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Proceso de paz en Colombia
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Más allá de las sanciones propias de la JEP

Los jueces jamás podrán impartir justicia mientras no se condene unánimemente el uso de la violencia con fines políticos, ya sea contra el ‘statu quo’ o en su defensa

Las recientes sanciones propias, consistentes en Trabajos Obras y Actividades con contenido Restaurador-reparador (TOAR), impuestas por la JEP a los miembros del extinto Secretariado de las Farc-Ep y a los agentes de la Fuerza Pública por sus responsabilidades en la comisión de crímenes de guerra y de lesa humanidad, están condenadas a la incomprensión. En gran parte, porque interpelan y cuestionan nuestro sentido de la justicia, pero sobre todo nuestra valoración sobre la responsabilidad de sus numerosos actores implicados. La responsabilidad tanto de los máximos comandantes o determinadores como la de sus subordinados o directos ejecutores. Las primeras en rechazar y considerar dichas sanciones como una afrenta fueron las víctimas, pues muchas de ellas están a la espera de toda la verdad sobre lo sucedido y padecido por sus seres queridos. Especialmente los familiares de aquellas víctimas cuyos cuerpos no han aparecido después de ser secuestrados por las Farc o de haber sido ejecutados extrajudicialmente por miembros de la Fuerza Pública. Además, encuentran esas sanciones propias o TOAR como totalmente inadecuadas dada la gravedad de los crímenes cometidos. No les reconocen capacidad alguna para reparar el daño sufrido y mucho menos para restaurar el trauma que han vivido por la falta de verdad en las versiones de sus victimarios y de reparaciones específicas en cada uno de sus casos.

La paradoja de las sanciones propias

Sin duda, no existe sanción, pena o castigo que pueda resarcir el dolor y la pérdida causada en esos casos. La muerte violenta y la desaparición son irreversibles e irreparables. Aunque para muchos la pena capital de los victimarios sería un alivio, si el artículo 11 de la Constitución no la prohibiera. Sin embargo, tampoco ella con su contenido letal de ajuste de cuentas logra reparar, compensar o cerrar la herida causada. Con mayor razón cuando esa pérdida del ser querido se origina en el marco de un conflicto armado interno profundamente degradado, en donde ya es casi imposible separar los móviles políticos de los particulares y hasta la misma identidad de los victimarios es incierta y cambiante. La única identidad cierta es la de la víctima civil inerme, pues en medio del fuego cruzado y de múltiples intereses camuflados, es casi imposible identificar quién disparó, desapareció, violó y desplazó en beneficio de qué o de quiénes. En todos estos casos nos encontramos con la paradoja resaltada por Hannah Arendt sobre los crímenes de lesa humanidad cometidos por el nazismo al señalar: “Es muy significativo, elemento estructural en la esfera de los asuntos públicos, que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden castigar e incapaces de castigar lo que ha resultado ser imperdonable”. Es lo que sucede con las sanciones propias impuestas por la JEP. Ellas son incapaces de castigar lo que ha resultado ser imperdonable. Así como también para la mayoría de las víctimas resulta imposible perdonar, pues consideran que las sanciones propias de la JEP dejan sin castigo esos graves crímenes. Ante semejante encrucijada la JEP y sus sanciones propias (TOAR) parecen condenadas al fracaso y la incomprensión. Solo queda la posibilidad de que las víctimas, en el fuero interno de su sufrimiento, decidan perdonar como una expresión de la “soberanía de su yo”, según la expresión del filósofo Javier Sádaba y se liberen así del yugo del victimario.

TOAR, Convivencia y Reconciliación nacional

Mucho más incierto es el alcance de las TOAR en el camino de la convivencia y la reconciliación, aquella relacionada con la incorporación a la sociedad y a la actividad política de los máximos responsables de dichos crímenes, como los extintos miembros del Secretariado de las Farc-Ep, pues el daño causado a cientos de miles de víctimas civiles solo genera repudio y rechazo social generalizado. De allí, que en las últimas elecciones para Congreso hayan alcanzado el respaldo de apenas 50.000 votos y seguramente queden condenados al ostracismo de la representación política en la legislatura del próximo cuatrienio, pues ya desaparecen sus 10 curules reconocidas en el Acuerdo de Paz.

