamiento y tortura del Cecot. “Me llevaron doblado, casi lamiendo el suelo. Lo único que pude ver antes de que me empezaran a patear y golpear con los bolillos fueron las botas negras. Me tuve que hacer el desmayado para que pararan”, rememora. “La isla”, según recuerda, tiene unas pocas celdas y un hueco mínimo en el que entraba la luz. Cada una consistía de un retrete y una pequeña cama de cemento.
La excarcelación fue repentina y sin aviso. Era 18 de julio. “A eso de las 3 de la mañana llegaron unos guardias y nos ordenaron a bañarnos. No podíamos estar seguros, pero varios empezamos a celebrar y a llorar porque lo más seguro era que nos liberaran”. Y así fue. Esa noche, Palencia ya no durmió en la celda en la que estuvo recluido lo que se sintieron años. Lo hizo en un hotel en La Guaira, cerca de Caracas. El horror había terminado. Trump había llegado a un acuerdo con el Gobierno de Nicolás Maduro para canjear a los más de 200 migrantes por presos en cárceles venezolanas, incluidos varios ciudadanos estadounidenses.
Echando la vista hacia atrás, no teme en calificar lo que le ocurrió como “la peor experiencia” de su vida. “Ser torturado por cuatro meses cuando uno es inocente es una verdadera pesadilla”, asevera. Palencia reniega de la política del Gobierno estadounidense sobre los migrantes, específicamente sobre los venezolanos. “Dicen que somos unos delincuentes, pero esos son ellos”.
Tras unos meses en Venezuela, regresó a Bogotá, donde viven sus padres y su hija. “Lloré de la alegría cuando nos reencontramos. Solo le podía dar gracias a Dios por volver a estar con ella”, manifiesta.
Por lo demás, el regreso a la vida libre ha estado marcado por la incertidumbre. “Ha sido duro. Me fui con un propósito para allá, para poder comprar mis cosas. Volver significa comenzar de cero. Estoy peor que antes de irme. Salí con un problema del azúcar. De los golpes, el brazo no me da para hacer trabajo pesado”, lamenta. Aparte de las dolencias físicas, cuenta que duerme poco y que a veces se despierta conmocionado. Trabaja con su moto como conductor de plataformas para seguir apoyando a su familia. Preguntado sobre si regresaría a Estados Unidos, es contundente: “Si me dan papeles, sí. Pero yo no vuelvo a estar preso nunca más”.
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