Gobierno y oposición: tres años de confrontación y un país estancado
Petro y la oposición han protagonizado tres años de ácida confrontación, con efímeras treguas, sin un saldo positivo para el país

El presidente Gustavo Petro ha entrado en la recta final de su mandato, y es oportuno analizar y debatir sobre cuál debería ser la agenda pública de cara a los próximos años. Una tarea que no parecen estar haciendo los 65 precandidatos presidenciales ni los 32 partidos políticos que existen.
En el último año de Gobierno se impone lo urgente sobre lo importante. Lo urgente para el actual es tratar de conservar el poder y capotear el déficit fiscal que asciende a 50,9 billones de pesos, según información del Ministerio de Hacienda. Sus propios cálculos consideran que podría rebasar el 7% del PIB, una situación sin precedentes recientes. Por su parte, lo urgente para la oposición es hacer que los hechos cotidianos confirmen su relato sobre la incompetencia del presidente para gobernar, y que no se note que carece de una oferta alternativa.
Las reformas postergadas
Pero una cosa es lo urgente y otra lo importante. Y a esta altura es improbable que se discutan transformaciones de hondo calado tales como la reforma política y electoral, a la justicia, a la Policía y a la gobernanza territorial, indispensables para la seguridad, el desarrollo y la vigencia plena del Estado social de derecho en todo el territorio. Lo más grave no es solo que en algunas zonas el Estado continúe siendo una ficción —como históricamente lo ha sido—, sino que las estructuras y economías criminales sean cada vez más fuertes, con sólidos vínculos transnacionales. Mientras estas reformas no se hagan, Colombia estará condenada a la vieja fórmula de negociar la ley con quienes viven al margen de ella, a la que han recurrido todos los gobiernos, casi sin excepción. Una receta agotada, y en la cual la población ya no cree. A esto se debe, en parte, que la paz total no haya despertado credibilidad ni entusiasmo. Creo no equivocarme al afirmar que el último proceso que generó algo de confianza, al menos en la mitad de la población, fue el llevado a cabo por Juan Manuel Santos con las FARC hace ya casi una década.
Es lo que no entendió el ELN, sumido hoy en la irrelevancia política. Más que una guerrilla, es una estructura armada que subsiste gracias a los negocios ilícitos que explota en Arauca, Norte de Santander, Chocó y Nariño, sin un proyecto político para ofrecer y proponer. Al igual que el Clan del Golfo y 20 grupos más, se inscribe en lo que Mary Kaldor planteó en su libro Nuevas y viejas guerras: violencia organizada en la era global (1999). Y si bien una parte de su tesis es controvertida hoy por conflictos como el de Rusia y Ucrania, o el genocidio de Israel en Palestina —pues involucran actores estatales—, las nuevas guerras se libran entre actores no estatales, fuerzas paramilitares, redes criminales y mercenarios, sostenidos con el saqueo de recursos, secuestros, contrabando, narcotráfico, extorsiones y ayuda internacional. De ahí la dificultad para diferenciar entre el delito político y el crimen organizado, esa frontera se ha difuminado. Estas guerras no buscan una victoria militar para hacer una revolución, como en el pasado, sino controlar poblaciones, territorios y narrativas. Son negocios, ante todo. Su violencia se dirige principalmente contra civiles indefensos, a quienes los estados son incapaces de proteger.
El vacío como alternativa
Pese a este sombrío panorama, no se ven en el horizonte propuestas sobre cómo contener y superar problemas tan complejos, que se quedaran sin encarar en este Gobierno, por las razones que sean. Petro y la oposición han protagonizado tres años de ácida confrontación, con efímeras treguas, sin un saldo positivo para el país. Es verdad que se ha logrado desnudar un modelo económico-político de perfiles oligárquicos, basado en hacer negocios a partir de apalancarse con el erario y la explotación de bienes públicos. Modelo que los neoliberales tejieron a lo largo de tres décadas; lo cual ameritaría no un libro de crítica como los que ya comienzan a abundar contra Petro, sino algo más analítico. Sería de agradecer en este desierto programático que es hoy Colombia. El progresismo no sale de los lugares comunes de defensa de los más pobres, excluidos y vulnerables, y los neoliberales se han agotado en sus propios dogmas, devenidos en teología. Un recetario que genera riqueza, pero también exclusión e informalidad, y que empuja personas a la ilegalidad porque actuar dentro de las asfixiantes normas es cada día más costoso y engorroso. Hay que facilitar y simplificar el emprendimiento, y dejar de ver en todo empresario a un enemigo de los trabajadores. La capacidad de trabajo, sacrifico y creatividad son los mayores activos del pueblo colombiano.
De cara al 26
Al presidente Petro hay que reconocerle haber abierto las puertas de la institucionalidad a sectores secularmente marginados de ella, como los sectores populares, los indígenas, los afrodescendientes y el colectivo LGBTIQ+. Y también tratar de superar el marco de la democracia representativa, disfuncional en esta era digital, con mayor participación política de las nuevas ciudadanías. Una diferencia inmensa con su antecesor, que integró su gabinete con la tecnocracia de los gremios económicos. Sin embargo, ese avance se ve eclipsado por divergencias políticas dentro de su propia coalición, y las excentricidades de algunos de sus colaboradores, que apelan a la ordinariez, la chabacanería o la arrogancia.
Después de tres años, emergen dos bloques difusos. Uno, representado por la composición mayoritaria del Congreso de la República, endogámico e impopular, en donde prevalece lo político, controlado por partidos que, en una amplísima mayoría, son cascarones dedicados a la mecánica electoral. Sobre esto habrá que ahondar, pues manejan dinero público, no solo para las campañas, sino para sostenimiento, y funcionan como empresas privadas o incluso famiempresas. Y el otro bloque, el que quiere interpretar la composición del gabinete ministerial, más próximo a lo social, sí, pero atrapado en lo simbólico y discursivo, con pocas propuestas y desarrollos concretos, y desconocimiento del Estado, al que le quedan pocos meses para mostrar resultados. Finalmente, decir que la lucha contra la corrupción, el nepotismo y la politiquería continúan siendo asignaturas pendientes, lo que es una realidad frustrante.
A medida que se agota el tiempo, este gobierno y la variopinta y amorfa oposición deberían hacer sus respectivas accountability, asumir responsabilidades por sus acciones, decisiones y resultados. Es tiempo de preparar, con seriedad, rigor y responsabilidad, la tarea de cara al 2026, pensando en qué necesita Colombia, y no solo en cómo ganar las elecciones. La evidencia indica, dolorosamente, que el país está estancado.
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