Ciertos crímenes sí pagan

Entonces estamos frente a una paradoja todavía mayor, pues aún millones de votantes no aplican igual sanción o condena contra aquellos políticos y líderes que han ganado sus curules y edificado sus fulgurantes carreras políticas siendo complacientes, cuando no cómplices, con miembros de grupos paramilitares o políticas gubernamentales que derivaron en crímenes de lesa humanidad, como los “falsos positivos”. Paradoja que en parte se explica porque dichos “ciudadanos de bien” consideran que tal violencia es buena, justa y hasta legítima en tanto protege sus vidas e intereses más preciados. Y mientras persista ese maniqueísmo en la vida política nacional y no se condene unánimemente el uso de la violencia con fines políticos, ya sea contra el statu quo o en su defensa sin límites, jamás los jueces, sean de la JEP u otras jurisdicciones, podrán impartir justicia. No se les puede exigir que pongan fin con sus sentencias a un problema esencialmente político, cuya expresión es una violencia crónica y degradada cuya matriz se encuentra tanto en la mente de los ciudadanos que la ven como natural, incluso necesaria para alcanzar la paz, sin importar el número de víctimas y atrocidades que genere, como en las economías ilícitas y los entramados institucionales de corrupción que dinamizan cada cuatro años el triunfo de aquellos candidatos más hábiles y audaces en hacer coaliciones con dichos poderes de facto y gobernar impunemente. Entre los más de cien precandidatos y precandidatas inscritos, sobresale Abelardo de la Espriella, quien fuera acucioso abogado de Alex Saab, pero hoy se presenta como un implacable perseguidor de los corruptos y afirma que, de ser electo presidente, Bukele quedaría como un Boy scouts frente a las medidas que él tomaría contra el crimen organizado. ¿Qué pensará al respecto Salvatore Mancuso, su viejo buen amigo?

La justicia como guerra inconclusa

Todo ello sucede por una obsesión política histórica, social e institucional que se prolonga hasta nuestros días y es pretender derrotar y condenar draconianamente en los tribunales a quienes el Estado no pudo vencer militarmente o garantizarles, después de desarmarlos, su derecho a la vida y la participación política, como fue el caso de Carlos Pizarro y tantos otros en el pasado. Por eso hoy muchos le exigen a la JEP condenas, ojalá perpetuas, contra los máximos comandantes de las Farc-Ep, pero al mismo tiempo absoluciones, indultos o amnistías para los “héroes militares” que cometieron excesos, como miles de ejecuciones extrajudiciales. Menos aún que la JEP persista en avanzar en la búsqueda de responsabilidades en mandos superiores de la “exitosa” política de “seguridad democrática” y la circular 29 que derivó en los “falsos positivos”. Todos ellos olvidan que la JEP tuvo su origen en un Acuerdo de Paz que estableció una justicia transicional y restaurativa. Transicional porque ha permitido el tránsito de la guerra y el crimen hacia la paz política, posibilitando que los que ayer desde el Secretariado ordenaban secuestrar, extorsionar, disparar y matar, hoy debatan y convivan con los que consideraban enemigos oligarcas a vencer, doblegar o aniquilar. Compromiso que han cumplido como reincorporados, a pesar de haber sido asesinados más de 400 firmantes del Acuerdo de Paz desde el 2016. Y es una justicia restaurativa, porque su primer compromiso como victimarios fue asumir plenamente la responsabilidad por los crímenes cometidos, contando toda la verdad de lo sucedido a los familiares de las víctimas y restaurándolas, en la medida de lo posible, evitando la repetición de más atrocidades. Es este el mayor logro y a la vez desafío actual de las sanciones propias, pues imponen a los responsables de los crímenes de lesa humanidad, tanto excomandantes de las Farc como a los exmilitares, Tareas, Obras y Actividades para encontrar las personas desaparecidas después de ser secuestradas o ejecutadas extrajudicialmente. Esto no reparará el dolor de los familiares, pero les permitirá con sus honras fúnebres cerrar el duelo interminable de la incertidumbre y restaurar la dignidad de sus seres queridos.

