Plomo fue lo que hubo, plomo es lo que viene
Aunque los recientes atentados evocan con tristeza los años de mayor infortunio para Colombia, la violencia mutó, y nuestras instituciones deben mutar con ella. No podemos quedarnos en la nostalgia de los noventa

El estallido reciente de un carro bomba en Cali y el ataque con drones a un helicóptero de la policía en Amalfi, Antioquia, sumados al asesinato de Miguel Uribe Turbay, estremecen al país y nos devuelven la sensación de que transitamos nuevamente por un territorio ya caminado. Carros bomba en las ciudades, ataques con drones a la Fuerza Pública y atentados contra candidatos presidenciales evocan con tristeza los años de mayor infortunio. Nos interpelan no solo por la crudeza de los hechos, sino porque demuestran que muchas de las advertencias que hicimos en el libro ¿Plomo es lo que viene? se han cumplido sin que el Estado haya resuelto sus cuellos de botella.
En ese libro señalamos que el conflicto armado se había transformado. Que no asistíamos ya a una guerra por la toma del poder, como en el pasado, sino a una pugna por rentas ilegales, por territorios y por poblaciones. Que las organizaciones criminales, lejos de reducirse, se habían sofisticado, expandiendo sus vínculos con economías legales y con redes transnacionales. Que el gobierno debía diferenciar con precisión a quienes tenían voluntad real de negociación de quienes solo buscaban ganar tiempo para fortalecerse. Dijimos también, que la llamada Paz Total corría el riesgo de quedarse atrapada en la ilusión de un diálogo indiscriminado, mientras los grupos más violentos escalaban sus acciones.
Hoy vemos esa predicción en la práctica. La violencia urbana reaparece con métodos nuevos y con la capacidad de golpear el corazón político del país. El asesinato de un precandidato presidencial, los drones cargados de explosivos, los ataques en ciudades densas y mediáticas, son pruebas de que los actores armados entendieron cómo vulnerar al Estado en su flanco más débil: la opinión pública y el calendario electoral. Y son también la demostración de que la política de contención y sometimiento que propusimos debió haberse puesto en marcha con mayor celeridad y claridad.
Al final del siglo XX llegamos a tener setenta mil ilegales en armas, setenta homicidios por cada cien mil habitantes, tres mil secuestros anuales y cientos de miles de desplazados. Hoy las cifras son menores: calculamos entre dieciocho y veinte mil combatientes en armas, una tasa de 27 homicidios por cada cien mil habitantes, cerca de trescientos secuestros y setenta mil desplazados. No son números para estar tranquilos, pero son muy diferentes a los de la conflagración del pasado. Esa comparación muestra que la violencia no ha desaparecido, sino que ha mutado. Y la mutación nos plantea desafíos que no se resuelven con las recetas del ayer.
La criminalidad actual combina repertorios clásicos de terror con tecnologías de punta, terceriza la violencia en delincuentes comunes, penetra con fuerza los circuitos legales de la economía y se mueve con fluidez entre lo local y lo transnacional. Esa es la cara de un conflicto que dejó de ser una guerra por la toma del Estado y pasó a ser una guerra por controlar negocios, territorios y poblaciones. Un cambio que exige también otra manera de pensar la inteligencia, la seguridad y la justicia.
La tristeza que sentimos hoy tiene una raíz doble. Por un lado, la memoria de un país que ya vivió los estragos del terrorismo y que sabe lo que cuesta en vidas y en democracia. Por otro, la constatación de que se repite lo que advertimos: plomo fue lo que hubo y plomo es lo que viene si el Estado no logra superar sus limitaciones. Una política de paz que no diferencie entre actores, una justicia que no esclarezca con prontitud los atentados, una fuerza pública que no se adapte a las nuevas tecnologías, se convierten en los cuellos de botella que denunciamos. Y es allí donde se incuban las tragedias que hoy presenciamos.
Por eso, este no es un llamado retórico. Es una apelación concreta a las instituciones. La Fiscalía tiene un papel crucial: esclarecer con rapidez y rigor los autores intelectuales del asesinato de Miguel Uribe Turbay y de los atentados recientes no es solo un deber jurídico, es un aporte indispensable a la tranquilidad del país. La justicia no puede permanecer rezagada ni dubitativa frente a quienes buscan alterar el rumbo democrático con violencia. La Fuerza Pública debe modernizar sus métodos, invertir en inteligencia y tecnología, y no limitarse a repetir las fórmulas de los noventa. Y el gobierno, por su parte, debe abandonar la ilusión de que todos los grupos quieren negociar: la paz exige selectividad, realismo y firmeza.
Estamos en un cambio de ciclo. Ese cambio nos obliga a pensar fuera de la caja, a reconocer que no basta con reciclar viejas estrategias ni con pronunciar discursos bienintencionados. La violencia en Colombia mutó, y nuestras instituciones deben mutar con ella. No podemos quedarnos en la nostalgia de los noventa ni en la ingenuidad de creer que todo grupo armado busca la paz. Pero tampoco podemos renunciar al horizonte que nos ha dado sentido por décadas: la paz como propósito superior, como camino difícil pero irrenunciable.
La tragedia de estos días debe servirnos para algo más que la indignación momentánea. Es una oportunidad para comprender que el país no soporta otro ciclo de guerra. Que debemos corregir los cuellos de botella que denunciamos en ¿Plomo es lo que viene? y atrevernos a construir caminos inéditos hacia la paz. Solo así podremos, al fin, dejar de hablar de plomo como destino inevitable y empezar a hablar de un horizonte distinto, el único que puede reconciliarnos con nuestra historia: la paz como horizonte.
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