La Lanza del Sur y el negocio de la guerra
Si EE UU se mete en Venezuela, Colombia pagaría una factura enorme, una ola de refugiados se sumaría a los casi tres millones que residen aquí

En marzo de 2003 el presidente George W. Bush invadió Irak. Un fulminante ataque aéreo bajo el nombre de shock and awe —conmoción y pavor—, en solo unas horas miles de bombas arrasó Bagdad; ministerios, puentes, plantas eléctricas, hospitales y redes de agua quedaron destruidos. La ciudad que alguna vez fue orgullo de la antigüedad quedó en ruinas.
La suerte de Irak la había decretado Bush un año antes al dirigirse al Congreso de los Estados Unidos con su discurso sobre el Estado de la Unión, cuando aún se respiraba miedo y fervor patriótico por los atentados del 11-S. Aquella noche acuñó una expresión, el “Eje del Mal”. Con esas palabras señaló a Irak, Irán y Corea del Norte como estados patrocinadores del terrorismo, y con de armas de destrucción masiva. Para construir ese argumento mintió. La CIA y el entonces secretario de Estado, Colin Powell, sostuvieron esa farsa. Powell presentó ante la ONU fotografías satelitales y supuestas pruebas de laboratorios biológicos. Tony Blair, primer ministro británico, y José María Aznar, presidente del gobierno español, avalaron esa impostura y así fueron a la guerra.
El costo humano fue devastador, medio millón de personas murieron, entre ellas 5.000 estadounidenses. La invasión terminó en 2011, Sadam Hussein fue derribado y llevado a la horca en 2006, el país quedó destruido y las armas de destrucción masiva nunca aparecieron.
La amenaza militar como estrategia disuasiva
Esta historia ha vuelto a mi mente con los movimientos navales estadounidenses en el Caribe, la llegada del portaaviones Gerald R. Ford y las declaraciones del secretario de Guerra, Pete Hegseth, que ordenara al grupo apoyar las operaciones del Comando Sur de los Estados Unidos (Southcom) “para desmantelar las organizaciones criminales transnacionales y combatir el narcoterrorismo en defensa de la patria”, y anunciara la puesta en marcha la operación Lanza del Sur. Trump tiene en la mira a Venezuela y, como lo afirmé en el artículo Piratas del Caribe, pretende apoderarse de esta zona mediante la acción militar.
Para implementar esta estrategia, calumnia al presidente Gustavo Petro. Sin aportar el más leve indicio, lo acusa de ser líder del narcotráfico internacional, le retira el visado y lo incluye en la lista Clinton. Una canallada que debería provocar rechazo nacional. Se puede estar en desacuerdo con Petro, con sus políticas, con su estilo, con la manera de expresarse, e incluso en cómo se viste o camina. Disentir de cuanto hace y no hace. Pero ese debate corresponde a los colombianos, a nadie más. Hace mal la oposición en aplaudir este atropello. Las consecuencias políticas internas ya se están viendo. La candidatura presidencial más obsecuente con Washington, la que encarna la señora Victoria Dávila, viene en caída libre. Aún flota. Sí, gracias a ser ingrávida, como una pluma.

Lo que está sucediendo en el mundo es pavoroso. Trump quiere destruir un orden internacional basado en reglas e instituciones que tomó décadas construir. Juega a ser Dios, decide quién vive y quién no. Mata seres humanos como si fueran cucarachas. Las 70 personas que navegaban por el Caribe no tuvieron derecho a nada, ni a un juicio, ni siquiera a un nombre. Todo con el pretexto de la santa guerra contra el narcoterrorismo.
La guerra, un histórico negocio
Un estudio de la Universidad de Tufts (Massachusetts) afirma que Estados Unidos ha participado en más de 500 intervenciones militares internacionales entre 1776 y 2022. Según el Servicio de Investigación del Congreso, desde 1991 a 2022 ha intervenido en 251 oportunidades. Ninguna guerra en su territorio, pues Estados Unidos está blindado por dos océanos. Los últimos 25 años han sido los peores, entre 170 y 200 intervenciones militares, un promedio de 6,8 por año. Más que adicción a las drogas, sus gobernantes tienen adicción a las guerras. Les gusta la sangre. Eso decía hace 30 años Carlos Lleras de la Fuente cuando era embajador en Washington. Estas cifras no incluyen las operaciones encubiertas de la CIA (como la de Bahía Cochinos en Cuba, el derrocamiento de Allende, la voladura de puertos en Nicaragua en 1983 o el frustrado golpe a Chávez en 2002), que exhibe un largo y oscuro historial desde 1947; según el libro Legado de cenizas (2007) del periodista Tim Weiner, premio Pulitzer por su trabajo sobre los servicios secretos estadounidenses. Weiner, en una entrevista dada la semana pasada afirmó que “Venezuela será otro capítulo infeliz en la historia de las injerencias de Estados Unidos” y que Trump odia al FBI y a la CIA porque “tienen pruebas irrefutables de que Vladímir Putin interfirió en las elecciones de 2016 para que Trump fuera elegido”. Vaya uno a saber qué juego a cuatro bandas se está tejiendo en la Casa Blanca.
Un desafío para Colombia
Durante décadas, Colombia fue un aliado incondicional de Washington. Bajo las presidencias de Andrés Pastrana (1998-2002) y Álvaro Uribe (2002-2010) llegó a ser el tercer receptor de ayuda militar estadounidense después de Israel y Egipto. Esto cambió con Gustavo Petro, especialmente desde febrero pasado, cuando rechazó dos aviones con migrantes colombianos deportados que venían encadenados cual si fueran peligrosos delincuentes. Desde ese momento Petro se granjeó el odio de Trump, aunque, a decir verdad, ya lo tenía por su condena al genocidio en Gaza.
Ahora bien, más allá de ese episodio, del discurso en la ONU y la fogosa arenga en Times Square, el valor geopolítico del país en el hemisferio es grande, Washington no quiere perderlo y matiza: “el problema es Petro, no Colombia”. Sabe que es una pieza clave del rompecabezas latinoamericano. Si EE UU se mete en Venezuela —lo cual sigo dudando, pues para mí el movimiento naval es una medida de presión para ver si el régimen colapsa o se doblega—, Colombia pagaría una factura enorme, una ola de refugiados se sumaría a los casi tres millones que residen aquí. Además, puede alentar los grupos armados que operan desde Venezuela y darles una excusa justificadora que hoy no tienen.
La amenaza de intervención en Venezuela tiene un doble efecto: atemorizar a los militares, precipitar el colapso del régimen e instalar un gobierno sumiso que se avenga a sus exigencias, para controlar así las mayores reservas petroleras del planeta y las segundas de oro en el hemisferio americano; e influir en las elecciones del año entrante en Colombia para que volvamos a su redil, para complacer al emperador.
Es fácil imaginar cómo terminaría esto, con la infraestructura venezolana totalmente destruida, y el derrocamiento y ajusticiamiento de Maduro, como Sadam Hussein. Estados Unidos está perdiendo el liderazgo mundial y no está dispuesto a compartir el Caribe y Suramérica con nadie, menos con China. Trump mueve sus juguetes navales en esa dirección, listo a combinar todas las formas de lucha, desde el soborno y el chantaje hasta el sabotaje económico, el derrocamiento y el asesinato. ¿Y las drogas? ¡Ah! Sí, las drogas… seguirán, son otro negocio formidable, como el de las armas y el de hacer la guerra.
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