Los “Justos” y “ciudadanos de bien” contra la JEP y las sanciones propias

El expresidente Iván Duque, como representante de quienes ganaron el plebiscito y rechazaron de plano el Acuerdo de Paz, hizo hasta lo imposible para retrasar el funcionamiento de la JEP. El expresidente Uribe desconoció la legalidad y la legitimidad de la Comisión para el esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la no Repetición frente al padre Francisco de Roux, S.J, su presidente. Incluso hoy vuelve a poner en duda la ocurrencia de los mal llamados “falsos positivos”, reconocidos por los militares que han sido condenados, pues dice que lo han hecho embaucados para obtener los beneficios de las sanciones propias. Algo apenas comprensible en quien negó la existencia del conflicto armado interno, pero fue un entusiasta promotor de la “seguridad democrática”, la “operación Orión” en la comuna 13 de Medellín, la circular 29 y arengaba al general Padilla en un Consejo Comunal realizado en Aracataca el 14 de Abril de 2007: “General Padilla: que critiquen lo que critiquen, que se venga el mundo encima, pero bajo mi responsabilidad política, acabe con lo que queda de las Farc, que es la hora de hacerlo. General Padilla: que se venga el mundo encima, que critiquen lo que critiquen, pero bajo mi responsabilidad política, proteja a Cali, saturando a Anchicayá y el área de influencia de comunidad rural en construcción de confianza con la Fuerza Pública”. Las cuales son dos gravísimas infracciones al DIH: ordenar la tierra arrasada o guerra sin cuartel y desconocer el principio de distinción entre población civil y combatientes, como hoy lo hace Netanyahu contra los palestinos en la Franja de Gaza para acabar con Hamas. Quizá por ello, una de las banderas y obsesiones de quienes lo acompañan sea desmantelar la JEP si su candidato de “gran coalición nacional” gana la presidencia, pues así nunca conoceremos los máximos responsables que desde el entramado institucional y estatal han ordenado y perpetrado, en nombre de la “democracia”, esta hecatombe nacional de crímenes de lesa humanidad con total impunidad. No por casualidad el coronel (r) Alfonso Plazas Vega, ese valeroso defensor de la democracia y de la “rama jurisdiccional”, uno de sus incondicionales protegidos, resguardó el Palacio de Justicia hasta su completa incineración el 6 y 7 de noviembre de 1985 e ignoraba si el entonces presidente de la Corte Suprema de Justicia, el magistrado Alfonso Reyes Echandía, estaba o no dentro del Palacio, junto a otros magistrados y cientos de civiles, pues él solo recibía y cumplía órdenes para “mantener la democracia” y en funcionamiento las ramas del poder público. Poco importaba el sacrificio de la cúpula de la rama judicial, la muerte de los rehenes, la desaparición y ejecución de civiles inermes y hasta su posterior reingreso al Palacio, como sucedió con Carlos Horacio Urán Rojas, magistrado asistente del Consejo de Estado, hechos por los cuales el Estado colombiano fue condenado por la Corte Interamericana de Justicia, sentencia cuyo cabal cumplimiento está en mora. Para todos los responsables de semejante hecatombe, empezando por el M-19 y su delirante juicio contra el presidente Belisario Betancur, como para las Fuerzas Armadas, se trataba de un ajuste de cuentas cuyo precio pagaron con sus vidas más de 100 civiles, como se puede apreciar en la película Noviembre, actualmente en cartelera. Hay que verla para comprender desde el bombardeado y derruido baño del Palacio de Justicia la agonía y muerte de sus ocupantes para que no repitamos tan macabra “salida” militar durante los próximos cuatro años.

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